Cuando los soldados rusos abrieron fuego contra nuestro auto, pensé que estábamos muertos. El 4 de marzo de 2022, ocho días después del comienzo de la invasión a Ucrania, mi esposa y yo empacamos todo lo que pudimos meter en una maleta y en un par de bolsas de mano. Contratamos a un conductor, pensando que podríamos llegar a la estación del tren en Irpín, una pequeña ciudad a las afueras de Kiev. Casi tan pronto como nos alejamos de la seguridad rural de la que habíamos huido después de que los misiles comenzaran a caer, nos encontramos con unos vehículos rusos blindados.
“¡Un armamento!”, gritó mi esposa, Iryna, que iba como copiloto. “¡Devuélvase, devuélvase!”, apuró al conductor mientras el señor intentaba retroceder, pero ya era demasiado tarde. De la nada, comenzaron a disparar armas automáticas contra nuestra Toyota Camry, y a perseguirnos. Me agaché en el asiento detrás del conductor, y escuché cómo un vidrio se rompió cuando las balas impactaron las ventanas.
No recuerdo bien los siguientes minutos; de alguna forma logramos saltar del carro en movimiento, luego por encima de una cerca y nos escondimos detrás de unos baños portátiles azules. Nuestra camioneta se deslizó por una pendiente y se estrelló contra la cerca de una casa. Quedó destrozada y tenía muchísimos impactos de bala. “¡Salgan de ahí! Ustedes, detrás de los baños”, nos gritó un soldado ruso. Salimos de nuestro frágil escondite (los sanitarios de plástico generalmente no detienen las balas) con las manos arriba, explicando que éramos civiles desarmados de camino a la estación del tren. Los soldados rusos se nos acercaron apuntándonos a la cara con sus rifles.
Ese fue el comienzo de una experiencia aterradora; íbamos a ser detenidos e interrogados por uno de los ejércitos más sanguinarios que el mundo moderno ha visto. Y para nuestro hijo, a miles de kilómetros de distancia, era el comienzo de una misión imposible.
La historia de nuestra captura comienza con una equivocación. “No habrá una guerra”, escuché esa frase una y mil veces en Kiev, de muchísima gente supuestamente inteligente e informada. Mi esposa, Iryna Samsonenko, y yo habíamos vivido los últimos 21 años en Ucrania; yo trabajaba como analista político ruso y de asuntos militares, y como consultor de la industria aeroespacial. Que Putin amenazara a Ucrania era algo que ya habíamos visto muchas veces, y yo asumí que el ruido solo era eso y nada más. Y no pude haber estado más equivocado.
El 14 de febrero, con mi esposa tomamos un vuelo hacia Estocolmo para unas reuniones de trabajo. Mi hijo, Antonio Brasileiro, estaba de vacaciones de su colegio en Inglaterra y nos encontramos en Suecia. Usualmente, Antonio volvía a Kiev para estar con nosotros durante las festividades de fin de año. Nació y fue al colegio allí hasta el 2018, y muchos de sus amigos más cercanos siguen viviendo en Ucrania. No obstante, con la amenaza de la invasión rusa, decidimos encontrarnos con Antonio por fuera de Ucrania. “Me pregunto si volveré a casa”, nos dijo antes de irse al colegio en enero. “Si hay una invasión rusa, esta podría ser la última vez que la vea”.
Después de que mi hijo volviera a Londres, decidimos ignorar la seguridad de permanecer en Suecia y volvimos a Kiev. Ahora parece una decisión absurda, pero era muy difícil para nosotros quedarnos lejos en una ciudad europea esperando si Rusia invadiría. El hermano de Iryna y su familia, y su mamá seguían en Ucrania. Teníamos muchos amigos en Kiev y en todo el país, personas que no queríamos dejar atrás; el lugar donde criamos a nuestro hijo, donde recordamos cada cumpleaños, cada festividad, tiene un peso enorme. Demasiado, en nuestro caso.
