Capítulo 1:
Un ciudadano ejemplar
“De los cuatro años que llevaba viviendo en Colombia nunca tuve problemas con la ley. Tampoco en Venezuela. Ni siquiera tuve un comparendo de tránsito. Me considero un ciudadano modelo que respeta las leyes, los reglamentos. Siempre trato de cumplir todo en materia de buena conducta porque somos creyentes y nuestro estándar moral es bastante alto”. Así se describe Miguel Ángel Calderón, pero ser un ciudadano ejemplar no sirvió para que le creyeran que no era un espía del gobierno de Maduro. Ser un profesional dedicado, un esposo amoroso, un papá comprometido y un migrante “ejemplar” tampoco fue útil esa tarde del 22 de noviembre de 2019 cuando lo arrestaron.
Cuando Miguel ya terminaba su jornada notó que el ambiente en Bogotá estaba raro. El día anterior había sido el primer día de paro nacional y la ciudad se notaba tensa, así que le envió una nota de voz a su esposa diciéndole que las calles estaban “alborotadas” y que por eso mejor se iba para la casa, en un barrio popular aledaño a una zona exclusiva en el norte de la ciudad. Ya había pasado el mediodía cuando al recorrer una de las vías principales del sector vio una gran presencia de militares. El numeroso grupo custodiaba la entrada del conjunto de casas donde queda la residencia personal del presidente Iván Duque.
Desde la acera de enfrente, en el parqueadero de un supermercado, Miguel sacó su celular e hizo un video que le mandó al instante a su esposa. Le llamaba la atención ver a tantos militares, algo que generaba un clima tenso en la calle. El video iba acompañado de un mensaje: “amor, mira, hay fuerte presencia de policías y militares frente a la residencia familiar de Duque. Yo vengo para acá, para Justo y Bueno [supermercado]”. Hizo el mercado de la semana, pagó, se montó en su moto y cuando iba a arrancar un militar lo paró. Le pidió papeles, todos estaban al día. Miguel estaba tranquilo: pasaporte vigente debidamente sellado, el permiso de permanencia en regla, los papeles de la moto a su nombre sin ninguna multa.
El militar le preguntó si había hecho un video, él respondió con la verdad. Ante la pregunta de por qué lo hizo, él explicó que le estaba contando a su esposa. El hombre le aseguró que no podía hacer videos porque esa era una zona prohibida y que estaba cometiendo un delito. Miguel se disculpó, dijo que no sabía que esa fuera una zona prohibida, pero que si lo era no tenía problema en borrar el video. Le entregó su teléfono y la clave para que borrara el video. En vez de borrarlo, el soldado llamó a su superior. “Ahí empezó el calvario. No me devolvieron ni mi teléfono, ni mis papeles y me llevaron a un CAI [Comando de Atención Inmediata]. Me tuvieron casi siete horas y más de 10 personas diferentes me interrogaron”. Las amenazas no se hicieron esperar. Le dijeron que su familia sería la más afectada, que su esposa y su hija pagarían las consecuencias si él no confesaba, pero, ¿confesar qué? “Fue una tortura psicológica lo que me hicieron”, dice.
Del CAI lo llevaron al Centro de Traslado por Protección de la Localidad de Puente Aranda. La locación que usaron no era apta para detenciones. Las ventanas no tenían vidrios, no había colchonetas, solo algunas bancas de metal. Su caso fue remitido a Migración Colombia para que lo sacaran del país. No hubo un proceso de investigación, y menos de apelación, más allá de la orden que entregó la Policía. “Fueron mis ejecutores y mis verdugos. Me dieron automáticamente sentencia de expulsión sin validar la información”, recuerda él. A Miguel lo acusaban de ser un peligro para la seguridad nacional. Según la Policía, era un espía enviado a Colombia por parte del gobierno venezolano y debía ser expulsado.
Miguel, Mariú su esposa y su pequeña hija vivían en Maracaibo hasta 2016. Él es administrador de empresas y especialista en finanzas, tiene 37 años y es un hincha apasionado del Barcelona F.C. Ella es enfermera. Le gusta cantar y bailar, pero sobre todo cocinar pabellón criollo para su familia. Desde sus años universitarios, tanto Miguel como Mariú eran activistas en contra del gobierno de Nicolás Maduro. Los dos estudiaron en la Universidad del Zulia, ejercieron sus carreras y luego decidieron tener una empresa propia.
La situación económica en Venezuela era cada vez más dura y entre 2015 y 2016 la escasez de alimentos básicos aumentaba, las medicinas escaseaban y el acceso a electricidad constante y a agua potable tenía muchos problemas. En ese momento la bebé tenía dos años y se enfermó de viruela (o lechina como le dicen en Venezuela). A pesar de tener el dinero para pagar los medicamentos no los consiguieron. Ese fue el campanazo final. Decidieron migrar.
Escogieron Colombia porque Mariú tiene doble nacionalidad, es colombiana y venezolana, así que su hija también sería colombiana. Llegaron a Bogotá porque ya conocían la ciudad en un par de viajes de trabajo anteriores y además les gustaba el clima. “Pensamos que establecernos en Colombia sería fácil porque mi esposa tiene la ciudadanía colombiana”, dice Miguel. Salieron de Venezuela en junio de 2016 en un vuelo en la ruta Maracaibo- Maiquetía-El Dorado.
Antes de que capturaran a Miguel ese 22 de noviembre su vida era tranquila. Todo estaba en paz. Dos de los cuatro años de residencia en Bogotá los había dedicado a trabajar como domiciliario de la aplicación Rappi.
