Viaje al centro de las fiestas pastilleras, una desconexión sideral para la pospandemia

Un cronista recorre la noche porteña y luego de varias contraseñas logra infiltrarse en las fiestas en donde la misión es básica y clara: colocarse

Por  NICOLÁS G. RECOARO

octubre 10, 2022

Foto: Archivo La Nación

Careta. Así entró Ezequiel al sótano dance a pasos de la avenida 9 de Julio. Arriba, un viento frío soviético que corta la cara como navaja. Abajo, la música para pastillas desata un infierno encantador. La procesión va por dentro de la caverna disco. La masa de danzarines sacude el esqueleto como en un video de los Chemical Brothers. Suena al palo algún clásico de clásicos popero. Tan obvio para una fiesta alucinógena bautizada La Popperazo.

¿Look? Anteojitos oscuros en plena oscuridad, pantalones gastados y remera arremangada para Ezequiel. Sin tocarse con sus colegas –bailar pegados no es bailar, en este antro–, el pibito de veintipocos se mueve en comunidad. Transpira fuerte en el under. “Después de la pandemia creo que necesitábamos sentir el calor humano. Dos palabras: amar y bailar hasta que no me den más las piernas. Llega el viernes y quiero salir un rato de la mierda de la semana, de los quilombos del laburo. Pegármela”, susurra el flaco al oído. Quizá tenga razón el santo yonqui William Burroughs: todo placer es un alivio. Ezequiel se gana el pan en una panadería de Florencio Varela. Entre viajes desde el conurbano profundo, algunos tragos y un par de pastis, el muchacho de 25 años consume en una noche una buena tajada de su mísero salario. ¡Es la economía, estúpido! Eze queda aletargado, como volando. Y después, desabrigado, mira una pared del sótano que lleva tatuadas unas líneas de un poema antisistema firmado por Dárgelos: “Soy muy puta y no trabajo para vos”.

La Policía Bonaerense muestra parte de la droga contaminada vendida en los pasillos de Puerta 8 que ocasionó 24 muertes. FOTO: Silvana Colombo/ Archivo La Nación

Éxtasis. Todo el mundo y Ezequiel quieren éxtasis. “Ningún misterio. También pepa, porro, keta y alguna pasti piola. Hace un rato tomé una Donkey Kong. MDMA con carga alta, dicen, pero viste, nunca se sabe. Por ahora viene power”. ¿Costos? 3.000 devaluados pesos por comprimido.

“En pandemia la pegaba por 500. Inflación mal. Pero ni la pienso y me doy el gustito. Soy un laburante, vivo con mis viejos, familia de trabajadores. Pongo una moneda para la garrafa, la luz y el resto para disfrutar. Ya te dije, el afuera es una mierda. No queda otra que bailar. Hasta que me den las piernas”.

En el after de la pandemia florecieron en la ciudad de la furia tórridos ágapes clandestinos. La autogestión, el espíritu “hacelo vos mismo”, la experimentación con drogas y el escape al prohibicionismo estatal son los mandamientos que gobiernan las efímeras pistas furtivas de goce a puertas cerradas. Libertéégalitéfraternité en el dancefloor.

Durante dos años, el coronavirus decretó un nuevo orden de los cuerpos. El régimen de aislamiento masivo y del no-contacto físico puso puntos suspensivos a la vida nocturna. “Sobrevivimos. Nosotros somos hijos de la pospandemia. Celebramos bailando”, explica La Chicone, santa madonna y uno de los motores de La Popperazo, fiesta nómade polisémica.

La Popperazo lleva varios volúmenes girando en casas, galpones, sótanos y algunos bares de variopintos barrios porteños. Detalla Chicone: “Proponemos un espacio de libertad. Venimos de largos meses de control fuerte del Estado. El filósofo Žižek hablaba de una vuelta del comunismo. Pero nada que ver, solo pasó en términos de vigilancia. No me molesta un Estado que ayude y dé oportunidades, pero no me gusta que prohíba. Por eso apuntamos a construir una comunidad bien abierta, sin moralismo. Acá bailás, tomás lo que querés, sos quien querés ser”. O, mejor dicho, quien podés. La Chicone reza: “Con 36 años, tengo un recorrido en la noche. Por eso me doy cuenta del momento duro que le toca vivir a la nueva generación de pibes y pibas. Se pensaba que la pospandemia iba a ser una suerte de ‘años locos’, pero no es tan así. Se los ve desencantados, podridos del mundo que les toca vivir. Por eso bailamos. Y no somos inconscientes, no hacemos apología del reviente, pero tampoco nos va ser moralistas. Hay toda una historia de la noche, la libertad y las drogas que viene desde las discos queer de los años setenta. No hay que ser hipócritas. Mejor ser responsables, que circule información. El Estado en ese sentido hace poco y nada. Solo prohíbe. Nos queda cuidarnos entre nosotros”.

