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Camila Sosa Villada: “No tengo la obligación de ser políticamente correcta y hablar como se habla en este momento”

La autora cordobesa de "Las malas" asegura que es el fin del mundo tal como lo conocíamos y que no se siente nada bien con eso

Por  ROLLING STONE

Está agotada. Recién llegada de una gira por Colombia, Camila Sosa Villada (La Falda, 1982) se prepara para una agenda nutrida en la que la esperan ferias de libros, ensayos y el rodaje de una película. Sin embargo, lo que más la cansa es dar explicaciones todo el tiempo sobre su condición, sobre sus libros o sobre las palabras que usa.

En nuestra charla aparece inevitablemente Las malas, la novela de 2019 que la lanzó al estrellato, poco antes de que se desatara la pandemia. Ahí, la autora cordobesa hacía un retrato vívido y crudo de la vida diaria de una comunidad de travestis en el Parque Sarmiento de la ciudad de Córdoba. Cuando el libro fue galardonado con el premio Sor Juana Inés de la Cruz de la feria del libro de Guadalajara, se terminó de cimentar un éxito que hoy se expresa en salas repletas de gente ávida de escucharla, viajes internacionales y días enteros de entrevistas.

Con la salida de su nuevo libro, Soy una tonta por quererte, su primera colección de cuentos, Sosa Villada busca expandir los límites de su registro como escritora. La colección es un viaje que va de lo autobiográfico a lo onírico como en un crescendo imaginario en el que la realidad se tuerce, se opaca y se deforma. A medida que avanzamos en la lectura los problemas terrenales se confunden con ritos, seres fantásticos y realidades paralelas.

Camila Sosa Villada, escritora. Foto: Sebastián Pani

Desde su departamento en la ciudad de Córdoba, un lugar que describe casi como un refugio, la escritora habla del mundo con desazón, ya no solo por los retrocesos y contramarchas a las libertades y derechos consagrados en distintas partes del mundo sino por las intervenciones sobre la naturaleza y las posibles nuevas pandemias y catástrofes que vayan a venir, tanto que asegura que a veces tiene ganas de sumergirse en la cama y no salir. Así y todo, cuando se pone a hablar de libros y literatura se le ilumina la cara. En ella la escritura, aun a pesar de su pesimismo, no es solo un bálsamo contra lo terrible que pasa en el mundo o un lugar donde escapar. Para esta autora la literatura se parece cada vez más a un modo de vida.

¿Cómo lidias con la fama literaria, los viajes y demás?

En realidad el reconocimiento a nivel editorial llegó hace muy poco, en 2020, con la pandemia se empezó a vender más Las malas y, luego, gané el Sor Juana, así que tampoco sé cómo se lidia con esto. Lo único que te puedo decir es que siento mucho cansancio y a veces conozco gente muy alucinante, muy entrañable, gente con la que una quisiera quedarse más tiempo, más días. Disfrutando de otra cosa que no sea solo trabajar. Pero no sé mucho más. Por supuesto, es una guachada que no te diga “¡es bárbaro! ¡es increíble!”, dado que tantos colegas hace tanto que trabajan, con tanta obra, pero bueno, voy viendo cómo se hace. Además, empecé a viajar el año pasado, a finales del año pasado, no es que vengo viajando toda mi vida. Con Guadalajara empecé a viajar.

¿Cómo empezó tu relación con los libros?