Tres días después, cuando los misiles comenzaron a caer a eso de las cuatro de la mañana y las sirenas aéreas sonaron, buscamos refugio en el garaje subterráneo que había frente a nuestra vivienda en Kiev. El edificio tenía uno de los centros comerciales más modernos y lujosos de la ciudad, un supermercado abierto las 24 horas, dos cafeterías y un bar de vino en el sótano. Esperamos a que terminara el bombardeo del día y vimos en las noticias todos los ataques del ejército ruso en las ciudades ucranianas.
Cuando finalmente volvimos a casa más tarde, solo pasaron un par de horas antes de que los ataques con misiles comenzaran otra vez. No sabíamos qué hacer, subirnos al carro e ir al occidente del país era imposible, las calles estaban abarrotadas y no había una sola gota de gasolina desde Kiev hasta la frontera con Polonia. Cualquiera que se quedara en la ciudad estaba atrapado.
Sumado a la impotencia, el olor de las municiones explotadas penetraba el aire. Esta no solo fue una campaña contra las Fuerzas Armadas de Ucrania, esta fue -y sigue siendo hasta el día de hoy- una guerra para aterrorizar a la población civil, destruir su estilo de vida, y así lograr sus objetivos militares.
Después de pasar dos noches en un refugio antiaéreo en el centro de Kiev, decidimos evacuar. Teníamos unos amigos a las afueras de la ciudad y les preguntamos si podríamos quedarnos en su casa de huéspedes hasta que se terminaran los bombardeos. Fueron muy amables y nos dijeron que sí, pero no teníamos ninguna noticia de la situación en esa zona, y resultó ser un error desastroso.
A los dos días de llegar, los combates cerca al aeropuerto de Hostómel y sus alrededores habían cortado todos los servicios públicos, la pelea entre las fuerzas ucranianas y rusas había destruido las instalaciones eléctricas y del agua. Llegar a la casa de huéspedes no fue tan difícil, pero ahora volver a Kiev era imposible, todos los puentes detrás de nosotros y hasta la ciudad habían sido destruidos para detener el avance ruso. En nuestro intento por buscar refugio, quedamos atrapados; no había salida de allí, toda el área estaba rodeada por tropas y armamento ruso.
La batalla se prolongó durante días a nuestro alrededor, con explosiones a veces tan frecuentes que no sabíamos si pararían. Meses después de nuestro calvario, el mínimo sonido todavía me hace saltar o correr a un lugar seguro. Mi reacción inmediata es sentirme siempre bajo ataque.
En cuanto a Antonio, estuvo monitoreando la guerra 24/7. Pasó varias noches hablando con gente en Ucrania, a veces ayudándola a encontrar refugios antiaéreos y maneras de salir de una zona de batalla, pero con nosotros tenía muy poco contacto. Solo teníamos electricidad unas tres horas al día de un generador de gasolina, lo que significaba que era casi imposible cargar un celular. E incluso cuando tenía batería, tenía que subirme a unas escaleras para conseguir señal, y no era el lugar más seguro con las explosiones a toda hora.
En la ciudad, las sirenas aéreas les avisaban a todos cuándo volver a los refugios subterráneos. En el campo, la única advertencia era el silbido agudo de un mortero o un proyectil de artillería que se acercaba.
El miércoles 2 de marzo fue la última vez que pudimos hablar con Antonio. Al siguiente día, gasté casi toda la batería que me quedaba en mi computadora para escribir un artículo sobre cómo la guerra estaba evolucionando mal para los rusos. En un punto tuve que dejar de trabajar, y todos -Iryna y yo, nuestros amigos y sus hijos, su ama de llaves y su niñera- tuvimos que refugiarnos en el sótano mientras varios vehículos blindados rusos se quedaban estacionados afuera de la casa; parecían estar perdidos en el laberinto de carreteras rurales.