El 25 de noviembre, tres días después de ser arrestado, Miguel fue llevado al aeropuerto El Dorado con destino a Cúcuta, rumbo a la frontera. Su caso había llegado a oídos de la Clínica Jurídica para Migrantes, de la Universidad de los Andes, dirigida por la abogada Carolina Moreno, quien tomó el caso.
Ella y el equipo de abogadas de la Clínica no descansaron hasta que recibieron la notificación de un juez que ordenaba parar la expulsión, pues tras la tutela que interpusieron, se estaba violando el debido proceso y la unidad familiar en este caso. La orden llegó en el momento en que Miguel estaba a punto de volar. Cuando iban a cerrar la puerta para el abordaje, una de las azafatas le dijo al funcionario de Migración Colombia que acompañaba a Miguel que no podían viajar porque lo solicitaban sus abogadas en el counter de la aerolínea. Ellas traían consigo una orden judicial que suspendía su deportación. “El escolta no tuvo más remedio que bajarme del avión y ahí me reencontré con mi esposa y con mis abogadas. No me habían dejado hablar con mi esposa. Estaba completamente incomunicado hasta que me bajaron del avión gracias a la diligencia de Carolina y su equipo que pudieron interceptarme en el aeropuerto antes del despegue, a pesar de que Migración Colombia negó la información de mi vuelo bloqueando el debido proceso de esa orden del juez”. Luego de esto, Miguel fue dejado en libertad provisional.
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Capítulo 2:
El debido proceso no es un derecho para los migrantes en Colombia
El artículo 29 de la Constitución Política de Colombia declara al debido proceso como un derecho fundamental. Se indica que “toda persona se presume inocente mientras no se la haya declarado judicialmente culpable”; que “quien sea sindicado tiene derecho a la defensa y a la asistencia de un abogado durante la investigación y el juzgamiento”, y que debe existir un debido proceso público sin demoras injustificadas en donde se presenten pruebas, se pueda controvertir las que se reúnan en su contra y se pueda impugnar la sentencia condenatoria. Además, que no se juzgue dos veces por el mismo hecho. En resumidas cuentas, sin debido proceso no hay garantías de justicia.
La abogada Carolina Moreno, directora de la Clínica Jurídica para Migrantes de la Universidad de los Andes, explica este derecho no es un asunto menor y que “en términos de contrato social aceptamos que el Estado tome decisiones de forma unilateral que pueden restringir nuestros derechos y eso hace parte de la vida en sociedad, pero lo aceptamos bajo una premisa fundamental que es el respeto al debido proceso. Esa es nuestra garantía como ciudadanos ante esa relación de poder que tienen las autoridades y es una forma de garantizar la justicia”.
Aparte de estar incluido en la Constitución, Colombia ratificó su obligación de cumplir este derecho tanto en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966, como en la Convención Americana sobre Derechos Humanos de 1969.
En el caso de los migrantes, particularmente los provenientes de Venezuela, el acceso a este derecho es prácticamente nulo. Así lo afirman diferentes defensores de derechos de los migrantes, una de ellas es Laura Dib, abogada de la Clínica Jurídica para Migrantes de la Universidad de los Andes. Dib destaca dos grandes problemas, lo que se encuentra en las normas y el tratamiento que se lleva a cabo en la práctica. Por una parte, está el Decreto 1067 de 2015 el cual permite una violación del debido proceso que se deriva de la propia norma. Este decreto es por el momento el que regula las sanciones administrativas para migrantes en Colombia, pues no existe una ley migratoria en el país, algo que encuentran muy problemático este grupo de abogadas.
El decreto expedido por el Ministerio de Relaciones Exteriores establece, entre otras cosas, el tipo de sanciones para la población migrante. Las sanciones son graduales y pueden ser económicas, deportación o expulsión. También dispone las causales y los recursos de apelación en contra de una decisión.
Para las expertas, uno de los elementos más complicados y violatorios del debido proceso en el decreto se encuentra en el caso de las expulsiones. Allí, un artículo llamado “Otros eventos de expulsión” establece que cuando esté en riesgo la seguridad nacional, el orden público o la tranquilidad social (la norma no define qué se entiende por esos tres conceptos), la expulsión podrá ser discrecional, inmediata y sin que exista un recurso en contra de esa decisión. “Eso es profundamente preocupante – indica Laura Dib- porque la violación al debido proceso viene directamente de la norma al permitirle a la autoridad migratoria decidir cuándo puede expulsar a un ciudadano porque le parece que la seguridad nacional corre peligro. Y en la práctica hemos visto que esa discrecionalidad se ha convertido en arbitrariedad”.
La expulsión masiva de 59 venezolanos en noviembre de 2019, incluyendo la de Miguel Ángel Calderón en pleno paro nacional, sirven para ejemplificar las irregularidades en estos procesos de sanción. La Clínica Jurídica para Migrantes solicitó copia de esos expedientes y aunque se consideraron de reserva por parte de las autoridades, en el proceso de tutela contra Migración Colombia, se presentaron algunos apartes. “Vimos que las resoluciones eran idénticas con unas mínimas variaciones y no había una motivación suficiente. Ni siquiera se identificaban las circunstancias en modo, tiempo y lugar en las cuales estas personas supuestamente se encontraban incursas para representar un riesgo a la seguridad nacional”, explica Laura Dib.