Por aburrimiento. Porque no teníamos otra cosa para hacer en el campo. No teníamos tele ni luz eléctrica. Con mi mamá leímos todo lo que nos caía entre manos: la Biblia, Patoruzito, Capicúa, D’Artagnan. Una literatura si se quiere muy elemental, una práctica muy elemental, pero que a la vez es la más auténtica. Acercarse a un libro para que te pese un poco menos el aburrimiento, la soledad, la grosería, las cosas de las que te extrae una lectura así. A escribir empecé desde muy chica. Apenas aprendí a escribir me puse a hacer poemitas, frasecitas a las maestras, a mi mamá, a mi papá. La escuela también se encargó de abrirme un camino. Era mejor el mundo. Pasaban otras cosas en la escuela, todavía éramos una generación que aprendía algo en una escuela. Pública, encima. De repente se configuró en mis años de escuela un mapa de lectura, un mapeo interesante que empezó con Lorca en la primaria y terminó con García Márquez. Fijate, teníamos doce años y nos hacían leer Cien años de soledad. Era algo que hacía que el mundo fuera un poquito mejor. Después, en la secundaria, eso se complejizó porque tuve la suerte de tener un gran docente que fue Oscar de Rossi, un tipo que había sido sacerdote y había renunciado a sus votos por amor, se había ido a vivir a Mina Clavero con su esposa y sus hijos, leía mucho y me prestaba muchísimos libros y un día cayó a mi casa no me acuerdo si con cuatro o cinco cajones de fruta llenos de libros que me regaló porque no los podía tener en su casa. Después tuve una gran amiga también en la adolescencia, a los trece, que se llamaba Elba Merlo de Fuentes, era de la familia fundadora de Mina Clavero. Una mujer que tenía una gran biblioteca que dejaba que los chicos del barrio fueran a su casa a hacer la tarea, porque tenía enciclopedias además, a mí era la única a la que le prestaba libros para que los leyera en su casa. Siempre estuve estimulada. Primero por mis padres, por supuesto. Después por estas personas que te voy contando, que fueron adultos, como no tenía mucha relación con gente de mi edad, por cuestiones obvias, me hacía amiga de gente más grande y la gente más grande leía.

Fue un acercamiento menos respetuoso, no tan académico…

Es que además eso sería subestimar la práctica de la lectura y a los lectores que se acercan así a los libros, o sea, la mayoría de los lectores. ¿Cuántos son los académicos que se sientan a analizar a los rusos? Yo me acerco a lo que me fascina, a algo que me hipnotiza. Ahora por ejemplo estoy fascinada con la Didion.

Uno de los resultados de tu éxito es que te traduzcan. Para la edición en inglés de Las malas tuviste que escribir una nota introductoria sobre la palabra travesti. ¿Cómo te llevás con las interpretaciones que puede tener tu obra en lugares alejados?

Confío mucho en Tusquets y Planeta, quienes se encargaron de las traducciones. Vienen y me dicen: “Te va a traducir Laura Alcoba al francés” o “Te va a traducir Kit Maude al inglés” o “Te va a traducir al portugués tal” y yo confío en eso. No sé leer más que en castellano, no podría captar la sutileza de una traducción en otro idioma, pero confío en que van a hacerlo bien. Por supuesto, digo un par de cosas antes. Digo: cuidado con algunas cosas, sobre todo con la palabra travesti porque en Europa se interpreta como una transformista casual, en vez de una persona que dedica su vida a una religión tan espantosa como esta [risas].

Decís “una religión”. Es una forma interesante de plantearlo.

¿Acaso no es una religión la identidad?

En general la gente suele tener un acercamiento más racional a su identidad, ¿no?

Me da la sensación de que ahora se vive como una religión. Lo único que te puedo decir es que, como dice la Claudia Krumps, “yo me acuesto siendo travesti, me levanto siendo travesti”. No tengo otra manera de explicarlo. Después, por supuesto, una reflexiona, tiene estos encontronazos que son pura disputa en el lenguaje, como: “No soy una mujer trans, me siento de otra manera, no es una identidad, es una experiencia, es diferente”. No lo puedo explicar en términos de identidad sino en términos de experiencia. Y eso es lo que traté de explicar en el prólogo para la edición de Other Press. Además, hay mucha gente haciendo lenguaje sobre esto, ¿sabés? Las activistas están haciendo lenguaje y explicando cómo se debe ser. Hay muchos teóricos y teóricas, las teorías nos bajan desde lugares en los que no nos conocieron. Entonces, ¿por qué no hablar también de lo que a mí me pasa? Fijate que en Las malas en ningún momento se usa la palabra “trans”. No soy activista, no tengo obligación de ser políticamente correcta y hablar como se está hablando en este momento.

