Rosalía y la apropiación cultural, ¿tienen dueños los géneros musicales?

¿Se puede aplicar la denominación de origen al ámbito artístico? Del flamenco-trap de la autora de "Malamente" al free jazz del Tercer Mundo del Gato Barbieri, un repaso por el prolongado debate sobre la identidad en la música.

Por  HUMPHREY INZILLO

octubre 19, 2022

Rosalía montó un show deslumbrante en el Movistar Arena.

El punto de inflexión en el ambicioso show de Rosalía llega cuando acaba de cantar su versión de “Perdóname”, aquel hit del grupo panameño La Factoría, un reggaetón clásico de 2008. Es la primera de las dos noches sold out en el Movistar Arena de Buenos Aires y la cantante cubre el conjunto de minifalda y chaqueta de cuero azul y violeta (debajo luce un body al tono) con un vestido gitano, negro, que ostenta una cola exageradamente larga y voluminosa. Y despliega su voz en una de sus canciones seminales, “De plata”, sobre la pista con la guitarra distorsionada de Raül Refree, el notable guitarrista y productor catalán que no solo ha sido uno de los descubridores de Rosalía (y de otra cantante exquisita, la catalana Silvia Pérez Cruz), sino que ha colaborado con el guitarrista Thurston Moore, de Sonic Youth, entre otros. Así que lo que suena es una guitarra rabiosa con tintes flamencos, y suena también el quejío de la voz de Rosalía, y aparece -definitivamente- el duende, la magia, la conexión con la música de raíz. Es un título incluido en su primer álbum de estudio, Los Ángeles (2017), donde abordaba un repertorio flamenco de modo iconoclasta y que sería el caldo de cultivo para El mal querer (2018), ese ejercicio de regionalismo crítico que traducía los palos del flamenco al lenguaje del trap y que le dio una proyección global a su voz. 

Rosalía – “De plata”

Con el éxito de “Malamente”, el primer corte de El mal querer, llegaron las críticas. A través de Twitter, la escritora y activista gitana Noelia Cortés acusó a Rosalía de apropiación cultural. “Ser gitana no es una estética. Si lo que cantas lo cantase una gitana no lo llevaría la misma gente en el móvil. Tú con tu ropa cara y tus uñas y tus cosas consigues una estética falsa que se relaciona con lo gitano pero quita el factor racial y sus consecuencias”, disparó desde la plataforma de los 140 caracteres. 

“Cuando sientes cariño y respeto hacia una cultura ajena se nota: eso se traduce en nutrirse y compartir. Es bonito, de ahí manan cosas únicas, pero no es lo que está haciendo ella. Rosalía coge rasgos culturales ajenos, que son la resistencia de pueblos desfavorecidos históricamente, y los usa como quien se pone unas pestañas postizas”, argumentó Cortés. “Desde su privilegio racial y económico puede vestirse de barrio bajo y de marginalidad sin sufrir lo que sufre la gente que sí vive esas cosas. Habría que plantearse por qué ahora en ‘Malamente’ nombra a Undebel y se santigua, si es el Dios de los gitanos y a nosotros lleva tiempo ignorándonos o bloqueándolos al señalarle lo que no hace bien con nuestro pueblo”.

Las críticas, en definitiva, no se basaban en cuestiones netamente artísticas, sino en el modo en que la artista utilizaba la estética del flamenco (o, más bien, del pueblo oprimido) desde un lugar de privilegio. 

El madrileño José Manuel Gómez Gufi, periodista flamencólogo de Radio Gladys Palmera y miembro de Redpem, la Red de Periodistas Musicales de Iberoamérica, se refirió al tema en el libro Cantoras todas (Editorial Universidad de Guadalajara, 2020): “Es necesario recordar que el flamenco es arte y eso nunca ha tenido dueño. Es producto de muchas tradiciones: gitana, africana, mora y un largo etcétera. Los gitanos están repartidos por todo el planeta, pero el flamenco surgió en España, especialmente en Andalucía”. 

En ese mismo texto, lanza su propio diagnóstico. “Algunas personalidades hablan de la ‘desgitanización del flamenco’, un lío sociológico imposible de analizar en las redes sociales. Resulta que los nuevos protagonistas flamencos que salen en los medios de comunicación no son mayormente gitanos, así que uno comienza a palpar los racismos. A ver si, además del criterio profesional, se han colado otros asuntos… Uno tiene la tentación de contar gitanos y payos presentes en la radio y en las entrevistas. El primer problema es que hay artistas que no sé si son gitanos. Ocurre que en muchos barrios de Jerez o de Sevilla no hay diferencias sociales entre gitanos y payos. En el flamenco, o cantas o no cantas. Además, ¿no somos todos iguales? Y luego está el mestizaje, en España somos hijos de mil sangres, así que deberíamos estar vacunados contra el racismo”.

Rosalía viajó a Nueva York en 2018 para presentarse en el festival de flamenco de la Gran Manzana. Gufi la entrevistó para el diario El Mundo, cuando la polémica ya estaba instalada en las redes. “Estuve reflexionando sobre eso, si yo hiciera jazz y cantara en inglés; si hiciera soul, ¿se plantearía así? Yo no creo en la apropiación cultural”, expresó la cantante.