Carolina Ahumada dice que tuvo suerte. Doce años atrás, cuando empezó a curtirse en el palo electrónico, en las raves cortaban el agua de los baños y era una utopía pensar en un grupo de voluntarios brindando asistencia a los clubbers que bailaban embichados. Grafica la socióloga de 30 años: “Eran otras épocas, con poca data. Sin embargo, siempre existieron esa capacidad de resiliencia y la empatía en la escena. El Peace, Love, Unity and Respect (PLUR) que viene del acid-house de finales de los años ochenta. Nos acompañábamos. Yo tengo una amiga que es como una chamana y me aconsejaba cómo tomar pastillas, cómo me iban a pegar. Información que pasaba de boca en boca. Ella me contaba que sacaba data de Internet, de foros como ArgenPills o de las páginas de las organizaciones de reducción de daños de afuera”. Nociones básicas: tomar agua si se consumen drogas para evitar un colapso, un golpe de calor o un shock serotoninérgico. Sortear un mal viaje. En criollo: no darse vuelta.

Hace unos años, Ahumada tuvo una epifanía cuando vio un posteo en Facebook. Era una foto de unos pibes entregando material informativo, agua, frutas y golosinas en una rave. Entró al perfil y descubrió el Proyecto de Atención en Fiestas (PAF), un colectivo hijo de la Asociación Civil Intercambios, institución que trabaja desde hace más de 20 años con mirada vanguardista en problemáticas de drogas. PAF nació a raíz de Time Warp, la tragedia en una fiesta electrónica en Costa Salguero que en abril de 2016 se cobró la vida de cinco chicos por el policonsumo de drogas adulteradas, la inacción asesina de los organizadores y la ausencia marca de autor del Estado. Diez años después de Cromañón no había cambiado nada.

El Proyecto de Atención en Fiestas (PAF) nació a raíz de Time Warp (arriba), la tragedia en un encuentro de música electrónica en Costa Salguero que en abril de 2016 se cobró la vida de cinco chicos por el policonsumo de drogas adulteradas.

“Me sumé como voluntaria. Sentí que tenía que poner el cuerpo. Por un lado el Estado sigue con las políticas de persecución y prohibicionismo, y en paralelo no hay políticas activas desde lo sanitario, la reducción de daños y la gestión del placer. Solo se estigmatiza a los usuarios”.

En abril pasado, en un festival cultural organizado por la Municipalidad de Morón, se repartieron folletos informativos sobre reducción de daños y riesgos entre los pibes que asistieron al evento. “Acordate estos consejos. El porro conseguilo de fuentes confiables. Con la cocaína y las pastillas andá de a poco y despacio. Tomá poquito para ver cómo reacciona el cuerpo”, se leía en los folletos. Los fieles de la perdida cruzada llamada pomposamente “guerra contra las drogas” pusieron el grito en el cielo.

Al principio, recuerda Ahumada, anónimos bardeaban al PAF por las redes. Les decían que los bancaba Pablo Escobar, que enseñaban a drogarse. Pero con los años el prejuicio sobre su trabajo desapareció. ¿Las claves? “Hablamos un lenguaje claro, honesto, que no juzga. El que se acerca a nuestro stand habla con un par que lo cuida –luego agrega a título personal–. Desde el Estado bajan línea con el discurso clásico ‘si te drogás, te morís’. Pero es falso. No te morís si te fumás un porro o tomás falopa los fines de semana para divertirte. Entonces no cierra y hay una distancia gigante. Es llevarlo a los extremos para vigilar y castigar, sos un delincuente. Nosotros apostamos a la información, a la reducción de daños y riesgos, al cuidado. Y la mejor forma para no sufrir riesgos es no consumir. Pero no somos hipócritas y trabajamos para ayudar a las chicas y chicos que van una noche a una fiesta. Donde no llega el Estado”.

El Estado tampoco estuvo presente para cuidar a los 24 fallecidos y 80 internados por consumir cocaína envenenada  que se vendió la noche del 2 de febrero pasado en los angostos pasillos de Puerta 8.

Un mes después de la tragedia, me acerqué a la humilde barriada del partido de Tres de Febrero. La tragedia había sido noticia efímera en los grandes medios. Recuerdo un monumento de Evita Perón en el acceso al barrio. También un patrullero de la Policía Bonaerense que hacía presencia pasiva.

