EXTRAÍDO DE RS98, JULIO 2011
Zach Galifianakis estuvo hace poco en una elegante fiesta en el jardín de la casa del embajador de Francia. Había llegado hacía un rato de la Cena de Corresponsales de la Casa Blanca, donde se rió tanto de un chiste que hizo Obama sobre Donald Trump, que su amigo Jon Hamm tuvo que callarlo, porque Trump estaba ahí al lado. Ahora se encontraba en un jardín tan lleno de poder hollywoodense, que se colapsaría del engreimiento.
Galifianakis conversa con comediantes amigos, pero termina por darse un break del chisme, así que se dirige a la alberca. Ahí, en el brillo acuamarino, le presentan a dos parejas: Jane Lynch, de Glee, y su esposa, y el pelirrojo de Modern Family y su novio. Galifianakis no ha visto ninguno de esos programas, pero como buen sureño, se acerca a saludarlos.
“¡Qué gusto conocerlos! No sabía que estábamos Noche Gay junto a la alberca”.
“Me pareció ingenioso”, dice cuando recuerda la anécdota en Nueva York unos días después. “Me alejé pensando en lo bien que estuve, pero mi novia, que es muy sabia, dijo, ‘Debo decirte, Zach, que eso no cayó bien. ¡Tienes que ver las reacciones de los demás!’”.
Como diría su personaje de ¿Qué pasó ayer?: típico de Zach. Ve una entrada y entra, sin importar las consecuencias. Es el tipo de id cómico que ejerce como Alan Garner, así como su modus operandi en la vida real. Como cuando mandó un mensaje al director Todd Phillips –que se crió sin un padre– para el día del padre, diciendo, “Pienso en ti hoy”. O como cuando su amigo y coestrella de ¿Qué pasó ayer?, Bradley Cooper, le habló para decirle que había terminado con su novia, y Galifianakis contestó, “¿Ella vio Limitless?”.
“Lo inapropiado me parece chistoso”, dijo Galifianakis. “La grosería es divertidísima. Me sorprende la poca autoconsciencia que hay en ella –la idea de vivir en tanta negación, que llegues a faltarle el respeto a otra persona”.
De alguna forma, la gente lo adora por eso. “Creo que se ha creado una especie de imagen de alguien inofensivo, donde puede decir algo raro sin que te sientas amenazado por eso”, dice su amigo A.D. Miles, el escritor principal de Late Night With Jimmy Fallon, que conoció cuando Miles lo atendió en un restaurante hace 20 años. “Es extremadamente amable”, agrega Cooper. “Da gusto ser el objeto de sus chistes”. Phillips lo describe como un “conductor del caos”, pero también dice que “tiene un don natural, y es que nació con unos ojos increíblemente cálidos. Le permite hacer mucha idiotez y muchas cosas horribles, porque sus ojos proyectan que no lo hizo con mala intención”.
En los últimos años, Hollywood se ha movido lentamente hacia Zach, y ha tanteado sus encantos poco convencionales para las comedias como Todo un parto (en la que interpretó a un barbudo raro con un perro), dramas (It’s Kind of a Funny Story –barbudo raro en un psiquiátrico–), así como el protagónico en la comedia de HBO, Bored to Death (barbudo raro que dibujaba cómics). Y por supuesto, las películas de ¿Qué pasó ayer? Pero no se lo ha hecho fácil. Cuando Sean Penn lo llamó para ofrecerle un papel en Into the Wild, Galifianakis le dijo que tenía una cita en Arby’s y que tenía que “enviarles el guión a mis judíos”. Para llegar a su primera junta con Phillips y Robert Downey Jr. para discutir Todo un parto, anduvo 24 kilómetros en bicicleta hasta la casa de Downey, llegó tarde y sudado, y bromeando, insultó a una mujer con la que Downey solía vivir. Para el final de la cena, se había tomado cuatro vasos de vino y no podía regresar a casa, así que Phillips tuvo que meter la bici en su cajuela.
Suena el teléfono y es un mensaje de Galifianakis. “Llego cinco minutos tarde. Me puse a discutir con una paloma y perdí noción del tiempo”.
Llega al bar en el East Village cinco minutos después. Su cabello sigue corto por habérselo rapado en Saturday Night Live unas semanas atrás (se retiró durante los créditos finales con un mohawk y anunció, “Por desgracia, no llegamos al sketch de Mr. T”), y su célebre barba no decepcionó. En el bolsillo trae una revista The New Yorker, y en el cuello, unos de esos audífonos negros que regalan en los aviones.
“Hola”, dice. “Soy Zatch Gassafanasky”.
