Joaquín Levinton, entre Turf y MasterChef, comparte la receta de la eterna juventud

Tras su paso por el ciclo de cocina en horario primetime, el cantante vuelve a calzarse el traje de entretenedor musical al frente del grupo con el que creció.

Por  PABLO PERANTUONO

abril 5, 2022

Joaquín Levinton en la producción de fotos para Rolling Stone Argentina

Eugenio Mazzinghi

Buenos Aires, diciembre de 1995, noche de viernes, hay agite en Dr. Jeckyll, reducto rockero-glam de la ciudad. El número principal son los Demonios de Tasmania, banda liderada por $harly Gramuglia, cuya guitarrista, Paula Karlsberg, es toda una curiosidad en el testosterónico ambiente del rock. Antes que ellos, se anuncia el debut absoluto de un cuarteto surgido a pocas cuadras de allí, también en Belgrano, integrado por un cantante con el corte de pelo de Ian Brown y los labios de neumático de Mick Jagger. Tiene 20 años y, dicen, arde con el viejo fuego. Somos pocos, no más de cincuenta, y no podría decirse que la expectativa es demasiada.

El lugar es una romería. Incluso hay gente que cuando empieza a tocar la banda ni siquiera se mueve de sus mesas, sigue en la suya. Por alguna razón no muy clara, el actor Daniel Aráoz recorre el piso del espacio ensayando gritos primales. El sonido no es bueno y el cantante, Joaquín Levinton, no descolla por su voz aunque sí por su desfachatez, su look y la arrogancia de quien quiere tragarse el mundo a mordiscos. Entre el poco público puede distinguirse a Emmanuel Horvilleur, que también tiene 20 pero ya es todo un rockstar gracias a Chaco, el exitoso disco que IKV lanzó unos meses antes. Se dice, se comenta, que se acercó hasta allí para chequear si es verdad que cuando la banda, llamada Turf, versiona “No se va a llamar amor” de Charly García, Levinton, burlón, en vez de cantar “es un rock, es un blues, es una mesa de luz”, entona “es un rock, es un blues, es Emmanuel Jorbilur”, como una forma de “gastarlo”, como se decía entonces.

Son tiempos de gangstas (IKV) vs. nuevos rockeros, o sucedáneos locales del brit-pop (Turf), género que estalla en todo el mundo. El grupo arranca y sí, es verdad nomás: a los pocos minutos el Ian Brown de Belgrano canta eso y provoca el enojo del Kuryaki, que terminado el corto show le dice algo, lo increpa, se pican. Hay algún que otro empujón, pero la crispación de inmediato se disuelve, no pasa a mayores. En realidad, la tensión viene de antes o, mejor dicho, forma parte del clima de época, del dogmatismo tribal con el que el ambiente manejaba su placer y sus antinomias en aquel momento, un Zeitgest que las nuevas generaciones, en ese fin de siglo menemista, por rebeldía, estrechez o tilinguería, replicaban hasta la parodia. Era la década del 90, un decenio tan inolvidable como intoxicado de egos masculinos. Hoy, que no son amigos pero que todos ellos se respetan, es probable que se rían de aquel antagonismo pueril.

Joaquín Levinton en la tapa de la edición de abril de Rolling Stone Argentina

Joaquín, ¿te acordás de esa noche?

Fue nuestro primer show, sí, pero de eso no, no me acuerdo. Sí del loco de Aráoz a los gritos, dando vueltas. Y me acuerdo de que ahí al poco tiempo fui a un concierto de Morphine, uno de los mejores shows que vi en mi vida.

Dos mil recitales después, un viernes de marzo y Turf está por presentarse en Ciudad Cultural Konex. Pasó una vida desde aquel bautismo –lo de los dos mil shows no es una frase al pasar, son los que aproximadamente brindó el grupo en todo este tiempo– pero hay cosas que parecen no cambiar: dos horas antes del concierto, la banda prueba sonido pero Levinton no está, no aparece. Afuera, decenas de chicas, de 10 a 25 años, aguardan por entrar; adentro, además de calor, algún “temor de ausencia” humedece el ambiente: ¿vendrá Joaquín? La organización asegura que sí, que llegará, que está engripado pero que llegará.

La expectativa es grande: es el primer concierto del quinteto en Capital desde que, gracias a su disparatada intervención en el ciclo MasterChef, el rostro, la voz y el magnetismo de Joaquín se viralizaran a ritmo de vértigo. No hay duda de que esa participación ayudó a hacer crecer la convocatoria del grupo, sobre todo ensanchó la franja de edades de su audiencia. En el Konex hay nenes y nenas de 9 años acompañados por sus padres, varias veinteañeras atraídas por los atributos físicos de Joaquín, muchas y muchos otros atraídos por las cualidades musicales del grupo y varios rockeros cuarentones y cincuentones que, se nota, los siguen desde aquellos tiempos dogmáticos. Es una audiencia ecléctica, tan o más ecléctica que la música del grupo, difícil de encasillar desde el mismo inicio de su cabalgata musical.