El barrio lucía en la mañana refulgente una tranquilidad ejemplar. Hacía semanas que no se veía a los dealers, a la jauría de periodistas, a los funcionarios de turno que no funcionan. Eso sí, quedaba el parche de la custodia policial.

Albañiles, obreros, changarines, cartoneros, estudiantes, amas de casa viven en Puerta 8. Laburantes que llegan contando las monedas a fin de mes. Los vecinos me contaron del temor al abandono y el olvido. Venenos sempiternos que escupen las autoridades. En la capilla Virgen de Itatí me recibió el padre Adolfo Benassi. El cura villero fue clarito: “Los funcionarios, la policía y la justicia tienen que dejar de hacer la vista gorda en la política de drogas. Si no, son cómplices”.

Al dejar la barriada al mediodía ya no estaba el patrullero de custodia. Solo quedaba el busto de Santa Evita.

Condon Clú, Nave Jungla, Parakultural, Ave Porco, Pachá… “La Santa” Gabriela recuerda que bailó en mil y una pistas. Gogo dancer, performer, estrella distante de la noche porteña de las últimas décadas. También memoriosa. La Santa hace arqueología para entender el presente. Historia del after nacional. Desde la caliente primavera alfonsinista, pasando por los años duros y en éxtasis del menemato, los cuelgues en los 2000, hasta el presente indefinido pospandémico. “Los finales de los 80 eran rock and roll, apertura en todos los sentidos, performance en las calles. Me acuerdo de una con Los Triciclosclos, un cerdo vivo y yo con chorizos colgados del cuello. Años corporales, quizás medio violentos en la noche, con cocaína, mezcalina y ácido. Los recuerdo oscuros”, dice La Santa. Ecos de ruido blanco.

Entonces, a principios de los noventa, La Santa vio una luz: “Dijimos basta de lo oscuro, como tangueros, ‘chan-chan’, y llegó la electrónica, lo flashero, el color, la comunidad, todo el mundo en éxtasis. Sororidad. Como que estaba todo permitido. No tengo una mirada política, pero creo que los gobiernos de esos años no se daban cuenta de qué pasaba. Para finales de los noventa se puso todo más rígido”. De esos años, La Santa recuerda un viaje muy colgado: “En un after, tomando pastiketa, acostada en el piso abajo del DJ, aluciné con esa cultura de aliens que había. Me pasaban un mensaje de amor y disfrute de la vida. Lo sentí como verdadero. Me dio felicidad, y no es poco”.

Una sobreviviente. Así se autopercibe La Santa, que ahora trabaja como acompañante terapéutica y cada tanto se da una vuelta por el lado salvaje de la noche, con cautela y parsimonia: “Nadie nos cuidaba. Soy una sobreviviente de la noche, las drogas y el sexo, acordate del VIH. El Estado tendría que proteger. Perdí muchos amigos. Ojalá cambie”.

A contramano, la política punitiva y el prohibicionismo son las respuestas del Estado. Según el informe “La guerra contra lxs consumidorxs de drogas debe terminar”, publicado por el CELS (Centro de Estudios Legales y Sociales) el año pasado, siguen las detenciones a lo largo y ancho del país: “Las y los consumidores de drogas son perseguidos todavía hoy en la Argentina. En distintos lugares del país, las policías les privan de la libertad y se les inician causas penales que aunque no prosperen funcionan como un castigo. Esto les ocurre a miles de personas por año, a pesar de que en 2009 la Corte Suprema de Justicia de la Nación declaró que la tenencia de estupefacientes para consumo personal es una conducta privada que está protegida por la Constitución Nacional y que, por lo tanto, la criminalización de quienes consumen es inconstitucional”.

Los guarismos hablan: “En 2018 habían ingresado a la justicia federal de la Ciudad de Buenos Aires 4.777 causas por consumo. En 2019, por el mismo motivo, ingresaron a la justicia porteña 19.275 causas. Esto implica un aumento de más del 400%. Desde enero de 2019 hasta agosto de 2020 se iniciaron 38.696 causas por delitos de drogas. Más del 75% (29.206) fueron por tenencia para consumo personal, y solo el 17% (6.706) por comercialización”. Políticas clasistas. El CELS asevera que, por decisión policial y de la política de seguridad, el consumo de drogas es un delito casi únicamente en las zonas más pobres de la CABA.

En la provincia de Buenos Aires, el panorama es igual de oscuro, con 47.927 “hechos delictuosos” de drogas informados en 2019. En general, detalla el informe, las detenciones por tenencia para consumo son una herramienta para legitimar la persecución de sectores postergados y el control del territorio por parte de las policías. Políticas de seguridad usadas para inflar estadísticas y construir así una falsa imagen de eficacia.

Alejandro Corda es abogado, docente universitario y operador del sistema judicial desde hace tres décadas. El hombre de letras sabe mares sobre las políticas de drogas argentinas y globales. Asegura que la denominada “guerra contra las drogas” ha sido desde su génesis una forma en que los Estados intervinieron contra las juventudes y las minorías: “Si en los años setenta era por el activismo político, en los ochenta y noventa empezó a construirse en la relación entre la juventud y la inseguridad urbana. La persecución del usuario sigue hasta nuestros días. Mi hipótesis es que las leyes de drogas son funcionales a las fuerzas de seguridad. Desarrollan prácticas instaladísimas de coerción. Las leyes se convierten en herramientas que les permiten armar causas, cazar en el zoológico, hacer estadísticas, o como quieras llamarlo”.

Los dos últimos años han sido substancialmente cannábicos. Crecimiento exponencial del autocultivo en la pandemia, reglamentación del uso medicinal del cannabis y el impulso del cultivo de marihuana con fines de industrialización para uso medicinal y productivo. El tibio gobierno del peronismo partido avanzó gradualmente por los senderos que se bifurcan. ¿Y del llamado “consumo adulto responsable” o recreativo? No hay novedades. Mucho menos si se abre el debate sobre otras drogas. Corda dice que sigue siendo un tema tabú: “Hubo cambios en la mirada sobre los usuarios, pero son graduales, sigue estando el estigma. Falta información y políticas de salud pública. Es un fenómeno complejo el del consumo. Vivimos en una sociedad de consumo exacerbado, donde cada vez somos más lo que consumimos y no lo que somos. Pensemos en la publicidad. Creo que es hipócrita cuestionar determinados consumos por el estatus jurídico de una sustancia, cuando todo el tiempo esta sociedad nos está llevando a consumir más y más”.

El deseo. Ese es el combustible que impulsa los viajes al final de la noche para la DJ Towa Ginger. Desde hace casi 30 años, Towa sale de excursión por el under porteño. Está en el gremio de las bandejas. Suele musicalizar las noches del mítico e inclusivo Club Namunkurá, experimento con 17 años bien montados. “Los noventa fueron crema: gente interesante donde sea y mucho para hacer. Pero para nosotras que nos montábamos era peligrosa la noche”. Dosis desparejas de glamour y calabozo. Años blancos y radiantes. Del auge de la cocaína peruana. Los tiros se festejaban –diría el escritor Nicolás Eisler– como un gol de Teófilo Cubillas.

Con el kirchnerismo en el poder, poscrac de 2001,  empezó a reinar el MDMA: “Afters interminables en el Palacio Alsina. Me acuerdo un domingo, ambulancias en la puerta, sacaban gente pasada. Yo me cuidaba, me cuido mucho ahora, pero jamás me hablaron de reducción de daños. Viste que afuera, en las fiestas te chequean qué tienen las pastillas. Eso nunca funcionó acá. Te la podés pegar con cualquier cosa. Así estamos, viste”.

Para Towa se vive una primavera de fiestas en la pospandemia. “La gente quiere estar bien y bailar. Se fue soltando de a poco, porque al principio había mucha paranoia. Ahora están como contentos. Debe estar relacionado con las pastillas. Antes había éxtasis, pero no tanto. Yo acompaño con las rolas. Te dije, la noche está relacionada con el deseo. Hay que buscarlo y dejarlo salir”.

La pasti empieza a pegar lentamente mientras hablo con el DJ y organizador Lucas Fisura. Madrugada en un caserón erecto en la parte más fabril de Barracas. El tecno acaricia sin discriminar. Noche larga del Club Fisura, otra de las fiestas que pululan por el under porteño en la pospandemia.

La génesis del Fisura fue en enero de 2020. La semilla la plantó un grupito de amigos en un caserón de Congreso. “Estamos fuera de lo comercial, un circuito paralelo, sin hipocresías, sin patovicas que te sacan las zapatillas en la puerta, nos cuidamos entre nosotros”, dice Lucas, encargado de animar el after, hasta que las velas no ardan.

Antes de hacer de las suyas con su set, Lucas me cuenta de su pasado como empleado precarizado en Burger King, del trabajo quemante, de la salida de emergencia que le brindaba la noche: “Por suerte ese es el pasado, creo que bailar nos ayuda a sobrevivir. El otro día vi Fiebre de sábado por la noche. Esa necesidad del personaje de Travolta de perderse, olvidar la semana y a la vez encontrarse en la fiesta”. Las palabras del pibe quedan rebotando en mi cabeza. En la noche profunda nos canta el tecno sus aceleradas canciones de cuna. Yo cierro los ojos, casi no siento las malditas piernas, pero sigo bailando.

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