Determinar cuántos migrantes son expulsados del territorio colombiano no es una tarea sencilla porque esta información no es pública. Eso no significa que Migración Colombia no anuncie cada cierto tiempo en sus redes sociales o medios de comunicación sobre estos procedimientos, pero no corresponde a una estadística clara y de libre consulta. Por ejemplo, el pasado 23 de octubre, a raíz de la expulsión de cinco hombres venezolanos relacionados con una banda delincuencial, la emisora Blu Radio afirmó que Migración Colombia confirmó la expulsión de “más de 500 ciudadanos venezolanos en 2020”.
Únicamente entre el 12 de marzo de este año (fecha en la cual se declaró la emergencia sanitaria) y el 8 de mayo, Migración Colombia impuso 109 medidas sancionatorias de deportación y 322 expulsiones. Estas cifras corresponden a la respuesta de un derecho de petición de esta información, presentado por diferentes consultorios jurídicos del país. De acuerdo con estos datos de un rango de poco menos de dos meses, las nacionalidades con mayores deportados son Bangladesh (19%), Haití (19%) y Venezuela (17%), mientras que las cifras de expulsados las encabezan nacionales de Venezuela (63.98%) y Haití (19.57%).
En este punto se hace necesario clarificar, o al menos intentar hacer la distinción entre la deportación y la expulsión. Usualmente estas categorías en el resto del mundo mantienen un solo nombre, generalmente el de deportación. En Colombia, cada una conlleva causales y sanciones diferentes, en donde la expulsión es una medida más grave de acuerdo con el Decreto 1067 de 2015 y el sancionado solo podrá regresar al país con visa expedida por un consulado colombiano, transcurrido un término no menor de cinco años. Además, es en esta medida más drástica donde se contempla la complicada causal de los “otros eventos de expulsión”.
Al revisar quiénes son mayormente expulsados es abrumador el número de personas de nacionalidad venezolana. Además, el tipo de causal más común (97%) es precisamente la de esos “otros eventos” de difícil definición como riesgos para el orden público, la tranquilidad social o la salud pública. Debe tenerse en cuenta que los migrantes venezolanos en Colombia son la nacionalidad más numerosa en el país (se calculan 1.715.831 para septiembre de 2020 según el portal de Migración Colombia), pero también que en los últimos años quienes llegan al país desde Venezuela son personas con mayores vulnerabilidades económicas y sociales.
Étienne Balibar, filósofo, explica que las fronteras no se limitan a su carácter geográfico para dividir Estados, sino que se presentan en la vida cotidiana de las y los migrantes como barreras que aumentan su vulnerabilidad, especialmente aquellos que viven en situación irregular, pues tienen menos herramientas para reclamar sus derechos y viven la constante posibilidad de ser deportados. El caso de la migración venezolana en Colombia en buena medida corresponde con esta situación.
Migración Colombia considera estas sanciones un tipo de expulsión discrecional, pues en el decreto dependen del “juicio de la autoridad migratoria”. No las tienen que sustentar y están habilitados para actuar de esa forma. Como el decreto fue expedido por el Ministerio de Relaciones Exteriores y lo ejecuta Migración Colombia, una entidad adscrita a ese ministerio, las abogadas justo cuestionan que al final de cuentas sea la misma autoridad quien defina el marco normativo y quien lo lleva a la práctica. Carolina Moreno lo pone en términos más claros: “¿crees que un funcionario va a hacer todo un procedimiento administrativo para decidir algo cuando tiene una ruta expedita, fácil, que ni siquiera tiene que sustentar? Pues el camino es el B, y eso va en detrimento de los derechos de la población migrante”.
Las irregularidades en las deportaciones y expulsiones de migrantes en Colombia no parecen un problema trascendental para la agenda pública del país, sobre todo en un clima alimentado por la xenofobia que criminaliza la migración y justifica acciones contrarias al respeto de los derechos de los migrantes. Detrás de los procesos de deportación y expulsión la discrecionalidad de las autoridades es tan amplia que se confunde con la arbitrariedad. Cabe destacar aquí que el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas ha señalado que discrecionalidad no es lo mismo que arbitrariedad y que por razones de seguridad nacional no se pueden violar derechos humanos, tiene que primar el derecho al debido proceso, según explica Laura Dib.
Entonces, ¿por qué es peligrosa esta norma para el respeto de los derechos de los migrantes? Moreno señala tres puntos: uno, porque es muy amplia y puede ser e incluir cualquier cosa en esos conceptos tan ambiguos; dos, porque está en un Decreto, no en una ley; y tres, porque contra esos actos no procede ningún recurso. Se toma la decisión, se notifica y la persona sale inmediatamente del territorio.
Actualmente cursa en el Congreso un proyecto de ley migratoria presentado por el Gobierno. En ninguna parte del proyecto se menciona el debido proceso. En la última audiencia pública que hubo a principios de agosto, la Clínica Jurídica participó diciendo los pros y contras que encontraron, especialmente respecto a ese derecho. “Yo lo que dije fue, ‘¿será que los autores del proyecto van a poner límites a su propia discrecionalidad que hoy le queda tan bien?’, claramente no, el proyecto no dice nada sobre eso”, concluye la abogada Moreno.
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Capítulo 3:
Nacionalidades estigmatizadas y perfilamiento a los más vulnerables
Dos tercios del total de migrantes expulsados de Colombia en 2020 son venezolanos. El otro tercio se divide entre diversas nacionalidades, donde la haitiana es una de las más numerosas. Los 59 migrantes que fueron expulsados en noviembre de 2019 y el caso de un menor de edad en 2020 que estaba vendiendo dulces en la calle, tienen en común que además de ser todos venezolanos, vivían en zonas de Bogotá empobrecidas.
Al respecto, Laura Dib, quien es también ciudadana venezolana y abogada defensora de derechos humanos, habla de cómo su experiencia en la Clínica Jurídica para Migrantes le ha permitido ver que hay un perfilamiento socioeconómico de los migrantes más afectados por las sanciones de expulsión. “Con el tema de la nacionalidad no me atrevería a hacer esa misma aseveración porque en cantidad somos más, pero no podría hablar solamente de los venezolanos porque estoy segura de que una persona haitiana o nigeriana pobre va a ser objeto de este mismo perfilamiento”, explica.
La filósofa Adela Cortina ha defendido una idea que dio nuevas luces sobre la discriminación hacia los migrantes en el mundo. Para ella el rechazo a los migrantes no es igualitario, se rechaza a los migrantes pobres. A esta actitud la nombró aporofobia o rechazo al pobre. Aunque la aporofobia no explique toda la discriminación hacia los extranjeros, es decir, la xenofobia, sí complementa ese análisis que se conjuga con el racismo y explica mejor por qué ciertos migrantes son deseables y otros no.
Carolina Moreno enfatiza en que la verificación migratoria que hacen las autoridades se realiza en las localidades de Bogotá más vulnerables económicamente, “indiscutiblemente nadie va a ir a Rosales o al Parque de la 93 [zonas exclusivas de la ciudad] a hacer la verificación migratoria. Eso se hace en los lugares donde posiblemente hay más personas en situación irregular y que su situación económica y de acceder a justicia está muy limitada”.
Un factor adicional, de tipo político podría hacer aún más compleja la actitud de las autoridades migratorias frente a algunas nacionalidades como la venezolana o la cubana.
Desde hace algunos años, (el origen es difuso), en latinoamérica ha visto crecer en popularidad una palabra: castrochavismo. A pesar que su definición no es precisa, su poder simbólico es cada vez más importante en la política de la región. Más que una supuesta ideología que aluda a los gobiernos de Fidel Castro en Cuba y Hugo Chávez en Venezuela, es un neologismo que ha servido para etiquetar posturas políticas y de gobierno que sean contrarias a la línea conservadora o de derechas. En épocas electorales su uso se vuelve más común que de costumbre, y por lo general indica de manera reduccionista una forma de nombrar al enemigo político por algo que varios especialistas han considerado una falacia e incluso “un discurso político desinformado, nocivo y divisor”, como indica Camilo Vizcaya Rodríguez.
Como si viviéramos en un orden mundial propio de la Guerra Fría, los discursos que acompañan las elecciones en América Latina de repente se redujeron a temer “volverse como Venezuela”. Las consecuencias del uso de esa etiqueta podrían estar contribuyendo a estigmatizar a ciudadanos de estos países.
La abogada Moreno indica que no tiene argumentos para afirmar esto, pero sí señala que llama especialmente la atención que las medidas de expulsión y deportación estén tan concentradas en personas de nacionalidades venezolana y cubana. “El caso de Miguel muestra eso, la decisión de expulsarlo como fuera atribuyéndole la idea de espionaje, de romper el status quo en Colombia, promoviendo esa fuerza oscura que legitima la acción del Estado”, dice ella. Lo que sí afirma a partir de su experiencia en el tema, es que detrás de estas políticas migratorias “hay un tipo de escáner de control y perfilamiento donde el origen nacional tiene un rol importante y estas medidas sancionatorias están orientadas a contener y filtrar el ingreso y permanencia de personas de estas nacionalidades”.
La cuestión es paradójica. Los gobiernos que se alinean en el bando opuesto al supuesto castrochavismo, como en el caso colombiano, critican la compleja situación de Venezuela y por eso se solidarizan con los ciudadanos que de allí salen. Esto al menos en el discurso. En la práctica, los migrantes venezolanos encuentran otra historia cuando llegan a Colombia donde la sospecha los persigue. Algo similar ocurre con los migrantes cubanos.
Las noticias donde se tilda de espías o de sujetos susceptibles de duda a cubanos y a venezolanos son más bien frecuentes en Colombia. Basta recordar la forma en que fue presentado el caso de Miguel Calderón, ciudadano venezolano, ante los medios de comunicación, sin pruebas sólidas de que estuviera haciendo algo ilegal.
¿Podemos hablar de una estigmatización estructural de este tipo de migrantes? Es difícil probarlo, pero si se ha extendido la idea en la región de una supuesta peligrosidad del denominado castrochavismo, no es extraño que cubanos y venezolanos sean tratados con más dureza que otros extranjeros en Colombia.
Rodrigo*, un médico cubano de 29 años, de los cuales lleva casi cinco en Colombia, cree que su viacrucis con las autoridades migratorias tiene mucho que ver con su nacionalidad. “Hay un tema muy puntual con venezolanos y cubanos en las oficinas de migración en Colombia. Uno escucha el trato que les ofrecen a otros ciudadanos de otras nacionalidades y es muy diferente la forma de dirigirse, de hablar, de mirar, e inclusive la forma de explicarle a uno cómo debe seguir un proceso”, dice. Lo sabe muy bien. Ha pasado suficientes horas, días y meses intentando regularizar su situación migratoria, que sabe de lo que habla.
Él salió de Cuba en una misión médica con rumbo a Venezuela en 2016. Tenía la intención de prestar un servicio social, pero una vez allí, sufrió una gran decepción, “empecé a darme cuenta de manejos turbios, de cómo se manipula y se politiza todo”. No se guardó su malestar, lo compartió con sus compañeros y pronto se dio cuenta de que la mejor opción que tenía era salir de Venezuela lo más pronto posible. Salió con lo que tenía a la mano y sin pasaporte. Tras una semana de viaje desde una zona selvática hasta la frontera vía Cúcuta entró a Colombia.
Como pudo llegó hasta Bogotá, “llevaba como 10 o 15 días y no conocía la moneda colombiana porque no tenía trabajo. Cuando tuve mi primera remuneración averigüé y fui hasta Migración Colombia porque mi intención era hablar con las autoridades para regularizar mi situación”, recuerda. Ese día en la sala de espera reconoció a otros cubanos en una situación similar. Le tomaron sus datos, habló de lo difícil de su situación y se fue confiado, “sentía seguridad de que estaba haciendo lo correcto”. A la semana siguiente lo citaron de nuevo para entregarle un papel, era una resolución de deportación en firme. “Todo eso lo hicieron sin mi pasaporte, aunque para supuestamente darme un salvoconducto no podían porque no tenía ese documento. Todo es muy contradictorio”.
El mismo día que le dieron la orden de deportación ya estaba lista la resolución para ser deportado y además había firmado un documento sin entender del todo su contenido. Nadie le habló de la opción de solicitar refugio y en ese papel incluso renunciaba a presentar descargos. “Recuerdo que ese documento en blanco lo firmé el primer día”. Rodrigo descubrió que, a pesar de tener estudios universitarios, navegar por términos complejos de regulación migratoria era como recorrer un laberinto a ciegas. Llevar ayuda experta no parecía una buena opción, y desde ese momento sintió el trato diferente que recibía por ser cubano, según cuenta: “Es muy triste ir a migración y sentir cómo a ciudadanos de otras nacionalidades los tratan diferente. Por ejemplo, a un europeo lo tratan distinto. Nos tratan diferente, no te asesoran, te dicen que no necesitas ningún intermediario y prácticamente es una ofensa ir con un abogado”.
Rodrigo hace sus cálculos y asevera que ya muy pocos cubanos se acercan a Migración Colombia. Saben que no tendrán una solución a su situación y más bien pueden terminar con una boleta de deportación como le pasó a él. “En una oportunidad me atreví a preguntarle a uno de los oficiales que si había un tema con los cubanos y de manera confidencial me dijo que sí, que desde el 2014 cuando un grupo de cubanos tuvo un tema en el aeropuerto El Dorado, el trato fue distinto”.
Las irregularidades en estos procesos de sanción a migrantes muestran arbitrariedades que pueden estar asociados con prejuicios por nacionalidad o por raza (como en el caso de los haitianos), hasta en una posible falta de experticia técnica en los funcionarios de Migración Colombia que no ofrecen información suficiente para orientar a los migrantes en situaciones muy complicadas. Rodrigo lo dice con cautela (no es fácil criticar a una autoridad migratoria cuando tienes poco margen de acción): “no quisiera levantar falsos testimonios, pero yo he estado mucho tiempo esperando, y en la sala de espera uno escucha y se da cuenta cómo tratan a ciudadanos de otras nacionalidades. Muchos salen rapidito con una sanción económica, mientras que para nosotros o para los ciudadanos venezolanos la primera medida es la deportación, y en algunos casos directamente la expulsión.
La abogada Laura Dib cree que hay una combinación de factores, en donde el perfil socioeconómico del o de la migrante es muy relevante. “Creo que sí hay un perfilamiento del interés que tiene el Estado de que ingresen al país las personas que tengan título universitario, que hablen otro idioma o que vengan con un doctorado del MIT, y no quienes vienen con la necesidad de protección internacional”, comenta.
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Capítulo 4:
Los chivos expiatorios del paro nacional
En el libro de Levítico 16 del antiguo testamento se relata que el pueblo judío sacrificaba cada año un chivo en nombre de Dios. El propósito del ritual era expiar los pecados cometidos por medio del sacrificio del animal; de allí se origina la expresión “chivo expiatorio”.
La expresión se usa para describir aquellas situaciones en las que se le achaca a una persona culpas ajenas para así eximirse de las propias. Es común que los y las migrantes se conviertan en chivos expiatorios de los problemas de la sociedad a la que llegan, tanto en países ricos como en países empobrecidos como Colombia.
El 21 de noviembre de 2019 se convirtió en un momento histórico para la movilización social en el país. Ese 21N sería el inicio de varios días de manifestaciones de una ciudadanía inconforme con el Gobierno, especialmente en Bogotá. Las protestas fueron muy variadas, y no todas fueron pacíficas, esto en buena medida por los abusos policiales en el choque con los manifestantes. Mientras la ciudad vivía duros momentos de tensión, los migrantes venezolanos fueron señalados por aparentemente participar en los disturbios registrados. El titular de los medios fue: “Expulsan de Colombia a 59 venezolanos por actos vandálicos en Bogotá”.
La expulsión masiva de migrantes venezolanos tuvo algo de eco en las noticias de aquellos días de noviembre, pero se perdió entre la cantidad de información que circulaba en ese momento de agitación social del país.
A través de los casos que se reportaron en el marco del paro nacional, las abogadas Carolina Moreno y Laura Dib, entre otras personas del equipo, identificaron que la mayor parte de los migrantes venezolanos detenidos tenían una situación económica baja, eran hombres jóvenes y muchos de ellos tenían familia en Colombia. “Había un perfilamiento porque todo hacía parte de esta idea de asociar la migración con la delincuencia ya que supuestamente se estaba amenazando el orden público en ese momento. Eso no es coyuntural, en septiembre de este año, las mediciones de xenofobia se dispararon otra vez señalando a los migrantes como los que supuestamente estaban promoviendo los desequilibrios del orden público. El problema con eso es que esa narrativa influye en que Migración Colombia pueda activar estos procedimientos”, indica Moreno.
Lina, la tía de Deivy, uno de los 59 expulsados relata la historia de lo que le pasó a su sobrino de 18 años, luego de uno de los días más agitados del paro nacional: “Él se encontraba trabajando en Engativá, en Bogotá. Lo agarran un sábado como a las dos de la tarde en el parque de Álamos en un potrero cuando iba a comprar comida. ¡Hasta estaba en Crocs! Lo agarraron con un costeño que iba pasando. En ese mismo momento los policías empezaron a insultarlo: “Veneco hijueputa, lo vamos a matar. Por ustedes estamos así en nuestro país. Vinieron a joder”.
Hacía unas semanas a Deivy le habían robado los papeles. Solo tenía la denuncia del robo. Cuando lo detuvieron les preguntó qué pasaba y por qué lo trataban así. La respuesta vino con más violencia. “Cállate que te vamos a matar”. Lo montaron en la patrulla, lo llevaron al CAI de Álamos y ahí le pidieron nuevamente los papeles. Él explicó lo del robo, que tenía un papel que su tía le había sacado por internet con la denuncia, pero que en ese momento no lo tenía porque solo había salido a comprar comida. Le indicaron que tenía derecho a una llamada. Para no asustar a su tía prefirió llamar a su primo. Le contó que estaba en un CAI, pero que no había hecho nada. Le pidió que buscara la bicicleta y llevara el teléfono. Sin tener claro cómo actuar, el primo buscó a los jefes de la empresa donde trabajaba Deivy para que intercedieran por él, pero en medio de los nervios no le entendieron nada.
Hasta el domingo 24 Lina recibió una llamada de su hermana donde le pedía que se arreglara muy bien y llevara plata. Ella se alegró porque pensó que le había encontrado trabajo, pero cuando llegó al apartamento vio a su hermana llorando. Le contó que Deivy estaba preso, que no se sabía por qué y que no lo había podido ver, pero supuestamente ya lo iban a liberar. En ningún momento pudo verlo, aunque cree haber oído su voz cuando entró a preguntarlo con un funcionario de la Defensoría del Pueblo y le mandó un almuerzo marcado con su nombre. Le dijeron que era cuestión de esperar, que al día siguiente lo dejarían libre. “El lunes me fui como a las diez de la mañana. Cuando iba en camino, mi hija me llama a decirme que en las noticias dijeron que se habían llevado a 60 venezolanos deportados. En el taxi me dio una crisis de nervios pero de igual manera llegué y pregunté. Los policías [decían] ‘nosotros no sabemos nada. Si quiere vaya, pregunte en Migración y vea la lista’. No lo encontré ni en la primera ni en la segunda lista, y en la tercera él aparecía con el número 33. Empecé a llorar y no sabía qué hacer”.
Kevin*, otro de los venezolanos expulsados, iba rumbo a su trabajo cerca a Corabastos, la central de mercado más grande de Bogotá. Vendía accesorios para celulares en un puesto en la calle. El día anterior había visto protestas por la zona, pero esa mañana todo parecía más calmado. Iba a desayunar con un amigo cuando los paró la Policía Militar para pedirles sus documentos, “como el que nada debe nada teme, no me preocupó”. Lo llevaron a un CAI hasta la medianoche y de ahí lo trasladaron al Centro de Traslado por Protección de Puente Aranda donde separaron a venezolanos de colombianos. “Nunca había estado en algo así. No nos daban ni comida ni agua. Nos trataban como si fuéramos personas malas”, recuerda.
Mientras estuvo detenido le dieron varias veces información confusa sobre la supuesta hora en que los iban a liberar, pero el tiempo transcurría y no los dejaban salir. El domingo tuvo que firmar unos papeles y Kevin asegura que los funcionarios de Migración Colombia le dijeron que eran documentos para regularizar su permanencia en el país. Él había entrado por la frontera con Cúcuta portando solo su cédula venezolana, es decir, sin sellar un pasaporte y mucho menos sin una visa de trabajo. Obtener un pasaporte en este momento en Venezuela es un lujo que pocos se pueden dar. Al cabo de casi 24 horas y ya siendo la madrugada del lunes 25, los funcionarios de Migración Colombia les hicieron firmar otro documento, y les informaron que iban a ser devueltos a Venezuela. “Nos violaron los derechos totalmente. No sabíamos qué estábamos firmando. Cuando te pasan el papel te toca firmar, no tienes nada más que hacer. No nos dejaron hablar con nadie”, dice Kevin.
Durante el vuelo les confirmaron que los enviaban a Venezuela por las protestas. Kevin relata malos tratos, desde insultos hasta agresiones físicas, “nos llevaron como unos perros, como si fuéramos delincuentes de alto calibre”. Recuerda que varios de sus compañeros lloraban y se sentían desorientados. El avión llegó al Guaviare, uno de los departamentos de la frontera selvática con Venezuela. Tuvieron que atravesar el río en una embarcación sin autoridades migratorias, y ya en territorio venezolano buscar la forma de llegar a sus destinos desde un punto lejano a la mayor parte de ciudades más pobladas.