¿Sentís que hay condicionamientos para hablar?

Lo que creo es que hablamos mucho. Y me hago cargo de mi parte en eso. Yo también hablé mucho, expliqué mucho, me tendría que haber callado la boca. No podía hacerlo, no sabía cómo. Es decir: demandaban explicaciones y no sabía que tenía la oportunidad de negarme, de no tener ganas de darlas. Explicaba algo que tenía que ver con mi experiencia. Creo que hablamos de más, ya no podemos volver atrás. Me gustaba más cuando era un misterio y disputábamos derechos desde ese misterio. U obligaciones del Estado, deudas que tienen para con nosotras también, y no desde un lugar tan esclarecido y manoseado. También creo que hay una especie de ruina. No sé cómo decirlo mejor. Algo que se está corroyendo y se herrumbra, se desgasta, se pudre en torno a hablar tanto y a especificar y a hacer tanta nomenclatura respecto a la identidad, al deseo, a los reclamos. Pertenezco a una masa informe en la que parecía no haber individuos. Como en Las malas, que se mueven como si fueran una sola en el parque, como una manada. Yo pertenezco a esa generación, con muchísima nostalgia lo digo. No sabíamos nada. No éramos capaces de explicar mucho, usábamos una poesía muy rudimentaria para explicar quiénes éramos. A nuestros padres, a nuestros clientes, a los periodistas cuando iban a las zonas rojas a querer ver quiénes mierda éramos. El valor de ese anonimato, de esa imposibilidad de comunicar salvo por nuestro lenguaje escueto me hace pensar que era mejor para nosotras, incluso inmersas en esa injusticia enorme que era vivir de esa manera. Era mucho mejor. Ahora lo tenemos que explicar todo, tenemos que ir a los medios de comunicación y llorar, tenemos que contar nuestra miseria, tenemos que hablar sobre lo mucho que nos duele y además hablar sobre lo hablado, llorar sobre lo llorado. Hacer de cuenta que no nos están ignorando, hacer de cuenta que tienen curiosidad por nosotras. Cuando en realidad saben todo. O acaso una de las frases recurrentes entre los tipos de mi edad no es: “¿Quién no se comió alguna vez a una travesti?”.

Te emocionaste, seguís recordando esas épocas con intensidad.

Sí, pero no es solo por las travas. Es por la nostalgia de un mundo que ya no existe. A este mundo no lo reconozco, no me siento parte de esto. Por eso te hablo de experiencia. Por supuesto, ahora hay padres que toleran que su hija les diga “papá, soy una chica trans”. Y las acompañan a operarse; en su postoperatorio, piden que se respete a su hija. Pero la experiencia de mi generación fue otra. Era un mundo horrible para nosotras, pero era un mundo mejor. Había árboles, podías ir al río a bañarte. Ahora eso no pasa. Ahora estamos con una espada que pende del techo pensando cuál va a ser el próximo nazi que nos gobierne, cuál será el próximo retroceso, quién apretará el botón para detonar una bomba. Fui a actuar a Bogotá. Cuando el público se sentó dieron un anuncio en el que explicaban que no se puede tomar fotos ni filmar. Durante la primera media hora de la obra tuve que batallar con la gente con sus celulares, que sacaban fotos, que se les caían, las pantallas que iluminaban desde el público algo que debía estar en completa oscuridad. Bueno, claramente no me adapté a esto que está pasando.

No podemos estar solos con nosotros mismos 55 minutos en la oscuridad…

¡Es peor! Quieren capturar algo que escapa completamente a la cibernética, a la tecnología, como es el teatro, que siempre es una ceremonia, algo que sucede a oscuras, que precisa de silencio, de un acuerdo. ¿Cómo dice Pavese? El convivio entre hacedores y espectadores. Quieren sacar una foto de mierda, que es como querer sacarle una foto a la Luna. Siempre es un fracaso, nunca sale bien una foto a una obra de teatro, nunca se ve bien una obra filmada. Bueno, esa intranquilidad para estar en el mundo me molesta y me hace echar de menos algo que, por lo menos, era más genuino. Ahora sí “está todo mejor” y yo qué sé, pero no se sabe de dónde vienen los cachetazos, porque los cachetazos siguen viniendo, siguen pasando cosas horribles con las travestis. Y decís: ¿cómo? Si ahora somos mejores, si ahora hay trabajo, una ley. Una de las cosas más terribles que están sucediendo con respecto a las travestis es la tremenda apropiación que hace incluso la propia comunidad. Tengo un amigo que le dice “la comunidad LGBTerf”. Porque son profundamente transfóbicos. Piensan en las infancias que no nacieron pero tienen a las travas sin dientes al lado y no son capaces de hacer la reflexión respecto de dónde nació todo lo que pasa ahora. Siempre nace de un puñado de travestis. Las que iban a las marchas, las que pegaron la primera patada, las que resistieron a la policía, las que no se podían camuflar bajo ningún disfraz. Eso pasa.

Hace poco la Corte Suprema de Estados Unidos revocó el derecho constitucional al aborto y para muchos se hizo patente que los derechos no son cosas escritas en piedra y que hay vaivenes. Pensaba en tu cuento “La trinchera”, donde se dice algo parecido. ¿Cómo vivís esta época en la que empezamos a ver marchas y contramarchas?

Este mundo no tiene arreglo. Bueno, hacemos lo posible para que algunas cosas sean mejores para la gente que la pasa mal, se sale a la calle y se marcha cuando intentan perdonar a un genocida, cuando intentan sacarte un derecho, cuando cometen torpezas como las que cometen los políticos, pero en verdad este mundo no se va a arreglar. ¿Cómo hacemos? Van a desparecer los pájaros. Hay un chatbot de Google que está contratando un abogado en este momento para que se lo reconozca como empleado. Hay algo de todo esto que se nos fue de las manos. Y no está en nuestro poder arreglarlo, no es posible que nosotros lo arreglemos. Cada cosa horrible que pasa en el mundo me hace pensar: ¿cuándo viene el tsunami? ¿Cuándo nos invaden los aliens? ¿Cuándo nos traga la tierra? ¿Cuándo viene otra epidemia tremenda y nos termina de liquidar? ¿Qué otra escapatoria hay para un mundo así? Tengo un montón de amigos preguntando adónde irse. Y dicen: “Bueno, me voy a España”. Claro, pero está VOX. “No, bueno, me voy a México”. Pero está el narco. “Bueno, entonces me voy a un pueblito en Brasil”. Pero en Brasil está Bolsonaro. Constantemente pasan cosas con las que ya no podemos lidiar. Antes había una idea de que el mundo se podía arreglar. Yo ya me di por vencida, me entregué a ser así, una vaga, no creo que se pueda arreglar.

¿Y qué hace una persona que se dio por vencida?

Lee, escribe, se junta con sus amigos, visita a sus padres, vuelve a leer, vuelve a escribir, recibe a su novio, sale a caminar. Tampoco se puede hacer mucho más. Me encantaría hacer como Onetti y tirarme a la cama, pero tengo muchos compromisos. Capaz es lo que tenemos que hacer, decir basta. Me acuerdo de que en la pandemia salían los ciervos por Japón y andaban entre los autos, entre los cerezos, y unos delfines o no sé qué en los canales de Venecia y animales que volvían a asomarse a los lugares que les habían pertenecido. Bueno, hay otro mundo posible cuando nosotros no estemos. Por supuesto, es desesperanzador para la gente que tiene hijos, para la gente activista. Por ejemplo, con Judith Butler nos encontramos en Guadalajara en 2018 en un salón donde se quedan los escritores entre evento y evento y me presentan con ella, le dicen: “Ella es una escritora trans”. Mi editora, Gabriela, le regaló El viaje inútil y nos pusimos a charlar con mi poco inglés y su poco español y yo le conté esto que me estaba pasando, esta sensación de que el mundo se estaba por acabar y ella me dijo: “No, no. No admito a la gente pesimista”. Por supuesto que escuchar a alguien que se rinde es feo, sobre todo a alguien que escribe y trabaja con el lenguaje y puede hacer mundos mejores o mundos peores de modo que podría ser más optimista, pero no me sale.

Sin embargo, es una época donde el activismo y el discurso político están a flor de piel, está lleno de gente que cree que un mundo mejor es posible.

Bueno, que lo disfruten. Que disfruten su esperanza. Siempre pienso en los zapatistas. Los zapatistas sí cambiaron su mundo, ¿no? Hace unos treinta años, pero lo lograron. Se terminó el analfabetismo en Chiapas, en la Selva Lacandona, en todos los lugares donde tienen caracol. Se terminó la malaria, se terminó el cólera, fueron una de las pocas poblaciones en el mundo que tuvieron índices muy bajos de Covid. Los primeros en vacunarse, los primeros en hablar y hacer política casi poéticamente. Pero los zapatistas no te están quemando el coco y bajando línea. De hecho tengo amigos que han ido a los caracoles y lo primero que les dicen es: “Bueno, vayan y hagan zapatismo donde viven ustedes. No se vengan a querer instalar acá”. Creo que la única manera de quedarte a vivir con ellos es casándote con una indígena o un indígena. Esa es una experiencia concreta, porque además tomaron las armas, se les murió muchísima gente. Pensaba en 2001, que fue una bisagra, nos hizo dar un salto enorme y nos dio prosperidad económica, laboral, de derecho, durante un par de años, pero claro: no existían los celulares. Ahora hay activistas por la identidad en Instagram que no sabés qué están haciendo, o en Twitter. ¿Cómo vamos a cambiar una situación como la de Argentina desde esos lugares? Yo ya me entregué. Ni siquiera voy a las marchas. ¿Para qué voy a ir a una marcha de Ni Una Menos si me puede agarrar una TERF de los pelos y revolcarme por el suelo? ¿Para qué voy a ir a una marcha del orgullo si lo que veo no me hace sentir mejor? Al contrario. Me hace sentir más triste. Puede ser que sea mi cansancio el que habla.

 ¿Te cansa tener que hablar todo el tiempo de estos temas? Es algo que se repite en tus entrevistas, incluso en esta.

Me cansa tanto como hablar de cualquier cosa con personas que no conozco. No es algo que sea más cansador que otras cosas. Tampoco sé si estoy preparada para hablar. Hace tiempo vengo quejándome y por lo general siempre me acorralan y termino hablando de las travestis. Bueno, capaz es que no tengo herramientas para hablar de otra cosa, capaz que lo que hago está sostenido en una ignorancia. Y está bien que sea así. ¿Cuál sería el problema de no poder hablar de literatura pero sí escribirla o leerla? Bueno, los periodistas tendrán que sacar agua de una piedra, supongo [risas].

En una industria que compite por lectores con nuevos medios, que busca otros públicos, tu éxito parece desafiar eso y demuestra que calidad literaria y éxito comercial todavía pueden ir de la mano. ¿Por qué creés que tu obra genera tanto interés?