En una rueda de prensa, en ese momento, explicó: “Creo que la inspiración flamenca siempre va a estar en los trabajos que vaya haciendo. Creo que la cuestión de fondo es el privilegio. No es que se me esté atacando a mí en concreto, sino a la situación de que hay personas que tienen la suerte de poder estudiar música (la música que yo quería) y de poder tener unas opciones a las que otras personas no accedieron”.

Para clarificar su búsqueda, es interesante esta reflexión que hizo en una entrevista con el programa Siglo 21, de Radio 3: “Lo que pretendo es traducir a valores actuales de producción lo que para mí es la esencia flamenca. O lo que yo entiendo del feeling flamenco, de la flamencura, de todo eso. El hecho de trabajar con loops, el hecho de samplear guitarras que han sido icónicas para mí. El uso de las voces, el uso de los jaleos que, al final, se parecen a los ad libs del hip-hop”. 

Radicado en los Estados Unidos, luego de una fructífera colaboración de varios años en Europa junto al cornetista Don Cherry, el saxofonista argentino Leandro “Gato” Barbieri jugaba hacia 1969 en las grandes ligas del free jazz. Sin embargo, estaba en crisis. El free era una música radical en sus formas, pero también en su mensaje político. En tiempos de la lucha por los derechos civiles de los afroamericanos, tras el asesinato de Martin Luther King y Malcom X, y del surgimiento del partido de los Panteras Negras, el discurso musical era críptico, oscuro y enigmático. Pero también rabioso. El Gato, en ese momento, entró en crisis. Sentía que esa lucha no le era propia, y que tarde o temprano lo iban a expulsar del movimiento. Que lo iban a acusar, igual que le pasaría cinco décadas más tarde a Rosalía, de apropiación cultural.

Fue el cineasta brasileño Glauber Rocha (que lideraba el movimiento de Cinema Novo, suerte de ala cinematográfica del tropicalismo) el que lo indujo -¿Lo iluminó?- a comprender que pertenecía a otro grupo oprimido. El Gato, está claro, nunca iba a ser negro. Pero, sin embargo, pertenecía a otro sector marginado: América Latina. Y fue el propio Glauber el que lo incentivó, en extensas conversaciones en la casa del Gato (donde Rocha se alojó por una temporada) a bucear en las músicas de raíz folclórica del continente. Así fue que el Gato inició con The Third World (1969) un derrotero brillante. Allí grabó composiciones de Heitor Villa-Lobos y de Astor Piazzolla. E inició allí una saga de discos brillantes, para sellos prestigiosos como Flying Dutchman e Impulse, con un claro compromiso político y un repertorio que puso en un mapa global la obra de artistas latinoamericanos como Atahualpa Yupanqui, Carlos Gardel y Sixto Ríos, en bandas que muchas veces incluían a los músicos más prestigiosos de la escena jazzística, como el contrabajista Ron Carter o el entonces emergente Naná Vasconcelos. Vale revisar, especialmente, el corpus de obra de Barbieri entre 1969 y 1975, su pico máximo de creatividad y originalidad.

Gato Barbieri – “Tupac Amaru”

Una de las escenas iniciales de la flamante y exuberante biopic de Elvis Presley dirigida por Baz Luhrmann muestra al artista cachorro en un barrio pobre y negro, a orillas del Misisipi, fascinado por la tensión de los blues que sonaban en locales non sanctos y las expresiones extasiadas de los fieles en la carpa que montaba un predicador, al ritmo del góspel y los negro spirituals. Dios y el Diablo en la tierra de Sun Records. En esa síntesis está la génesis del rock & roll, que fue más que un género: fue la banda sonora de una cultura que revolucionó al mundo en la segunda mitad del siglo pasado. En un gesto reduccionista, Elvis también fue acusado de apropiación cultural, y el mismo reclamo se aplicó a artistas de otros géneros, del reggae a la cumbia, de la bachata al hip-hop.

“Tupí or not Tupí. That is the question”. Con apenas una frase, ingeniosa y genial, el poeta brasileño Oswald de Andrade logró sintetizar el concepto de la antropofagia cultural: una idea que sería central para las producciones culturales y musicales a lo largo del siglo XX y que se ha mantenido igualmente vigente durante las dos décadas del nuevo milenio. En este remix del soliloquio de Hamlet está la esencia del “Manifiesto antropófago”, que De Andrade publicó en 1928 inspirado por Abaporu, el cuadro pintado por su esposa, Tarsila do Amaral, quien se lo había obsequiado como regalo de cumpleaños. En lengua tupí-guaraní, “abaporu” significa “hombre que se come al hombre”. Y remite, en realidad, a la creencia ancestral de esa tribu según la cual el modo de apropiarse del poder del enemigo es a través del canibalismo. La antropofagia cultural funciona como una metáfora de ese ritual ancestral, que se propone regionalizar lo universal. O universalizar lo local. Un cruce de tradiciones y vanguardias que se aplica a las culturas híbridas. 

Algunos puristas parecen reaccionar a esas relecturas como si la música tuviera una denominación de origen -ese sello de identidad del queso roquefort, el champagne, el jamón jabugo- y no fuera una combinación mágica de sonidos, de lenguajes, de expresiones artísticas.