Eventualmente avanzaron, pero este incidente, además del hecho de que teníamos que usar linternas para ir al baño (no podíamos bañarnos regularmente y no teníamos ningún lugar para comprar comida), hacía imposible el permanecer más tiempo en ese lugar. Pensamos en volver al centro de Kiev, pues la ciudad no había caído, como habían predicho. Si estuviéramos en casa, al menos podríamos bañarnos, algunos supermercados seguían funcionando, y si teníamos que dormir en un refugio antiaéreo, sería un pequeño precio a pagar por las comodidades. Así decidimos volver a Kiev, y caímos en las manos del ejército ruso.
Vimos horrorizados cómo los rusos saquearon nuestra camioneta. Aún conmocionados por cómo había quedado, nos obsequiaron el espectáculo de ver cómo saqueaban violentamente todas nuestras pertenencias y destrozaban o robaban todo lo de valor. Iryna tenía un disco duro lleno de fotos familiares y videos de nuestro hijo tocando piano, que estaba dentro del montón de cosas que robaron estos criminales de guerra y ladrones con uniforme, y luego vendieron en alguna parte. Toda una vida de recuerdos perdida en un instante.
Vi sangre en la cara de mi esposa, y aunque de manera milagrosa ninguno había sido impactado por una bala; fragmentos de vidrio que salieron volando le hirieron la mejilla izquierda, e incluso tuvo pequeños granos de vidrio en un ojo. Afortunadamente, un médico de combate ruso estaba allí y logró atenderla antes de que empeorara, pero todavía sufre de lo que describe -y siente- como pedazos de vidrio incrustados en la mejilla.
Todas nuestras computadoras y otros discos duros fueron robados. Todo el trabajo, cada artículo que había escrito, cada documento que había salvado, cada fotografía que había tomado… perdidos para siempre. Estos fueron los mismos soldados rusos que luego serían conocidos por todo el mundo por sus cámaras de tortura donde horrorizaron a docenas de civiles antes de ejecutarlos, dejando un sinnúmero de víctimas de violación, cuerpos a medio quemar de mujeres y niños, y una cifra impactante de fosas comunes.
Pero la mejor parte para estos criminales de guerra estaba por venir. A medida que destrozaron la maleta de mi computadora, encontraron el portafolio donde guardaba el dinero que había ahorrado para la universidad de mi hijo. “¡Dinero extranjero!”, exclamó el peor del grupo mientras golpeaba con alegría los fajos de billetes. Para ellos, esa fue la mejor paga que recibieron en sus vidas. Las sumas de dinero que nos quitaron, junto con el valor de nuestra camioneta, las computadoras, nuestros iPhones, joyería, cámaras, ropa y elementos personales, superan los U$150.000.
Aunque su atención inmediata estaba en lo que pudieran robar, luego comenzaron a rebuscar en una pila de material de investigación que estaba usando para un escrito sobre la historia de los sistemas de misiles. La situación hubiera sido mucho más divertida si no hubiéramos estado muertos del susto de que nos fueran a matar en cualquier momento.
A pesar de que los artículos eran de fuentes públicas, comunicados de prensa, publicaciones gubernamentales con la aclaración “sin clasificar” en cada página, estos imbéciles estaban convencidos de haberse encontrado con algún agente de inteligencia de alto nivel. El mismo soldado que había estado tan feliz al robarnos, me puso una granada en el bolsillo de la chaqueta y amenazó con tirar de la anilla si no le decía para qué agencia secreta trabajaba.
Cuando terminaron de robarse todo lo que teníamos, nos enviaron al sótano sin luz de un edificio cercano donde tenían detenidos a varios civiles. Uno de ellos seguía repitiéndome su número de teléfono esperando que yo lo recordara después y se lo diera a alguien más. No era clara la razón por la que estaban detenidos, pero me sorprendería si alguno sigue vivo hoy; varios grupos de personas que eran detenidas en esta área terminaban en fosas comunes.