A Lorena*, colombiana y compañera sentimental de Kevin, los funcionarios de Migración Colombia le dijeron que lo acusaban de haber participado en los disturbios y que había sido detenido el viernes 22 de noviembre, algo imposible porque él estuvo en su casa ese día y la detención fue el sábado en la mañana. “A las cinco de la mañana, por las noticias, me vengo a enterar de que los están montando en buses para llevarlos a CATAM [aeropuerto militar]. Casi me muero cuando supe. Cuando llegué a la URI ya no estaba. Fue muy duro quedarme sin él. Llegar a la casa y no verlo”, dice Lorena, con dificultad para completar sus palabras porque se le quiebra la voz.
“Yo le pedía perdón a las familias de muchos venezolanos que pasaron por esto,- dice Lorena – porque como colombiana me dio vergüenza lo que les hicieron. Ellos querían sacar sus falsos positivos judiciales, como siempre lo han hecho. No era justo ni con nosotros ni con muchas familias. Haber separado a los papás de sus hijos. Quedaron aquí muchos niños, mujeres en embarazo, familiares solos que dependían de ellos. Me parece injusto que porque el Gobierno quiera darle cara al país juegue con la vida de los demás, porque simplemente por estar trabajando y ser de otro país no te pueden sacar”.
Las historias de Kevin y Deivy no son muy diferentes de las de los otros 57 venezolanos expulsados en un proceso sin garantías de cumplimiento de sus derechos en el marco del paro nacional, así como las de otras expulsiones que se siguen llevando a cabo bajo la causal de alteración del orden público o la tranquilidad social. En este punto, Carolina Moreno plantea lo problemático de estos casos por la violacíón del debido proceso y el desconocimiento de los derechos de los migrantes, así como su escaso margen de maniobra en estos casos: “si a un migrante en situación irregular le dicen que se tiene que ir, siente que no tiene derecho a oponerse a eso al saber que es irregular. Hay muchas cosas asociadas a que uno se resista y, para hacerlo, uno tiene que saber que al menos tiene un derecho y cómo ejercerlo. Así yo esté de forma irregular en el territorio donde esté, por lo menos tengo un derecho al debido proceso, pero la gente no sabe eso”.
Cuando se cuentan las historias de expulsiones aparecen los hombres como los más afectados por esa medida, pero esta situación también tiene consecuencias en las mujeres y en las familias, como lo explica Moreno: “El año pasado cuando estuvimos en el Centro de Traslado por Protección recogiendo estos casos -explica Carolina- y me preguntaba por qué no había mujeres en estos camiones. Vi las celdas y eran puros hombres entre 17 y 23 años, muy pocos salían de ese promedio. Tenemos testimonios de jóvenes que estaban en un parque tocando música y los montaron [al camión de la Policía], pero no había mujeres, ellas estaban afuera esperando a sus parejas o hijos. En el frío de Bogotá a las ocho o 10 de la noche veía mujeres muy jóvenes embarazadas o con niños en brazos esperando a sus parejas. Sí había un propósito muy claro de llevar a estos hombres jóvenes para [acusarlos] de alterar el orden público”.
En muchos de estos casos, las formas de familia están estructuradas de tal manera que son los hombres quienes aportan el sustento económico a esos hogares, entonces la detención y expulsión de esas personas tiene implicaciones que afectan de manera diferencial a las mujeres que se quedan. “Son personas que se fueron de un momento a otro y las familias quedaron en el aire. Es muy dramático en términos de unidad familiar”, dice Moreno. Las mujeres que se quedan no solo deben responder por el sustento del hogar, sino que además deben ocupar todas las labores del cuidado de su familia sin apoyo de sus parejas.
Aunque no representan las historias más frecuentes de expulsión, las trabajadoras sexuales por supervivencia relatan casos donde el camión de Migración Colombia aparece en ciudades como Cúcuta y ellas corren porque si las detienen son golpeadas y agredidas (incluso sexualmente) por parte de las mismas autoridades. Esto fue lo que encontraron las abogadas de la Clínica Jurídica para Migrantes en una investigación de 2019. “Para ellas es cotidiano que allá en frontera pasen los camiones y devuelvan a la gente hasta la frontera. Ahí no hay acto administrativo, ni debido proceso, no hay nada”, explica Moreno.
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Capítulo 4:
El futuro anhelado
Miguel, el venezolano que se salvó de la expulsión, volvió a trabajar, pero vivía con miedo. Esperaba que las cosas se arreglaran, que todo fuera un gran malentendido. Transitaba con zozobra, se sentía perseguido. Cuando el fallo de la tutela que buscaba frenar su expulsión salió en contra, el peligro se hizo evidente. La orden de expulsión estaba activa nuevamente.
Un día llegaron a preguntarlo a su casa y hablaron con su esposa, pero él no estaba. Desde ese momento decidió permanecer en la calle, trabajando mucho y a la vez tratando de pasar desapercibido para evitar ese encuentro. “Sabíamos que podían venir por él en cualquier momento”, recuerda su abogada.
El 17 de diciembre un grupo de oficiales de Migración Colombia llegó a la cafetería donde usualmente esperaba que le asignaran nuevos domicilios en la aplicación de su celular. Tres funcionarios lo abordaron y le indicaron que debía ir con ellos. Miguel les dijo que no podía ir hasta que hablara con su abogada, pero no se lo permitieron. Los oficiales alegaron que la suspensión de su caso había vencido varios días antes y que tenían la solicitud de expulsarlo de Colombia. Lo subieron a la camioneta, no lo dejaron volver a su casa a cambiarse de ropa o a despedirse de su esposa. “Me montan en la camioneta, me quitan mi teléfono y todas mis pertenencias. Yo pregunto por qué hacen eso, que necesito hacer unas llamadas a mi abogada para informarle lo que está pasando y ellos responden que no, que no tenía permitido hablar con nadie. Yo les dije que eso era ilegal, que yo tenía derecho a llamar a mi abogada”.
Todo el proceso de expulsión se hizo de la forma más expedita y furtiva posible, sin avisos a nadie, sin oportunidad para una reacción del equipo legal que llevaba su caso y sin informar a su familia. “Me llevaron directo al aeropuerto y me encerraron en unos calabozos que tienen en el sótano de El Dorado. Allí me dejaron detenido junto a tres venezolanos más. No me permitieron comunicarme con nadie”, dice. Su esposa se enteró de la captura gracias a que un conocido vio lo que pasó en la cafetería y le contó. Estuvo todo un día detenido en las salas de reclusión de El Dorado, esperando.
Mariú, su esposa, pudo comunicarse con la abogada Carolina Moreno, que intentó encontrar respuestas, pero no le dieron ningún tipo de información sobre dónde lo tenían detenido. Cuando lo embarcaron en un vuelo rumbo a Cúcuta no lo hicieron a través de los pasillos convencionales del área comercial como había ocurrido la primera vez, sino por pasillos internos hasta que llegó al avión sin que muchas personas lo notaran.
A pesar de estas medidas de los funcionarios migratorios, sus abogadas supieron del vuelo, así que en Cúcuta lo esperaba un grupo de personas de una ONG local para ayudar en su caso, pero nunca pudieron ver a Miguel. Las autoridades migratorias mantuvieron el mismo modus operandi desde el inicio de la operación, así que no lo dejaron bajar del avión en el mismo ducto por donde descienden los pasajeros, sino que a él y a los otros dos venezolanos los bajaron directamente en la pista de aterrizaje con ayuda de una escalera mecánica. Nunca entraron al aeropuerto, sino que allí, en la mitad de la pista, los embarcaron en una camioneta de la Policía. “Evitaron que tuviera contacto con alguien. Todo fue hecho de manera clandestina, violando mis derechos – relata Miguel. De ahí me llevan hasta la frontera de Cúcuta y me pasan hacia Venezuela”.
Carolina Moreno afirma que las irregularidades de este proceso muestran que cuando la autoridad administrativa toma la decisión, se lleva por delante cualquier cosa. “Lo que pasó con Miguel, que se resistieran todo el tiempo a dejar que yo radicara el poder, es una forma flagrante de violar el debido proceso de forma descarada porque saben que no va a pasar nada con eso, la persona se va y, ¿qué acceso va a tener a justicia?”
Por las mismas razones por las que salieron de su país, Miguel y Mariú decidieron que ella y su hija se quedaran en Colombia. Mariú trató de mantener su vida en Bogotá hasta que los ahorros le alcanzaron. Miguel era el proveedor económico de ese hogar, así que ella y la niña tuvieron que irse a Chochó, un pueblo caribeño en el departamento de Sucre, donde ella tiene algunos familiares. “Ya voy a cumplir un año de no verlas y pues te podrás imaginar lo que esto significa. Seguimos confiando en las leyes colombianas, en la justicia, en que todo se va a esclarecer y que mi nombre será limpiado”, dice él.
Miguel está ahora en Maracaibo, la ciudad donde nació. Trabaja con su hermano en una pastelería y trata de ahorrar al máximo para enviarle dinero a su familia, que no tiene un ingreso fijo. Lo que gana en Venezuela no cubre ni el mínimo de los gastos básicos suyos, lo que hace más difícil que pueda sostener a su familia desde allí. La inflación y el cambio de la moneda hacen que todo sea más difícil, “ahora quedamos bastante vulnerables: yo acá y mi hija y mi esposa allá. A eso apelamos en este momento, a la reunificación familiar”.
El futuro lo vislumbra incierto. A las dificultades de su proceso que sigue en estudio en Colombia gracias al equipo legal que lo apoya, se suma la pandemia y con ésta el cierre de fronteras. Si Miguel quiere volver a Colombia, lo debe hacer sellando su pasaporte para que su entrada sea legal. “Por ahora solo me queda confiar en el eterno Dios y en la justicia colombiana para que mi caso quede esclarecido. El anhelo es volver a Bogotá, a Colombia. Volver a trabajar, volver a tener calidad de vida”. Pero por el momento todo es un anhelo. La realidad es que él y su familia están separados.
Créditos
Esta publicación se realiza en el marco del proyecto Puentes de Comunicación, impulsado por Efecto Cocuyo y DW Akademie, y cuenta con el apoyo financiero del Ministerio Federal de Asuntos Exteriores de Alemania.
Investigación y reportería: Laura Vásquez Roa
Fotografías: Maria Alejandra Sánchez y Jimena Madero
Asistencia editorial: Melisa Parada Borda
Diseñadora gráfica: Cindy Morales
Agradecimientos a la Clínica Jurídica para Migrantes de la Universidad de los Andes.
Puedes contactar a la autora a través de: @laurabogotana y lvasquez@rollingstone.com.co