En parte eso es mérito de Juan (Forn). Fue muy astuto para comunicar Las malas, para decir lo que había que decir sobre el libro y echarlo a circular. Después fue suerte, encontraron a alguien que hablaba de otra manera, es como lo que pasó en Colombia ahora con la elección de Francia (Márquez), la vicepresidenta: la gente ve alguien de su color en un cargo muy importante. Acá en Argentina la única experiencia es la de Alejandro Vilca, este jujeño diputado nacional por el Frente de Izquierda, que era basurero o algo así, siempre en trabajos en los que había que poner mucho el cuerpo. Tengo una amiga muy inteligente que además es locutora, que tiene un programa de radio acá en Radio Nacional, y cuando hablábamos de las elecciones legislativas del año pasado en Córdoba decíamos: “¿A quién votar? No hay nadie”. Y ella me dijo: “Voy a votar a los más negros de las listas”. Eran unos pibes del Partido Obrero, una chica y un chico muy morochos, porque aunque pareciera que no, sí es importante el color de piel. El hecho de que quieran achatar una discusión como esa diciendo que no es importante lo único que hace es reducir una ecuación muy compleja a un cero que no le sirve a nadie. ¿Por qué en Argentina todos los presidentes, la vicepresidenta, los diputados, los senadores son personas que no se parecen a los argentinos, a los indígenas, a los morochos y morochas que salimos todos los días a hacer trabajos en los que se pone el cuerpo. No se parecen a mis padres, no se parecen a mis tíos, no se parecen a mis primas, ni a mí. En mi caso, creo que empezó a pasar que vieron una escritora, que puede ser mejor o peor que otras, que tienen el mismo derecho que yo a ser reconocidas, a viajar, a vivir de sus libros y no tuvieron la suerte que yo tuve, que fue caerle muy bien a Juan Forn. Pero lo que vieron los lectores es a una morocha que no reniega de su pasado pobre, ni de sus padres, ni de sus abuelos, ni de lo poco que sabe, ni de lo incompetente que es para comunicarse con los demás, pero es alguien que se les parece. Como me pasó a mí con César González o con Dolores Reyes, algo que tiene que ver con el color de piel.

En Soy una tonta por quererte hay como una inflación de la imaginación. El libro empieza con un cuento autobiográfico, luego hay una especie de crónica de un niño solo y ahí despega una veta ficcional con elementos fantásticos. ¿Querías que el libro se fuera alejando de la no-ficción?

Soy una tonta por quererte me hizo darme cuenta de que no se trata solo de sentarse a escribir, de tomarse un ratito o un rato más largo o una noche. Es un trabajo que requiere tomar notas, estar atenta a los tiempos verbales, de prestar atención a la gramática, leer, releer, corregir, hacerles caso a tus editoras, hacer uso de los diccionarios, de los sinónimos, tener presentes constantemente los verbos. Eso me pasó con este libro, porque fui siempre muy de largarme a escribir sin la menor conciencia de nada. A partir del trabajo con Liliana (Viola) eso pasó a ser de otra manera. Y el libro se fue armando así porque yo estaba ocupada en otra cosa, que era el oficio, el trabajo, ayudarme a mí misma. Nunca tomé notas, por ejemplo, porque tuve, hasta hace un par de años al menos, una memoria bastante privilegiada, ahora me veo tomando notas hasta para las compras. Yo podría hablar sobre mí hasta el día que me muera en mis libros, queda un poco grande decirlo así, pero Frida Kahlo hacía lo mismo, se pintó a sí misma hasta el último día de su vida, salvando las enormes distancias, claro. Pero no tiene que ver con los temas sino con la escritura, con la literatura en sí. Quise darme la oportunidad de no ser solo quien relata una historia de autosuperación y todas las pelotudeces que se puedan decir alrededor de lo que escribo, sino también una buena escritora.

¿Descubriste que la escritura tenía otros bemoles?

No “otros bemoles”, más bemoles. No es que estaba equivocada, estaba acertada, pero además creo que puedo hacerlo mejor todavía.

En tu obra hay una torsión de la realidad, un realismo que por momentos se desfigura, que corre sus propios límites.