Después nos subieron a un vehículo armado con otros dos ucranianos con las manos atadas en la espalda, así viajamos por lo que pareció una hora y media. En el camino, uno de los rusos me robó un anillo de oro que había tenido por 25 años. Su valor sentimental es incalculable, y esperaba dárselo a Antonio cuando se graduara de la universidad.
En algún punto nos detuvimos a mitad de un bosque. A los otros ucranianos los arrojaron a un barrial helado, y nunca supe qué más les pasó, pero dada la brutalidad de la que fuimos testigos, temo lo peor. A nosotros nos dijeron que debíamos estar de pie, no sentados, en un lugar en el que la temperatura comenzó a caer de repente. Para la noche ya estábamos helados, y nos preguntábamos si nos llevarían al bosque para fusilarnos cuando las tropas que nos rodeaban se fueran a dormir, para que no hubiera testigos.
Estuvimos de pie y frente a frente por más de dos horas, intentando conservar el calor en nuestras manos al aferrarnos al otro y al bolso de mano que le habían permitido conservar a Iryna (el único artículo que no se llevaron). Eventualmente, un grupo de soldados se compadeció de nosotros y nos dio media taza de té a cada uno. Luego volvimos a esperar, con la temperatura cayendo cada vez más y sin saber qué sería de nosotros.
“Era imposible determinar cuánto estaríamos en esa mazmorra moderna. Nadie del mundo exterior sabía dónde estábamos, ni siquiera si estábamos vivos”.
Después de cuestionarme sobre mis papeles, nos dejaron pasar la noche en una camioneta con una caja del equivalente ruso de las raciones de combate y algo de agua, y dijeron que nos llevarían a otro lugar al día siguiente. El conductor se subía al vehículo cada tanto y encendía el motor por 10 minutos para calentar el interior y lo apagaba de nuevo. Intentamos dormir en las sillas duras de la parte trasera, pero sin saber lo que nos esperaría al día siguiente, fue imposible.
A la mañana siguiente nos metieron en otra camioneta y fue un viaje a través del infierno; la mitad trasera de los cohetes sin explotar sobresalía de la tierra y había señales de explosiones y destrucción por todas partes. Y finalmente vimos nuestro destino: el aeropuerto Hóstomel. Dadas todas las críticas que había escrito en contra de Putin, estaba muy preocupado de que me llevaran a Rusia en un avión y me arrojaran en un gulag, o algo peor. Pero las pistas ya no estaban en servicio y el ejército ruso usaba Hóstomel como una especie de puesto de mando.
Con los ojos vendados nos llevaron a un bunker subterráneo, y cuando nos dejaron ver estábamos en un cuarto pequeño con un escritorio de madera y sin cajones, tres sillas baratas y nada más. El piso estaba sucio, el aire frío, húmedo y perfecto para contraer neumonía. La esperanza se desvaneció, pero Iryna y yo encontramos consuelo en el otro y en pensar en nuestro hijo. No teníamos reloj para saber la hora, ni calendario para saber la fecha. Mi esposa comenzó a contar los días haciendo seis rayas verticales y una séptima horizontal en la pared.
Era imposible determinar qué tanto estaríamos en ese lugar, nadie nos dijo por qué estábamos ahí o bajo qué sospechas nos tenían detenidos. Nadie del mundo exterior sabía dónde estábamos, ni siquiera si estábamos vivos. Nosotros solo sabíamos que, cada mañana, cuando los radios y los teléfonos en el cuarto del lado empezaban a sonar, era el comienzo de otro día de guerra.
En Cambridge, Antonio sabía que algo estaba mal. Ya era domingo y no había sabido nada de nosotros desde el miércoles. Finalmente logró contactarse con los amigos con los que nos estábamos quedando, y le contaron la horrible noticia. Ellos se habían enterado de lo que nos pasó por el conductor que habíamos contratado y a quien los rusos no llevaron con nosotros a Hóstomel. Por el contrario, cuando lo llevaron con otro grupo de personas, logró escapar. Después supimos que pudo volver a la casa de nuestros amigos, y así se enteraron.