Unos minutos después, los temores se disipan cuando Levinton asoma su menuda humanidad por los camarines. “Tengo 39 de fiebre, hasta recién estaba temblando debajo de una frazada”, dice, antes de ataviarse de rockstar. Se calza un sombrero, luego un saco, se prueba una camisa. Administra y moldea su condición de sex symbol. Mientras, conversa, y enseguida queda claro que el ángel que lo habita es especial: la fiebre no aletargó su chispa dorada, su eléctrica espontaneidad. Se habla de su performance en MasterChef (para entonces, todavía seguía en carrera) y él jura que hasta su irrupción en el prime time televisivo ni siquiera se sabía cocinar un huevo frito.

Turf antes de salir al escenario en el Centro Cutlural Konex. Foto: Martin Bonetto

Leandro (Lopatín, guitarrista, compositor y cofundador de Turf) y el resto de los integrantes (Nicolás Ottavianelli, Fernando Caloia y Carlos Tapia) charlan en un sillón, toman algo. Es hora de salir. Se apagan las luces. Debajo de ellos, 1.500 personas aúllan de deseo. El calor es caribeño pero la felicidad es mayor: la banda arranca con “Disconocidos”, primer corte de Odisea, su último álbum de estudio, y el misterio termina. Levinton se mueve en el aire como un látigo, encendido por las endorfinas que segrega el rock. No hay rastros de la fiebre.

El concierto avanza y tiene algunos highlights (“Pasos al costado”, claro, o “Lamento boliviano”), pero ninguno como cuando Joaquín invita a subir a su padre, Carlos Levinton, en “Yo no me quiero casar”. Arquitecto, docente, músico aficionado, Carlos baila con la impunidad y la absurda gracia que le brindan sus 80 años. Lo hace bajando su cola y adelantando levemente sus rodillas, como si estuviera esperando un penal. Y grita, desatado: “Libertad, frenesí, Do re mi fa sol la si, ese es el amor para mí…”. Parece un personaje de Todo x 2 pesos. “¿Y ahora quién lo baja de acá?”, piensa para sus adentros Joaquín. El púbico delira. Turf es una gran familia.

Tres días más tarde, un Levinton con la voz todavía profanada por la gripe recibe a Rolling Stone en su casa del Abasto. Está descalzo, viste un jogging Adidas mostaza, una remera negra. El lugar es luminoso, un PH en el que vive desde hace más de 20 años. Ofrece café, lo sirve, convida un Bonobón. Estamos en el mundo Levinton, un universo lúdico y placentero: en la sala hay cinco guitarras, ocho sombreros, un muñeco de King Kong, un bombo, una máquina de escribir vieja, un monitor Mac grande, tres parlantes, un premio Gardel, dos alfombras, un sillón rojo, una radio Aircastle vintage. Sobre una mesa baja, descansa Vida, la maravillosa autobiografía de Keith Richards que Levinton cada tanto abre en cualquiera de sus 500 páginas para deleitarse con alguna anécdota random.

Leviton recrea con gracia la quema de guitarra de Jimi Hendrix con una parrilla y una guitarra criolla. Foto: Eugenio Ma

Las anécdotas, justamente, son parte medular en el ecosistema emocional del cantante. Las personales, claro. Gracias al encanto que exhibió para relatarlas en Los Mammones, el programa de Jey Mammón (Telefé), en agosto de 2021, los productores de MasterChef pensaron en él como participante del ciclo. Su intervención en uno y otro ciclo, y luego también en PH, ya forma parte de la antología contemporánea del humor argentino. Se puede ver en YouTube: Levinton despliega su liturgia hilarante en la que se adivinan, sedimentados, sus afluentes culturales: en sus modos hay ecos dispersos de Olmedo, de Porcel, de Guillote Coppola y de otros íconos de la picaresca y el atorrantismo locales. “Un personaje hermoso”, dirá Leandro Lopatín, sentado ante Rolling Stone al día siguiente, en un bar de Chacarita.

Pero volvamos al PH de Levinton. Mientras charlamos café de por medio, una empleada por horas limpia la casa. El hogar está ordenado y, justamente, parece eso: un hogar, un espacio con color y calor. Su perra Raquel descansa a un costado, hecha un ovillo. A los 47 años, los tiempos aciagos, los viajes químicos a los sótanos de la noche, las peripecias negras de final incierto parecen haber quedado atrás. De aquellos escombros, Levinton emergió algo magullado pero, a diferencia de otros músicos de su generación, conservó los dientes, la fortaleza capilar y su capacidad de abstracción parece intacta. La bohemia sigue siendo una parte quintaesencial de su estilo de vida, pero ahora componer y tocar y cantar se mezclan con jugar al pádel, al fútbol, pasear a Raquel, tomar algún trago, salir pero sin hacerse daño.

