Los incendios en Corrientes: crónica de una tragedia anunciada y las fotos de la tierra arrasada

Los incendios en Corrientes, que consumieron casi un millón de hectáreas, fueron precedidos por una sequía que también provocó una bajante histórica del río Paraná

Por  NATALIA GELÓS

abril 7, 2022

Incendios en Corrientes

Sofía López Mañan

Dice que le preocupa el invierno. A comienzos de marzo, Arnaldo Andrés mira el suelo negro, ceniciento, del que se desprende una especie de vaho con el olor entre amargo y dulzón de lo quemado. Con las alpargatas tiznadas recorre las afueras de Loreto, un pequeño pueblo a unos 200 kilómetros de Corrientes capital, cercano al portal San Antonio, una de las entradas a los esteros del Iberá; una tierra que sus ancestros conocen de antaño, como apuntan quienes arman la historia de la zona, familia de montoneras liberales, testigos de secas, de lluvias, contenidos sin embargo por aquella previsibilidad de los ciclos naturales que ya no es tanta. Mira, entonces, la tierra negra, con el peso invisible de sus antepasados a sus espaldas, y expresa sin demasiada pompa, desde la intemperie de la resignación, que no sabe qué hará si esto sigue así.  Y por “esto” se entiende la falta de pasto, la falta de agua, el dineral que le significará comprar para reponer los alambrados calcinados. No sabe si le conviene vender las vacas o aguantar y esperar a que las lluvias sean suficientes como para que crezca el pasto que las alimente durante esos meses. Tiene 42 años y nunca vio en su campo en el paraje Bastidores, a unas horas de esa zona suburbana, tiempos tan locos como estos que se sucedieron en los últimos años. 

Todavía guarda en su celular los videos de los momentos más extremos. En 2017, cuando las inundaciones fueron tales que las vacas caían empantanadas en los charcos. En 2021, cuando la sequía convirtió todo en un desierto. A esa seguidilla de paisajes ciclotímicos se les suma ahora el horizonte renegrido y recortado por el lomo colorado del ganado que busca entre la nada algún pedazo de verde para comer entre las cenizas. Todos coinciden al oeste del Iberá: nunca vieron algo así. Los más memoriosos mencionan alguna falta de agua en la década del 60, pero nada se parece a lo de ahora. En esta región que fue de las más afectadas por los incendios en Corrientes, que comenzaron en enero de este año y en menos de dos meses consumieron 934.238 hectáreas, la lluvia que llegará en unos días traerá alivio, pero no será la solución a todos sus problemas y ni siquiera será tan abundante como en otras zonas. 

El fuego fue el ramalazo más fuerte de meses y meses que ahogaban y transformaban la provincia en un ambiente que cada vez se volvía más seco, que cambiaba humedad por tierra seca, laguna por tierra apenas mojada, una tierra verde, conocida de memoria, por un desierto que podría confundirse con cierta pampa y ahora, además, vuelto manta de cenizas, polvillo inmundo que se mete por todas partes, que enturbia cualquier resquicio de agua. Ese infierno que supimos ver en la televisión, en las redes, esas lenguas voraces que prepoteaban al más valiente y calcinaban a cualquier animal desprevenido, todo eso, que ellos vieron de cerca durante semanas y semanas, no fue un capricho casual, ni una desgracia meteorológica. Fue la etapa final, el grito abierto, de un sostenido que llevaba concentrándose desde hacía dos años. 

Humo y desolación. Un bosque de eucaliptos en Ituzaingó, después de las llamas. Foto: Sofía López Mañan.

Cualquier manual escolar enseña que la provincia de Corrientes es verde. Que los esteros, que el humedal, que el agua por doquier. La lección que se aprende es que hay grandes masas de agua y forman lagunas y bañados; que dos cuencas hidrográficas la atraviesan: la del Paraná y la del Uruguay, y que ambas forman parte de la cuenca del Plata, la segunda más grande del planeta. Esa geografía tan única es el refugio de una fauna igual de particular: allí se refugian el ciervo de los pantanos, los guacamayos rojos, dos especies de yacaré, el overo y el negro, la boa curiyú, los monos aulladores. 