Mi hijo conocía a muchos de mis amigos y colegas, varios militares retirados y ahora contratistas de defensa o que trabajaban en el Pentágono. Incluso a los 18 años, ya sabía cómo funciona la burocracia del Gobierno estadounidense e intentó salvar a sus padres por allí. La primera llamada que hizo fue a la Embajada estadounidense en Londres. Intentando no entrar en pánico, les explicó que necesitaba ir a la Embajada para hablar con alguien sobre sus padres. La persona le respondió que “tenía que hacer una cita”.
Su siguiente paso fue llamar a un amigo cercano nuestro, el mayor general retirado de la Fuerza Aérea de los EE. UU. John Schoeppner. Schoeppner es un destacado piloto de combate; voló 154 misiones de combate sobre Vietnam y fue el comandante de la Base de la Fuerza Aérea Edwards. También era famoso por ser muy directo y tener poco sentido del humor cuando sentía que lo malinterpretaban o ignoraban.
Cuando Antonio le comunicó nuestra situación, las estrellas de general de Schoeppner comenzaron a brillar. Llamó a la Embajada estadounidense en Londres en lo que me dijeron fue “un ejercicio para centrar su atención”. Y su intervención tuvo el efecto deseado, Antonio recibió la llamada de alguien con un cargo importante en la Embajada de Londres en cuestión de minutos, quien a su vez lo remitió con la Embajada de los EE. UU. en Moscú. Y siendo justos, el Departamento de Estado puso nuestra situación en manos de personas muy atentas.
La persona con la que habló Antonio fue muy meticulosa y le hizo todas las preguntas correctas; nuestro estado de salud, a dónde fuimos llevados, en dónde podríamos estar detenidos, etc. También le dijo que estaban explorando algún acuerdo para intercambiarnos o liberarnos. Mientras tanto, Schoeppner habló por teléfono con personas que conocía en el Pentágono, elevando también el nivel de atención allí. Fui consultor durante mucho tiempo en el Pentágono y he sido visitante habitual del edificio por más de 30 años, así que no era un desconocido.
Después de estas interacciones iniciales, Antonio estuvo en constante contacto con gente de casi todas las entidades gubernamentales de los EE. UU., el Reino Unido y Ucrania que uno pueda imaginar. En Kiev, estaban comenzando a elaborar un plan de rescate que involucraría tropas especiales ucranianas asaltando el aeropuerto. Pero nosotros no sabíamos nada de eso, Antonio no había tenido manera de comunicarse, dormía apenas dos horas y estaba abrumado por la ansiedad. La carga emocional en él era tremenda, y estoy seguro de que pasará mucho tiempo antes de que sus heridas sanen.
Decir que estábamos en un vacío informativo no es exagerar. Todo lo que sabíamos es que la guerra no terminaría fácilmente, y eso nos quedó claro a comienzos de marzo, incluso con los rusos vigilándonos. Después de un par de días, pudimos hablar con ellos y conocerlos, y nos confesaron que -como el resto del ejército ruso- sus superiores les habían dicho que “estarían en Ucrania de cuatro a cinco días, que conquistarían el país y volverían a casa”.
Estábamos detenidos en una habitación subterránea sin ventanas y con una puerta que no hubiéramos podido abrir por miedo a que nos dispararan. Siempre había un soldado vigilando con una AK-47 a todas horas del día, y rotaban cada hora. Solo quedábamos solos cuando íbamos a dormir, pero no había escapatoria posible; ni siquiera MacGyver hubiera podido encontrar una salida. Las condiciones sanitarias eran inexistentes, tuvimos que orinar en una botella de plástico vacía y hacer del cuerpo en una cubeta en una esquina, que afortunadamente tenía una tapa para cubrir el fétido olor. Nos dieron más cajas con raciones de combate rusas, pero no comimos mucho.