¿Qué queda de aquel Iggy Pop vernáculo que, confesaba, no reconocía el punto justo donde había que frenar? En principio, lo que emergió, hace un tiempo, es cierto cansancio de repetir la misma secuencia en loop, la de encontrarse en noches infinitas con tipos, o con él mismo, que relatan la misma travesura, que cuentan el mismo chiste, que tienen, además de la mandíbula dura, el narcisismo desatado y el pudor amotinado. “Al menos ahora, puedo decir que las drogas, o la noche, no ocupan un lugar relevante en mi vida. La verdad es que me cansé de encontrarme con los mismos personajes de siempre, hablando de lo mismo, diciendo lo mismo. Todo se había vuelto monótono. Pero ojo, no soy de esos que dicen ya está, no me drogo nunca más, pero sí digo que hoy no ocupan un lugar relevante en mi vida. Estoy metido en otras cosas”.

Levinton, picante y rock and roll. Foto: Eugenia Mazzinghi

“Disconocidos” es una suerte de crónica casi antropológica de la noche, y lo que se muestra, en el relato, es la capacidad de imantación que tiene, una red en la que se caen y mezclan todos.

Eso que cuento ahí pasó tal cual. Primero, mi viejo me venía diciendo que me cuide. Después, fui a un boliche, empecé a hablar con uno, con otro, y terminé de día en la casa de otro que no conocía hablando de cualquier cosa. Y era todo oscuro. La droga exacerba lo que sos, las características que tenés. Y yo, la verdad, aun drogado, nunca fui un tipo oscuro.

Pero en el fondo de la noche uno encuentra de todo…

Sí. La cuestión es que volví esa noche e hice exactamente la narración minuto a minuto de lo que había pasado. De los personajes esos, uno está muerto, Chiche. Pero es loca la canción, porque habla desde el lado de la decadencia, pero también desde un lugar luminoso, porque dice “mostrate sin tu disfraz”, y también “en la oscuridad somos todos iguales”.

—En la letra hay una observación resignada de vos mismo, porque decís algo así como quisiera ser más prolijo, pero no me sale…”.

Sí, igual hace rato que estoy más tranquilo.

—Después de los 40, el cuerpo, al día siguiente, te pasa una factura impagable…

El alcohol es terrible… Y el cuerpo no es el mismo… Yo ahora salgo una vez por semana con amigos a un bar, a ver una banda, pero no más, más no se puede.

—Te duele el físico, el alma, la cabeza, todo.

Y también porque las cosas ya uno las hizo mucho. No me arrepiento de nada, jamás, la verdad, fue siempre todo muy divertido, pero también me divierto mucho con la situación actual.

—Haciendo ‘MasterChef’, por ejemplo.

Claro. O haciendo radio. Para mí MasterChef fue diversión pura. De hecho, nunca me acordé de la plata, no me daba cuenta de que a mí me pagaban, ni que les pagaban a los demás. O sea, para mí era ir a jugar… Yo no sé cocinar, iba ahí, donde tres chiflados te dicen “tenés que pelar 40 papas”, y yo decía, buenísimo, re divertido. Y encima te dan todos los elementos. Yo nunca cocino, si abrís la heladera hay dos tomates, y ahí tenés que hacer un pato y tenés las cosas para hacerlo, entonces es genial. Y después también un poco aprender a vincularte con otras personas que no tienen nada que ver con tu mundo.

—Una especie de experimento humanitario.

Al principio te vas conociendo, y después sí, es un experimento humanitario. Ahora ya somos amigos. La verdad es que no hay malas personas, todo el mundo quiere que te vaya bien, te ayudan, te acompañan, si te ven mal te llaman, Tití Fernández te dice “te vi bajoneado”.

—¿Y en la calle, qué onda la gente?

Yo me gané un afecto muy grande por ser así, desopilante… Pobre la gente, pensaron que yo cocinaba bien y bueno… no…, pero creo que lo más importante es que se divirtieron, yo me divertí y generé diversión.

—Relacionándolo con lo anterior, con la noche, no me imagino que hubieras podido hacer esto hace cinco años…

No, hubiese faltado o llegado hecho mierda. Además, el programa es re loco, los tres chefs son unos fenómenos, son muy graciosos, son chiflados, y no están siéndolo de mentira, son así. Me encanta porque tiene algo místico, el hecho de por qué mierda pasó todo justo ahora. No sé. Si lo hubiese hecho en otro momento, hubiese sido más difícil porque habría que ver si estaba capacitado para cumplir semejante compromiso.