Galifianakis camina mucho. Cuando estaba en la quiebra, a mediados de los años noventa, vivía en Nueva York y trabajaba de mesero en un restaurante de travestis, cuyos dueños eran rebeldes kurdos, le gustaba emborracharse y caminar por los túneles del metro de noche, haciéndose a un lado para dejar pasar los trenes. Últimamente, sus caminatas han sido más por salud: él acaba de leer seis páginas de The South Beach Diet, y quiere bajar nueve kilos para septiembre. Ya perdió cuatro, o como él dice, 36 iPhones. “Quiero ver qué se siente estar delgado”.
El éxito le llegó muy de a poco. Hizo un par de sitcoms y muchas películas malas. Estuvo en Bubble Boy por dos minutos, y Corky Romano por 59 segundos. En una película llamada Out Cold, interpretó a un snowboarder a quien se le atora el pene en un tubo de agua en un jacuzzi.
Nunca hizo comerciales. “Traté alguna vez”, dice. “Para el último en el que estuve, querían que gateara y me comiera una galleta”. Dice que una vez rechazó 700 mil dólares para ser vocero de Time Warner. Luego de ¿Qué pasó ayer?, cuando le llovían las ofertas, le ofrecieron hacer algo para Nike. “En una teleconferencia, lo primero que les dije fue, ‘¿Siguen poniendo a niños de siete años a hacerles el trabajo?’ ” Y ahí acabó eso.
Galifianakis ha dicho que nunca quiso ser una estrella –hubiera sido feliz trabajando de Botones Dos, fumar mota y hacer lo suyo. A su vez, A.D. Miles lo recuerda persiguiendo a Chris Rock por la calle para pedirle consejos, y eso no lo haría alguien sin ambiciones. “Honestamente”, dice Phillips, “Creo que el odio a Hollywood es un mecanismo de defensa. Tiene algo de verdad, pero parte debe venir de lidiar con el rechazo por tanto tiempo. Vivir en una Van. Ir a castings a Burbank. Que la gente no lo entienda”.
Ahora todos entienden. Sus diálogos son clásicos modernos, su rostro, risa garantizada. Pero no le gustaría que no fuera así. “De la comodidad no sale nada chistoso”, dice. “Creo que el hecho de que un comediante reciba elogios va en contra de lo que lo llevó hasta ahí, para empezar. El público me hace enojar: ‘¿Cómo se atreven a quererme?’. Quiero que sean sentenciosos. Pero cuando estás haciendo películas y eso, esas cosas se borran”.
Cuando Galifianakis dice que ¿Qué pasó ayer? le arruinó la vida, bromea a medias. No puede estar cinco minutos sin que se le acerquen –quizá porque parece muy accesible. Su vida es una constante ráfaga de pequeñas intromisiones. “Soy pésimo para tomarme fotos con gente”, dice. “Te tratan como una caricatura. No hay nada que pueda hacer, excepto tomarlo con ligereza. Eso, si estoy de animo –a veces me deprime”.
En ese sentido, no la tiene peor que otros famosos. La diferencia está en que Galifianakis sale. No tiene publicista ni asistente. No intenta enclaustrarse en secciones VIP o en las esquinas –no porque le guste la atención (claramente no le gusta), sino porque hacerlo sería hacer una concesión de algo. El primer paso hacia convertirse en el tipo de celebridad que odia.
Galifianakis dice que ya ha luchado contra la depresión antes. Hay una gran escena de uno de sus shows en vivo, en la que habla de “la fragilidad de la psique humana”, y de cómo piensa que los comediantes son un poco enfermos mentalmente. Le asusta la idea de que su fama lo esté superando.
“Te voy a ser honesto: no la estoy llevando bien. No lo digo para quejarme. La mayoría de la gente no lo podría llevar bien. Me confunde cuando la gente me pregunta cosas. Por años, nadie jamás me preguntó nada. Entonces ahora, cuando alguien dice, ‘¡¿Así que vas a estar en la tapa de Rolling Stone?!’, mi primera reacción es, ‘Ehhh, no creo que sea buena idea. Digo, está bien –pero, ¿por qué la tapa? ¿Qué andan haciendo los de Blink-182?’”.
Toma otro trago de vino. “Creo que me he vuelto más cauteloso”, dice. “Sólo me gustan los chistes, y soy reservado y emotivo y tomo demasiado. No sé. Lo tengo que resolver”.
Luego de unos tragos, decidimos compartir un taxi de regreso a Brooklyn. “¡Taxi!”, le grita a un autobús. Luego para un taxi de verdad y nos cruzamos el puente a toda velocidad bajo un espectacular de 20 metros con su cara. Habla de cómo se comió muchos chocolates de mota anoche y empezó a caminar escuchando el disco nuevo de Fleet Foxes. Le digo que suena divertido y se le iluminan los ojos: “¿Quieres venir a mi casa a comer chocolates de mota?”.