Aunque originalmente los soldados que saquearon nuestro carro nos prohibieron llevar cualquier prenda o pertenencia, en un acto de valentía, Iryna enfrentó a las personas que le estaban apuntaban y los regañó hasta que le permitieron recuperar mis medicinas, un par de objetos personales y un diario en el que comencé a escribir un recuento de nuestro calvario que esperaba darle a Antonio algún día.
Las medicinas eran esenciales porque sufro de hipertensión, y lo único que me ayudaría eran las pastillas que estaban en mi maleta de viaje. Sin embargo, la tensión de estar en esta mazmorra moderna comenzó a causarme un estrés considerable y empecé a mostrar signos de presión peligrosamente alta. Nuestros captores se esforzaron en ocultar lo que estaba pasando en otras secciones del bunker, pero podíamos oírlo todo.
La habitación junto a la nuestra era una unidad de triaje médico, donde se supone que los médicos estabilizaban a los soldados heridos para transportarlos a un hospital de campo. Los sonidos de los mutilados y moribundos todavía me atormentan, los gritos de los soldados heridos, algunos perdían y recuperaban la consciencia, y sus balbuceos incoherentes, ya que la morfina solo podía aliviar una parte del dolor.
Luego se escuchó el ruido de una cinta adhesiva. Sabíamos qué era: estaban atando los tobillos de los soldados muertos dentro de una bolsa para cadáveres. En ese momento me dije que esos debían ser los peores sonidos de una guerra, otra vida perdida por culpa del maníaco del Kremlin.
Todos los días fuimos bombardeados, pues las fuerzas ucranianas nunca estaban muy lejos, y al realizar ataques de hostigamiento de “disparar y desplazarse” contra el aeródromo, no les permitieron a los rusos reparar las pistas. El edificio se sacudía por la proximidad de las explosiones sostenidas. No era nada raro que un duelo de artillería o de morteros comenzara a la medianoche, y empezamos a preocuparnos cuando los bombardeos fueron acompañados por el sonido de armas pequeñas, señal de que la guerra estaba casi encima de nosotros.
Un día, el guardia que estaba sentado en una esquina fue visitado por otro soldado. Traía conjuntos de armadura de combate, el edificio estaba en peligro de ser invadido, por lo que se estaban preparando para un tiroteo que podría terminar en la última batalla afuera de la habitación en donde nos tenían detenidos.
La gente que nos tenía prisioneros debía saber de los esfuerzos por liberarnos, pero nunca dijeron una sola palabra. Solo un oficial, que habíamos visto dos veces, vino a nuestra habitación y nos dijo: “Su transporte está siendo preparado”. Sin embargo, al supuesto comandante le quedó imposible ser honesto con nosotros, y después de un tiempo, no lo volvimos a ver.
La única persona realmente impresionante de todo el grupo fue uno de los doctores que comenzó a tratar mi hipertensión. Inteligente, consciente, considerado y capaz de sostener una conversación decente, me fue difícil creer que era parte del mismo ejercito que nos había hecho tantas cosas tan horribles. También resultó ser un amante de la historia de la aviación como pasatiempo. Tuvimos largas conversaciones sobre una aeronave que hoy solo se podría ver en museos. Parecía tener alrededor de 28 años y era extremadamente capaz y competente, demasiado para los oficiales que estaban dirigiendo su ejército.
Nunca supe si sobrevivió o no. Nos dijeron que justo después de que nos sacaran de Hóstomel, el aeropuerto fue asaltado por las fuerzas ucranianas y los rusos que quedaron fueron aniquilados. Mi temor es que el doctor fue otra víctima de esta loca guerra.