Por eso, es ahí donde tienen lugar los proyectos de preservación más ambiciosos del país llevados adelante por distintas entidades estatales, privadas, fundaciones y ONG. Acá se cruzan trabajos y proyectos de Nación, de la provincia, proyectos o programas de instituciones como el Ecoparque de Buenos Aires o Temaikén. No solo de reintroducción de especies que se veían amenazadas, como el yaguareté o el oso hormiguero, como los proyectos de la Fundación Rewilding, sino de restauración y preservación de ambientes, que es otra manera de intentar reparar lo que aún no se ha roto. Si bien el trabajo con animales que intentaban reinsertarse no fue destruido, ni hubo pérdidas de especies integradas a sus programas de preservación, los incendios afectaron las zonas protegidas. Todavía se analizan las pérdidas de eso. Varios ambientalistas van de acá para allá en busca de ese balance del que temen el resultado. 

Pero cualquier ojo que haya transitado, por ejemplo, la ruta 118 o la 12 dentro de la provincia podrá ver que los libros no reflejan lo que se ve ahora: manchones ralos, montes nativos partidos al medio, pinos que cortan el horizonte, que alimentan a la industria forestal que en los últimos años crece a pasos agigantados transformando a la provincia en la gran jugadora a nivel nacional y de peso a nivel internacional y que encienden la polémica por su desparramo agigantado.  

El Parque Nacional Iberá comprende los departamentos de Concepción, Ituzaingó, Mercedes y San Miguel. Es uno de los grandes humedales de agua dulce del planeta. En las zonas donde antes solo se cruzaba en lancha, ahora se anda de a pie como si nada, apenas, tal vez, con algún par de botas de goma. Antes del fuego ya era así. Aunque el verano sea la época de lluvias, estas han escaseado. Y parece que no serán suficientes para saciar una sed que lleva dos años desencadenada. Aunque hayan llegado en el momento justo para detener los focos incontrolables, los pronósticos que comparte el INTA (Instituto Nacional de Tecnología Agroindustrial) no son  optimistas en el corto plazo. 

Arnaldo Andrés en su campo de Loreto, a 200 kilómetros de la capital provincial, una de las entradas a los esteros del Iberá. Foto: Sofía López Mañan.

Todo esto ha generado ondas expansivas que afectan en distintos ámbitos. En las colonias, pequeños parajes a lo largo de la ruta, el agua de los pozos ha desaparecido. “Las napas están secas”, dicen en San Miguel los vecinos que se juntaron para ayudar a los habitantes de la región y junto a Seguridad Vial acercan comida, ropa y, en especial, agua. A esos treinta metros de profundidad ya no encuentran una gota. Las botellas que llegan ahora se necesitaban desde antes.  

No pasó tanto de una foto publicada en julio del año pasado, que advertía de esto: en ella, el ambientalista Luis Martínez (que por estos días compartió imágenes de rescates de fauna en postales tristísimas y desoladoras) camina sobre un Paraná vuelto arena, barro, un desierto. “Ya son 58 días de que se declaró Emergencia Hídrica, más 750 días que el río va en descenso y mientras todo esto pasa perdemos especies”, decía por entonces.

Las organizaciones ambientales correntinas hace tiempo intentan alertar sobre este combo crepitante que no se resuelve cuando el fuego se aplaca. Renata Nicora Chequín, que es bióloga y pertenece a la ONG Defensores del Pastizal, dice: “¿Cómo llegamos a esto? En Corrientes no hay control. La actividad forestal no se detiene. La Ley de Manejo del Fuego está bajo el área que se encarga de esos recursos. No hay educación ambiental y la quema de pastizales y de basura no se controla”. Además de perjudicar el equilibrio por avanzar sobre montes nativos y ambientes naturales, el monocultivo en la actividad forestal, recuerda Renata, se monta sobre una producción que no genera condiciones de trabajo estables y claras para todo el sector. Aun así, por la sequía y los incendios también se vio afectado ese sector y las pérdidas han sido millonarias. A fines de enero habían perdido unas 8.900 hectáreas de forestación. 

Los animales también desde antes de los incendios la tenían difícil. Traslados de un lado al otro, deambular en busca de aunque sea algún charco. “La mayoría de nuestra fauna está ligada al agua y están buscando cuerpos de agua”, dice Catalina Mancedo, del Centro de Conservación de Especies Aguará. En esa peregrinación sin demasiado norte, muchos yacarés aparecen en las piletas de las casas, y se despliega entonces un operativo para trasladarlos. Otros animales, que cruzan a la deriva, aparecen atropellados en la ruta. Otros, claro, llegaron quemados por el fuego. Mancedo informa: en enero tuvieron 74 ingresos de animales (52 aves y 22 mamíferos), en febrero, 61, en lo que va de marzo, 27. “Esta lluvia nos alivia porque apaga los focos, pero necesitamos que la tierra se moje en serio. Corrientes es una provincia muy húmeda y todo eso desapareció en los últimos años. Tengo muchos relatos de gente de campo que dice que nunca vio que se quemaran bosques nativos porque esos eran cortafuegos naturales. Necesitamos abastecer nuestras lagunas, arroyos, el río Paraná. Una simple lluvia nos alivia pero para que vuelvan a ser lo que eran nuestros cuerpos de agua se necesitarían mínimo mil milímetros”.

Un yacaré que no pudo escapar del fuego en la Reserva Natural Don Luis. Foto: Sofía López Mañan

El 2 de marzo, mientras los fuegos se apaciguaban y la lluvia alivianaba muchos ánimos, en Esquina, a orillas del río Corrientes, en el delta que se forma por su desembocadura en el Paraná, se hacía una fiesta nacional de fama entre entendidos: la del pacú, un pez que migra y es conocido por varias cuestiones: por su deliciosa carne, por ser esquivo para pescadores y porque puede ser bien grande (a partir de los cinco kilos, hay algunos ejemplares que pueden llegar a los 20) para quienes gustan ostentar en las fotos. En esa jornada, que ni las llamas más tremebundas hacían mella con su amenaza, se lanzaban al río 160 equipos en busca del mejor ejemplar. Eran, en total, 640 participantes. Los premios eran tentadores y una vez más, como cada vez, se acercaban pescadores de varias provincias: Río Negro, Santa Fe, Buenos Aires. Quien pescara (con devolución) la mayor pieza se llevaría 300.000 pesos. Dicen que en esos días, la ciudad de poco más de 19.000 habitantes recibe un caudal promedio de 25.000 personas que asisten a esto que es una fecha importante entre amantes de la actividad. 

El 26 de febrero, bien temprano, los participantes salieron a la pesca, como todas las 35 ediciones anteriores, pero esa vez pasó algo imprevisto: no hubo pacú. Al menos, no hubo pacú que calificara en base al reglamento tradicional. “Siendo las 18:00 horas se da por finalizado el Torneo de Pesca Edición  2022. En un año atípico, con los ríos Corrientes y Paraná en su menor caudal de agua en varios años, con una pandemia de Covid-19 aún vigente”, informaban desde la organización. El dinero de los premios, con los podios vacíos, se repartió en sorteos de 50.000 pesos entre los participantes. “Tengo 62 años y he visto bajantes del río, pero nunca en estas dimensiones. Da mucha pena pasar por la costanera. Sabemos que en Goya también están muy preocupados por la bajante de los ríos y la seca”, había dicho antes el intendente de Esquina, Hugo Benítez, en una radio local. 

Ahí, a 300 kilómetros de la capital correntina, seis meses antes circulaban las noticias sobre la bajante del Paraná, un problema que afectaba a todos los ríos del nordeste. “Es una policrisis: el Covid, la seca y las grandes quemas”, trataba de definir el biólogo Juan José Neiff, investigador del Conicet, en esos días. Todas eran noticias pero no tanto. Hacía unos tres años que las imágenes y las denuncias se sucedían: ríos y arroyos que cambiaban lo caudaloso por un aliento seco, un respiro asmático, agüita apenas en circulación donde debía verse la fuerza de antes. La fuerza de siempre.

Un espejo de agua totalmente seco en Corrientes. Foto: Sofía López Mañan

Los números duros dicen cosas como estas: según el INTA,  al 21 de febrero de 2022, fueron 934.238 hectáreas quemadas, que equivalen al 11 % de superficie. Los humedales fueron los ambientes más afectados. 

Brigadistas, aviones hidrantes, helicópteros. Durante esos días, la  Escuela de Familia Agraria (EFA) “Ñande Rogar” se transformó en el escenario de una película de cine catástrofe, de zombis, de apocalipsis. Los carteles escolares de niñitos y niñitas que escribían con enrulada caligrafía consignas como “Cuidemos el planeta” asomaban en los pasillos como mensajes de otro tiempo, de otro mundo. En total, allá se alojaron 250 personas que combatieron día y noche las llamas. A cargo de los ministerios de Ambiente y Desarrollo Sostenible, de Defensa y de Seguridad, y coordinada por el Centro Operativo del Servicio Nacional de Manejo del Fuego (SNMF), la contienda contra el fuego estuvo en el centro de las miradas. 

Las aulas se habían convertido en sala de operaciones, el salón de actos, en espacio de descanso para los brigadistas bolivianos que habían venido a dar una mano. En colchones dispuestos en fila, dormitaban en los tiempos de descanso, y una bandera de su país colgaba de una ventana. Hasta comienzos de mes, cuando la situación estuvo controlada, la rutina de batalla se mantuvo sin parar. 

Mientras los brigadistas hacían lo suyo y combatían a partir de su conocimiento, en otras partes, quienes debían actuar hasta que se daba aviso, se hacía lo que se podía. Un trabajador de una estancia en Yataity Poi, ya tranquilo y en la calurosa tarde repasaba algunas escenas de esos días: “Trabajábamos desde las seis de la mañana a las doce de la noche, sin descanso, tratando de parar el fuego”, y señala una pelopincho que tiene al lado, en una galería: “De ahí tomábamos agua”, cuenta y explica que combatían con ramas de palmera para intentar aplacar las llamas. Luego de esas jornadas agobiantes, desde Buenos Aires les acercaron mochilas especiales para combatir en caso de incendio. Fue algo que pasó en otros lados: fue contundente la necesidad de tomar medidas para enfrentar una situación que, de no haber grandes cambios, podría repetirse. 

Manejo del Fuego a las afueras de San Miguel. Sofía López Mañan

En Mercedes, otra zona de Corrientes, Elvira Usandizaga todavía tiene que tomar aire para poder repasar lo que vivió aquellos días. Su casa en el campo es un oasis en el medio de la negrura, que se extiende a un lado y otro de la ruta: “Nuestro emprendimiento se llama Establecimiento Don Coco”, cuenta. “Nosotros tenemos un tambo. Toda nuestra materia prima se procesa. Es familiar. Trabajamos entre nosotros. El día que empezó el fuego, arrancamos a ayudarles a los vecinos a la una y media de la tarde. A las ocho y media de la noche lo teníamos en nuestro campo.  Yo pude avisarles a mis hijos que vinieran desde la ciudad. Trajeron a los primos, a los amigos y gracias a que vino mucha gente pudimos salvar la casa. El fuego llegó a dos metros. A las dos y media de la mañana rescatamos a los animales. Esa semana respiramos humo, hollín, todo el tiempo. Pero vivimos para contarlo. El tema es el después”. 

Ese después que dice Elvira se refiere al rearmado: al alimento para los animales, a los alambrados y a los créditos que, para productores pequeños, como ellos, advierte que no sirven. “Acá los políticos llegaron ahora, pero la sequía la tenemos desde hace tiempo”, se queja. Y reconoce que a nivel municipal no dan abasto: “En Mercedes tenemos 28 parajes, ¿Cómo nos van a ayudar a todos? Hay vecinos que van a vender sus animales a muy bajo costo, de manera desesperada. ¿Quién se beneficia con eso? No sé qué va a pasar. Yo no quiero perderlo todo”. 

Luego de pases de factura a un lado y otro de los estados provincial y nacional, pasada la adrenalina de las llamas, las cámaras empezaron a mirar a otro lado, la guerra en Ucrania ganó terreno en las noticias y toda la atención menguó su caudal. En la primera semana de marzo se levantó el cuartel provisorio de la escuela en San Miguel. Se despidieron a los brigadistas bolivianos. El fuego estaba controlado. Los estudiantes debían volver a la escuela. Ciertos campos reverdecían y a Buenos Aires llegaban fotos de bellas flores que daban color en la tierra todavía negra. Gustavo Valdés, el gobernador, anunció el programa Renacer Iberá, destinado al ambiente, fauna y turismo por 400 millones de pesos. “El problema es más amplio que los esteros —dice Renata, de Defensores del Pastizal—. Hay que pensar en el motivo de esta situación: las forestales, arroceras. La falta de agua es en toda Corrientes”. 

Los helicópteros asistieron en la tarea de combatir el fuego. Foto: Sofía López Mañan.