Llegamos a su apartamento, en un sector industrial de Brooklyn, frente a una panadería. “Ese puto lugar”, dice. “No me deja dormir de noche”. Luego se detiene ante su comentario y pone voz de presentador de televisión: “¡En seguida volvemos con Millonarios Quejosos!”.
Una vez adentro, se apena de lo lujoso del apartamento. “HBO lo está rentando para nosotros”, dice. “Nosotros no vivimos así”. En la cocina, su novia, Quinn, lava los trastes. Llevan varios años juntos; ella administra una organización sin fines de lucro que ayuda a financiar caridades para países en vías de desarrollo. Si le preguntas a Galifianakis si tiene anécdotas chistosas del rodaje de ¿Qué pasó ayer? parte 2, en Bangkok, y te dice que Quinn tiene una muy buena de un campamento de esclavos sexuales, quizá no sea broma. “Quinn es la mejor”, dice. “La mejor”.
En los últimos años, la vida de Galifianakis no ha cambiado mucho en términos materiales. Sigue viviendo en la misma casa destartalada de Venice, California, que tiene desde que hacía sitcoms. Tiene el mismo coche modelo ’98. Dice que sólo derrocha en comida y para pavimentar la entrada de la casa de sus padres, y ni sabe cuánto le pagaron por ¿Qué pasó ayer? parte 2. Cuando le digo que la cifra oficial fue de cinco millones de dólares contra el 4%, me mira y dice. “No sé qué significa eso”.
Básicamente, si esta película recauda lo mismo que la anterior, él cobra cinco millones.
“Es que tú dices eso. Pero yo no sé ni cómo acceder a mi cuenta bancaria. No conozco eso”.
¿Entonces de dónde saca dinero?
“Tengo 10 mil dólares en una cuenta bancaria. A veces le mando un email a mi contador y le pregunto, ‘¿Me puedes decir qué es qué?’. Y lo hace. Me da un poco de pena. Soy inteligente, pero no sé lo que significan algunas cosas. Hay muchos términos de negocios, como ‘fiduciario’, que no conozco. Me tengo que educar más”.
Se frota los ojos, como si pensar en el dinero le diera jaquecas.
“¿Pero qué puede hacer uno?”. Y no es una pregunta retórica.
Con todo y su rareza extravagante, Galifianakis parece chapado a la antigua. No le gustan las palabrotas. Cree que los reality shows son de lo peor –que no estamos muy alejados de cosas como “Celebridades en el baño” o “Las mejores golpizas a homosexuales”. Cuando los niños le dicen que les encantó ¿Qué pasó ayer?, les dice que tienen unos pésimos padres. “Y lo digo en serio”.
“Conocí a esa mujer Ke$ha el otro día”, dice. Ella le mandó un email para que fueran por un trago y pocos días después, se la topó en un bar. “Estaba sentada sola, y me le acerqué y le dije, ‘Oye, recibí tu email. ¡Tu música es muy mala! No sé quién la oiga, pero deben ser niños de, no sé, seis años –y el mensaje es muy malo’ ”.
Phillips dice que Galifianakis está en un punto en el que puede hacer lo que quiera: “Es un gran actor”. Pero su gran amor, según Phillips, siempre será la comedia. “Es algo que lo llena de dicha. Cuando te ríes de uno de sus chistes, sus ojos se iluminan. No es que se desespere por eso. Pero no hay dicha más grande para él que oír a gente reírse”.
Cooper está de acuerdo. “Zach tiene una necesidad, en lo más profundo de su ser, de encontrar humor en todo. Como que eso le da un sentido”. Dice que cuando su padre falleció el año pasado, la primera llamada que hizo fue a Galifianakis desde el hospital. “No recuerdo lo que me dijo, pero en minutos ya nos reíamos mucho”.
Pero esto tiene sus desventajas. “Puedo hacer lo que quiera”, dice Galifianakis. “Pero cuando quiero ser sincero, la gente levanta la mirada”. Cuenta una historia de hace unos 10 años, cuando propuso un brindis en la boda de su hermana. “Me puse a llorar a la mitad, porque amo a mi hermana. Había 300 personas ahí, y todas empezaron a reír. Lo mismo pasó en la boda de mi hermano –me quedé sin habla y todos se rieron. Sólo que en ese momento le di la vuelta, porque no quería volver a pasar por lo mismo”.
Lo que hace Galifianakis es algo generoso. Ya sea que le pregunte a Natalie Portman si se rasuró ahí abajo o que grite en una plataforma de metro llena de gente, “¡Viene el chucu chucu!, ¡Viene el chucu chucu!”, lo que realmente hace es compartir su don –abre la puerta al país de las maravillas que es Zachlandia. Vamos, pasa, te dice. Ríe conmigo.
Mira el tráiler de Mr. Link: el origen perdido en el que Galifianakis hace la voz de Mr. Link: