“Esto no se ve todos los días”, dice un chico que busca charla cuando se da cuenta de que no hay por donde avanzar entre el aglomeramiento de gente. Y la verdad es que tiene razón. Hace rato que el Luna Park no toma forma de dancefloor, y de a poco lo vuelve a hacer. Tras el desembarco de Black Coffee en el templo porteño del boxeo, a mediados de marzo, el viernes le tocó el turno a uno de los dioses del techno: Richie Hatwin. En realidad se trata de la primera de sus dos fechas en este reencuentro con una ciudad donde juega de local. De eso dio fe el público que, al igual que sucede con los ídolos del pop y el rock, tiene estampado al productor y DJ canadiense en remeras e incluso en el brazo.
Nina Kraviz se encuentra al frente de las bandejas disparando ese acid techno retorcido y oscuro que bien supo cultivar. En unos minutos serán las 3 de la mañana, y la muchedumbre aún intentan acomodarse. Tanto los que están en los VIP, erigidos en las plateas central y derecha, como quienes chocan cuerpo a cuerpo en el campo. A veces por amor al baile, en otros casos por la congestión, por la cola de las barras y están también los que acaban de entrar en modo avión. Entonces suena el remix que hizo Nicolau Made al track “Overground”, firmado por David Temessi.
Cuando la DJ rusa hilvana a su colega húngaro con “Fock Music”, de Pantominan y Fungus Funk, el público comienza a arengarla desde abajo. Y es que le inyectó más adrenalina a lo que venía pasando, metáfora del desahogo. El mismo que experimenta en este momento, después de que en Europa le cancelaran varios sets tan solo por su nacionalidad. Sin embargo, a pesar de su beat intenso, lo de la siberiana no suena a guerra sino más bien a libertad. Lo que queda de manifiesto cuando invoca el claroscuro “All His Decisions”, tema que le da título a su más reciente vinilo. O con lo que está por mechar: “Shame Stare”, descontracturada novedad de François X.
Nina tiene una interpretación propia del tiempo y su cadencia. Cuando pareciera que estuviera por descarrilarse, toma las riendas y lleva el frenesí sonoro hasta los límites. Nunca más allá. En lo que sí es constante es en la tacitunidad de su estética, al igual que en el desconcierto. También en el desparpajo. Una vez que todo daba vuelta raudamente, la DJ para la pelota, prende un pucho y comienza a mover las manos, tal cual directora de orquesta, durante la intro telúrica de “Paris, Texas”. No el de Ry Cooder, sino el de Alex Wilcox & Anetha. A continuación vino el caos y cierto arrebato apocalíptico, encarnado en una suerte de murmullo que golpeaba contra el metal.
Mientras eso sucedía, Richie Hawtin entraba al escenario por un costado, sorteando a la gente que se encontraba, al mejor estilo de la Boiler Room, a espaldas de la artista. Minutos más tarde, comienza a titilar el nombre de la rusa en la hilera de pantallas de leds que están suspendidas detrás de ella: advertencia de que llegó al final de su DJ set. Pero hubo chance para una más, y vino la despedida con “Andromeda”, de VIL. A lo que le secundó una cuota de silencio en la que su despedida con las manos arriba contrastaba con la inclinación de 45 grados, a manera de reverencia, del patriarca del minimal techno, ante la mesa de operaciones.
Sin darle muchas vueltas al asunto, la estrella de la jornada, que repite esta noche a las 22 horas en el mismo lugar (escoltado por el estadounidense Seth Toxler, la palestina Sama’ Abdulhadi y la local Sol Ortega), arrancó con todo. Por más sútil que intentó ser, el bombo en negra que sostiene a “Test”, track de Janein, fue toda una provocación. Y la gente compró, al punto de que se entregó al baile desde ese instante. Por lo que, como suele suceder cada vez que toma el control de la pista, no hubo vuelta atrás. En esta reincidencia en las pistas porteñas, el artista que este año lanzó un disco exquisito junto a su compatriota Chilly Gonzales, Consumed in Key, alternó el DJ set con el live set.
Richie es uno de los mejores encantadores de serpientes que tiene la electrónica orientada a la pista de baile. Su propuesta cerebral la tiene muy bien aceitada, por lo que esta performance fue un fabuloso viaje al fondo de la mente. Por momentos muy vampírica, en otras ocasiones narcótica y a veces groovera. A partir del minimalismo o de la nada misma, como si se tratara del Big Bang, el productor y DJ elucubró un relato sonoro coherente que se mantuvo constante hasta la primera hora de actuación, para luego dar paso a un tobogán emocional marcado por los contrastes de matices. Nunca por el beat, columna vertebral de su set, al igual que su tono crepuscular. Y así como la reventó al rescatar “Collapsing Ideas”, de Kuss, Richie volvía al eje con un track como “Lost”, de Melondruie. En tanto la feligresía conectaba con el ritual , afuera del Luna Park versaba el silencio. Lo único que lo transgredía era el latido del estadio.