Amo la ciencia ficción, sobre todo en el cine, pero también en la literatura, la Bodoc, la Le Guin y otros tantos, Stephen King con el terror. Soy una nerd, me encantan las películas, las sagas, hay cosas que me habría encantado poder escribir como Westworld, por ejemplo. Lo que pasa es que no tengo herramientas, es la mano que se suelta y deja que aparezca un impulso que no reprimo. Un impulso que tiene que ver con extraer la realidad de lo que se está escribiendo y volver ese espacio mágico o irreal o surrealista o lo que sea, pero más allá de eso es atreverse a soltar la mano y dejar que aparezcan, aprender a lidiar con eso. También lo hacía con los dibujos en la escuela y las maestras me tiraban la oreja porque le dibujaba cuernos a Sarmiento. Siempre solté la mano. Cualquier intento de encasillamiento tipo “realismo mágico” para mí va a ser una agresión porque soy muy narcisista, muy tonta, muy egocéntrica y me siento única, que nadie había hecho eso antes.

Volvimos al inicio de la charla, la ciencia ficción es el gran género que reivindica la lectura como entretenimiento.

Sí, pero además me fascina poder de suscitar ese estupor cuando leés algo maravilloso, no sé, hablemos de García Márquez, por ejemplo. Cuando muere Melquíades y él dice que llueven florecitas amarillas, ahí me explotó la cabeza. Y ese estupor a él se lo había producido a su vez Kafka cuando dice: “Un tal Gregorio Samsa se despertó convertido en un bicho”. Es algo de poder encandilar con una frase, un personaje, un capítulo, un párrafo, con la historia. Es esa sorpresa de decir: “Mirá, la travesti está poniendo huevos”. Eso busco. Volver un poco loca a la gente.

La ilusión con la que hablás de la literatura es opuesta al pesimismo con el que hablás del futuro.

Sí, pero con un estupor no se cambia el mundo. Con una sorpresa no vamos a hacer que el planeta deje de calentarse cada día más.

Pero estás lejos de sumergirte en la cama.

Te juro que no estoy muy lejos. Si viviera de rentas me tiraría en la cama. Seguiría escribiendo, pero de actuar tengo cada vez menos ganas porque no sé para qué mundo estoy actuando, no sé cómo son las reglas ahora. La última obra fue en el 2019. Vienen por mí, de Claudia Rodríguez, un texto que quise mucho, un equipo que quise mucho también, éramos cuatro e hicimos una obra que era un chiche, no tenía por donde fallar. Después de la pandemia, cuando volví a hacer Carnes tolendas me enfrenté con algo que no entiendo, que no termino de conocer: ¿A quién se le habla? ¿qué tipo de teatro estamos haciendo? Si el público está dispuesto o no a hacer ese silencio durante una hora o dos. Pero, bueno, sigue pasando. Moría está llenando con Julio César, Tortonese llena con Vassa, Lore Vega con Imprenteros, La vida extraordinaria o Las cautivas. Y la gente va y aplaude. Sigue pasando algo interesante, pero el teatro que yo hago no me interesa hacerlo para más que ochenta, cien personas. No tengo la ambición de ser una actriz de la calle Corrientes y participar de ese modo de producción.

Hay algo de reclusión, de los espacios reducidos, ¿no? Podrías vivir en Buenos Aires, pero seguís eligiendo Córdoba.

Soy pueblerina. Por más que parezca una ciudadana del mundo, soy una pajuerana. Y muy tímida. No me resulta sencillo interactuar. Para eso está la escritura. Porque al menos así configurás un lector que se parece a tu padre, a tu madre, a tus tías y escribís para que te entienda esa gente. En cambio tener que hablar con alguien que no conocés y explicar algo que es tuyo y que ni siquiera sabés cómo sucede, me resulta agotador, se lleva mucho de mí, de mi salud. Al menos acá me siento a salvo, tengo a mis padres a tres horas, a mis amigos a quince minutos. La otra vez me tomé un ácido y me fui al cine. Cuando salí estaba re loca y vine sola a casa, no tuve que ni siquiera pensar adónde iba, como si mi cuerpo hubiera dicho: “Vamos al departamento”. Es muy chiquito, ni siquiera diría que es Córdoba, me muevo en seis, siete manzanas. ¿Ves? Soy una sociópata.

Damián Tullio