“Los pueblitos que sobrevivieron al fuego no se levantarán con lluvias. Lo demás debe discutirse en donde corresponda, con leyes que amparen nuestros humedales”, dice la escritora María Negro. Ella, junto a once colegas, músicos y performers y otros artistas hicieron un festival solidario en el Centro Cultural Panda Rojo, en Buenos Aires, para juntar donaciones para la provincia. Recolectaron alimentos no perecederos, ropa, agua potable. Fue tanto lo reunido que se sorprendieron. No fueron los únicos, claro. Más allá de los casi más de 175 millones de pesos que juntó el influencer Santiago Maratea, en todo el país hubo una movilización colectiva y diversa. El gobierno correntino lanzó una línea para ayudar al sector de campo: $300.000 no reembolsables y $500.000 para los medianos. El Ministerio de Ambiente destinó más dinero a la provincia: un aporte extraordinario de 300 millones de pesos para fortalecer el equipamiento destinado a combatir incendios. Desde clubes de fútbol (River abrió el Monumental) hasta centros comunitarios y universidades, todos querían hacer llegar su ayuda. “Creo que Corrientes despertó toda esa solidaridad por acumulación —explica María Negro—. Es decir, en los anteriores incendios, que fueron muchos en este último tiempo, también se desplegó mucha solidaridad pero no tan pública o con tanta intervención. Creo que la suma de desastres que se vienen dando es agotadora, lo más saludable del agotamiento es cuando se deja ver en su amor y su rabia”. 

San Miguel, una de las zonas más afectadas, fue uno de los destinos de esas donaciones. Allá, en un enorme galpón, se ordenaban prolijamente y eran subidas a camionetas de Seguridad Vial de la Nación que ayudaban al trabajo de los voluntarios del lugar que se metían por recónditos parajes a los costados de la ruta, en los que asomaban familias desde las casas bajas y, en silencio, recibían lo que llegaba y agradecían. En muchos de esos casos, lo que más se necesitaba era agua. Y ese problema, ya se dijo, se arrastraba desde antes de los fuegos. Todavía para el 2 de marzo seguían llegando donaciones, personas que se acercaban para ofrecer algo desde distintos puntos del país. “Acá la situación era crítica y alarmante desde antes”, dice Diana Godoy, que pertenece a Seguridad Vial, encargada de manejar una camioneta doble cabina que durante las semanas de mayor peligro y angustia recorrió los caminos casi  sin descanso. “No había agua por la sequía, que nos pega desde hace dos años. No hay agua en las napas. Las familias con pozos enfrentan esta problemática”.

Según el Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible, el 95% de los incendios en todo el territorio argentino son causados por la actividad humana y “los factores climáticos, como la falta de precipitaciones, las temperaturas elevadas, el bajo porcentaje de humedad, las heladas constantes y los vientos fuertes, inciden en la propagación del fuego”. Referentes de varias áreas coinciden en que la fiscalización y la educación son dos elementos fundamentales para contener y revertir esa situación. 

Así lucía el paisaje en San Alonso, en los esteros del Iberá en 2019, antes del desastre. Foto: Sofía López Mañan.

La sequía lleva ya dos años en la provincia que, se estima, contiene la mayor proporción de humedales del país. En ese mismo período, en agosto de 2020, Corrientes fue noticia por una resolución polémica, la 23, en la que, cuando se abría el debate para la sanción de una Ley Nacional de Humedales, expresaba en el Senado su “preocupación por las implicancias negativas que esos proyectos deparan hacia el sistema productivo”. Este año y con 26.000 millones de pesos calculados en pérdidas económicas, el segundo humedal más grande de Sudamérica vio arrasada su quinta parte. Más allá de que sane, de que de a poco el verde gane terreno, queda mucho camino por delante y en el debe todavía está la ley que, luego de perder estado parlamentario el año pasado, sumando su tercera caída consecutiva, volvió a ser presentada en este nuevo año legislativo. Ese proyecto de Ley de Humedales modelo 2022 fue presentado a partir de los incendios en Corrientes en la Cámara de Diputados, y suma la propuesta de adaptar algunas prácticas como la quema y la cosecha, a “pautas que sean respetuosas de las capacidades ecosistémicas” . La Asamblea Provincial Basta de Quemas, por su parte, sigue alerta. 

En esta zona de bañados, lagunas y pastizales, existen también las turberas, una acumulación de material orgánico que forma una especie de capa. A través de ellas, sin agua, el fuego podía viajar de manera subterránea, sin ser visto. Se lo podía combatir en una región pero si el calor se acumulaba, la bocanada de fuego podía explotar más allá. Eso mantenía en alerta a los brigadistas. No solo se trataba de ver las llamas de la superficie. Había que ver más allá. Ahora que los fuegos no están, algo también subyace y merece igual atención: la discusión hacia adelante para ver cómo se llegó hasta acá y cómo se evita antes de que se den, de nuevo, las situaciones propicias para el ataque de otras llamas.