Ocho días después de haber sido capturados, Antonio fue contactado por otra amiga ucraniana que ahora vivía y trabajaba en Washington, D.C. La llamada fue de una colega que había conocido en Kiev y que, por años, había sido traductora y analista para militares de alto rango en EE. UU. y oficiales militares retirados que interactuaban con Ucrania, además de tener sus propios contactos en el Pentágono. Le dijo a Antonio que había una solución para nuestra situación, había hablado con la gente del Departamento de Estado que estaba trabajando en nuestro caso, y también con Schoeppner. Fue en este punto de presión que algo se puso en movimiento. Todavía no teníamos ni idea de qué estaba sucediendo, pero ya había muchas personas trabajando en nuestra liberación
Schoeppner y su esposa, Martha, y dos de nuestros amigos más cercanos en Boca Ratón, Florida, Todd y Lena Markel, involucraron a amigos y contactos políticos como Thomas Gaitens, un exitoso hombre de negocios que también fue uno de los fundadores del movimiento Tea Party. Gaitens informó al senador Marco Rubio, y la hermana de Todd, Cindy, contactó a la oficina del senador Ted Cruz. Otros fueron contactados a través de sus propios canales. Charlie Mount, quien dirige el servicio de catamarán para el que trabaja Lena, se reunió con uno de sus amigos. Su amigo llamó a un amigo, nunca le dijo a Charlie quién era, pero cuando colgó el teléfono, dijo: “Algo se puso en acción. No me preguntes qué, pero algo se va a hacer”.
Dos días después, dos soldados que nunca habíamos visto aparecieron y nos dijeron que nos íbamos. Otra vez nos vendaron los ojos y nos trajeron a la superficie por primera vez en 10 días. Supuestamente nos llevarían del aeropuerto a otro lugar, pero casi no lo logramos.
A medio camino entre el búnker y el camión que nos iba a transportar, comenzó un ataque de mortero a Hóstomel. Nuestros escoltas corrieron a salvo y nos dejaron a la intemperie, con los ojos vendados, expuestos al bombardeo y con buena probabilidad de ser asesinados. No sé cómo logramos evadir las balas, pero cuando los disparos cesaron, los escoltas nos empujaron dentro de un camión lleno de basura con dos de nuestras maletas de mano.
Nos llevaron a un pueblo cercano y nos metieron en un edificio que estaba siendo utilizado por los rusos como puesto de comando. Dentro, nos metieron en una ducha sin duchas, casi como en las películas sobre los campos de concentración nazi durante la Segunda Guerra Mundial. Nos dieron algo de comida caliente, la primera en dos semanas, y luego nos dijeron que debíamos dormir en unas sillas de metal.
A la mañana siguiente, el 15 de marzo, nos llevaron al norte. El viaje fue a través de la zona de radiación de Chernobyl, y el camino estaba lleno de autos destrozados como el nuestro. Había vehículos militares quemados, explotados y huellas de vehículos pesados que habían dañado la carretera. La infraestructura de Ucrania tardará décadas en repararse.
Horas más tarde, nos dejaron en medio de la nada. El conductor del carro nos devolvió nuestros pasaportes y nos dijo: “Si se devuelven por donde vinieron es Ucrania, y por ese camino es Bielorrusia”, y señalando el país bielorruso, dijo: “Deberían comenzar a caminar”. No vimos nada más que campo abierto y bosques a la distancia, eran las cinco de la tarde y en menos de dos horas anochecería, así que empezamos a andar.
Finalmente llegamos a la frontera de Bielorrusia y les explicamos que éramos refugiados. Nos dejaron pasar después de una serie de preguntas de su personal de inmigración, aduanas y seguridad. Entonces llegó el mejor momento de nuestras vidas: un trabajador de la Cruz Roja tenía una Tablet, pudimos llamar a Antonio y decirle que estábamos vivos. Nunca estuve tan feliz de escuchar la voz de mi hijo.
Al día siguiente tomamos el tren nocturno que nos llevó a la frontera polaca en Brest y la pesadilla terminó. Primero Iryna y luego yo, unos días después, volvimos a los Estados Unidos, y al mes siguiente, durante las vacaciones de Semana Santa, Antonio voló de Londres y nos reunimos. “Bienvenido a casa, papá”, me dijo abrazándome y mi cuerpo tembló de la emoción. “Siempre estaré aquí esperando por ti”.