Empecé a cantar la música de Miriam cuando era chica y mi mamá y sus amigas se reunían para hacer campaña por los derechos de las mujeres. Transformaron una de sus canciones, “The Retreat Song (Jikele Maweni)”, en su himno, y le pusieron letra en la lengua de Benin, el fon. Yo la cantaba feliz.
Un año después, llegó un disco de Miriam con una canción llamada “Malaika” que se convirtió en la canción favorita de mi mamá. Empecé a cantarla —cantaba todo fonéticamente— y se convirtió en el aglutinante entre mis dos grandes influencias musicales: mi madre y Miriam. A mi mamá le gustaba tanto “Malaika” que cuando falleció, me vi obligada a cantarla. Ni siquiera pude terminar la canción antes de quebrarme. Hay algo en su canto: rectitud y determinación. “¡Escuchame!” Pero no podés no escucharla. Su voz te ordena no solo escuchar sino también comprender y levantarte y hacer algo. El sonido sale de sus entrañas, casi como si estuviera poseída. Me tomó años sacar ese sonido. Ella decía: “Te digo que estoy sufriendo, y mi gente está sufriendo. Te voy a entretener, pero sentirás mi dolor, y si sos humano, vas a hacer algo al respecto”.
Eso desencadenó mi activismo. En 1989, me pidieron que fuera su telonera en París. Durante mi prueba de sonido, ella subió al escenario, yo estaba congelada. Estaba temblando de la emoción. Me dijo: “¡Hola, querida! ¡Qué linda voz!” Después de eso, cada vez que me veía, me decía: “¡Lo estás haciendo bien!”. Fue una amistad entre una hija y una madre musical. Me decía: “Nunca aceptes que nadie te ponga en la categoría de ‘música del mundo’. Toda la música está en el mundo. Todo lo que la gente escucha viene de África. ¿Por qué nos ponen en el gueto de la ‘música del mundo?” Me dio muchos consejos.
Su legado va a vivir porque mucha gente está cantando canciones de Miriam Makeba. Una nueva generación la está redescubriendo. Quiero que mi música lleve su legado y cantarle cada vez que me suba al escenario.
