Si se observa con detenimiento la filmografía de Steven Spielberg, encontraremos una constante: la separación. El revelador documental Spielberg del 2017, nos muestra cómo el divorcio de los padres del director de E.T., Encuentros cercanos del tercer tipo, El imperio del sol e Inteligencia artificial, lo afectó profundamente.
Da la sensación que Los Fabelman, la nueva película de Spielberg, y una de las mejores de una filmografía conformada por varias obras maestras, es un trabajo muy personal que llevaba tiempos cocinándose. La dupla con el guionista Tony Kushner (el brillante autor de la obra Ángeles en América) ha sido una fórmula ganadora que ha dado como frutos las impresionantes Múnich, Lincoln, West Side Story y esta, su cuarta colaboración.
Basada en sus experiencias de niñez y juventud, y combinadas con elementos de ficción, Los Fabelman, al igual que la reciente Babylon, es un sentido homenaje al arte de crear, producir y ver películas. Pero a la vez es una conmovedora exploración de las relaciones humanas, enfatizando en las familiares, algo en lo que Spielberg es todo un experto. También es una nueva evidencia del abandono gradual del director a las cintas de fantasía y escapismo como Cazadores del arca perdida, Parque Jurásico o Ready Player One, para hacer un cine sobre la vida real y las personas como nosotros y él.
Al igual que en la serie El joven Indiana Jones, conoceremos los orígenes de la leyenda, encarnados en Sammy Fabelman (Mateo Zoryan), un niño judío que vive en la Nueva Jersey en los años cincuenta. Su padre Burt (un magistral Paul Dano) y su madre Mitzi (una magnífica Michelle Williams) lo han llevado al cine por primera vez en compañía de sus hermanas. La película en cuestión es El espectáculo más grande del mundo de Cecil B. De Mille. Pudo haber sido Lawrence de Arabia, 2001: Odisea del espacio, Tiburón, La guerra de las galaxias o una cinta de Marvel. Lo cierto es que, para el pequeño Sammy, este fue el comienzo de una bella obsesión.
En alguna ocasión, Orson Welles dijo que el cine es “el tren eléctrico de juguete más grande que un niño pueda tener”. Sammy, al igual que Spielberg lo hizo en la vida real, intenta reconstruir el accidente ferroviario de la cinta de DeMille, con un tren de juguete y una cámara de Súper 8 (la cinta dirigida por J.J. Abrams y producida por Spielberg que se estrenó en el 2011, bien puede pensarse como pieza de compañía de esta).
Sammy se convertirá en un joven (el estupendo Gabriel LaBelle), pero su obsesión por filmar no va a desaparecer. Su padre, un visionario de la informática, lleva a su familia a Arizona y luego a California por cuestiones de trabajo. En esta última ciudad, tan cercana a la meca del cine, Sammy sufre el abuso y el antisemitismo de sus compañeros de escuela (las escenas son tensas y brutales como las de La lista de Schindler). Pero aquí también conocerá a su primer amor, encarnado en Monica Sherwood (Chloe East), una alocada chica cristiana atraída por un chico judío que le recuerda a Jesús. Burt intentará llevar a su hijo por el camino de la tecnología, alejándolo del arte, y la chica al final le romperá el corazón. ¿Qué mejores alegorías sobre la esencia del cine que estas?
Y como todo relato clásico posee un trasfondo edípico, esto nos lleva a Mitzi, una pianista que intenta ocultar su depresión causada por un talento desperdiciado y un amor imposible, con su sonrisa forzada, personalidad mercurial e hiperactividad, y que orienta a su hijo hacia el mundo de la pasión por el arte, pero que también le hereda algo de tristeza y amargura a su personalidad. Y no podemos olvidar al tío Boris (una potente aparición de Judd Hirsch), quien trabajó en un circo y le ofrece unas grandes enseñanzas. Así como más adelante, y de un modo similar, un famoso director (interpretado por otro famoso director), le va a dar al joven aspirante a artista en una contundente escena final.
La separación se va a generar con un terrible secreto familiar que el padre ya conoce, pero que decide ignorar, y que el chico descubre por accidente, y que tiene que ver con Bennie (Seth Rogen), el mejor amigo de Burt, de quien Mitzi está perdidamente enamorada. Sin revelar mucho de cómo el chico descubre el secreto, basta decir que funciona como una metáfora de cómo el cine reinventa las relaciones familiares, ya sea embelleciéndolas de una manera aséptica e idealizada o las convierte en realidades devastadoras que nos parten el corazón. En otras palabras, Spielberg nos muestra como el séptimo arte, más allá de ser un mero espejo o huella de la realidad, constituye la representación y la transformación de la misma.
Los Fabelman, como casi todas las películas de ese género literario y cinematográfico y televisivo conocido como Coming of age, está conformada por una serie de viñetas de carácter significativo, que en este caso están asociadas a la afición de Sammy por filmar (la película de guerra, la película de la playa, la película familiar). Y aunque combina de manera indiscriminada realidad con ficción, es muy posible que lo que ocurrió con Mitzi y Sammy haya ocurrido en la vida real de Spielberg, tal y como se podrá apreciar en la gran pantalla.
Pero la verdad sea dicha, hacer ese tipo de especulaciones no tiene ninguna importancia. Steven Spielberg ya estaba consagrado en vida como uno de los más grandes directores de todos los tiempos. Su último trabajo es un peldaño más a una carrera más que impresionante, caracterizada por un afecto genuino, honesto y apasionado por el cine.