—Además, hubiese fallado tu costado humorístico, que a vos te sale fácil, pero que necesariamente requiere lucidez, estar prendido.

Si estás lento te pasan por arriba porque los tres son graciosísimos y rapidísimos, y si te tiran tres pies y te quedás en silencio sos un pelotudo. Y perdiste la oportunidad, porque también le estás faltando el respeto a la situación, porque toda la gente que está laburando ahí está dando todo.

La leyenda cuenta que una mañana de octubre de 1961, en la estación de trenes de Dartford, Londres, unos veinteañeros Keith Richards y Mick Jagger iniciaron una conversación que, con algunas interrupciones, continúa hasta hoy. Nacía allí una de las mayores sociedades artísticas de todos los tiempos.

Más modesta pero bien argentina, en esta historia no hay trenes de por medio pero sí fútbol. Volvemos a los primeros años 90, al estadio de River. Por aquel entonces, la platea ubicada detrás del arco que da al Río de la Plata se llama Almirante Brown. Cada dos domingos toca el River de Passarella. Es un River que juega bien, que promueve juveniles, que recupera estrellas exiliadas. Reptando por alguna de esas sillas de madera, un veinteañero Leandro Lopatín mira un chico que está solo, que lleva gafas, que tiene un look de baby face particular, entre mod y stone. Lo ve un domingo, lo ve otro, lo ve siempre. Se acerca, se presenta. “Soy Joaquín”, le responde el chico. Comentan alguna jugada, se abrazan con algún gol de Ramón Díaz, con otro de Medina Bello. De hablar de fútbol pasan a hablar de música. Descubren que coinciden en el fanatismo por The Jesus and Mary Chain, por los Stone Roses, por dos hermanos de Mánchester que están empezando a sacudir la escena, los Gallagher. También aman a los Kinks, también a The Who. Se juntan a tocar. Joaquín le dice que está por abandonar su grupo, Juana la Loca. A las zapadas se suman dos amigos del colegio, Fernando y Carlos. Armemos una banda. Pongámosle Turf. Arranquemos.

Levinton en acción junto a su banda de toda la vida. Foto: Martín Bonetto

Y entonces todo se precipita. A aquel debut en Dr. Jeckyll le siguen más y más shows. Enseguida editan el primer demo con tres temas, “Casanova”, “Panorama” y “Viajando en jet (set)”. La noche y las mismas cuadras los cruzan con Charly, que exclama: “¡Por fin alguien que le gustan los Who!” Hay señales de que el chiste va en serio. Joaquín y Leandro aparecen en el documental Mejor hablar de ciertas cosas, primer (buen) intento de la MTV latina por armar una narrativa visual de la historia del rock argentino. Junto a $harly de los DDT reclaman por un ansiado recambio generacional, se quejan de que las estrellas de rock, en ese 1996, ya tienen casi 50 años.

Paradojas del destino, hoy son ellos los que se asoman, inevitables, a esa curva tan temida.

Ahora son ustedes los que tienen esa edad…

Levinton se desparrama en su sillón, apoya su espalda en el asiento donde iría la cola, cuelga sus piernas del apoyabrazos y mira el techo. Cavila unos segundos. Ensaya una respuesta.

Sí. A ver… Habría que ver si entro en la misma categoría, quiero decir: la verdad es que cuando me veo desde afuera no me veo viejo, siento que estoy congelado en el tiempo, al menos yo lo vivo así. Habría que analizar, de todas formas, cómo lo ve un pibe.

—Sin embargo, el tiempo pasó en serio. Y no poco: más de 25 años. Fue rápido, ¿no?

Pasó en una hora… (Levinton se queda pensando unos segundos) ¿Por qué será así? Distinto hubiese sido que me hubiese quedado pelado, gordo, abandonado. Aparte, creo que tengo una mentalidad joven, soy alguien que no te va a hablar de que la música de antes era mejor y cosas por el estilo, no, de ninguna manera. No pienso así, no me siento así.

—El rock ha sido muy dogmático a lo largo del tiempo. Hacer ‘MasterChef’ en los 90, o incluso unos años después, seguramente te hubiese generado críticas, hubiesen dicho que te vendiste a la tele, que sos un careta, un payaso, o cualquier otra cosa.

 En realidad, a nosotros nos quisieron matar desde siempre. Me pudieron haber matado cuando nos tiraron adoquines, piedras, monedas, cuando me decían que era puto, concheto, todo el infierno que fue toda la primera época del grupo. Tuve que esquivar adoquines cuando tocamos con los Rolling Stones, o cuando tocamos con los Ratones Paranoicos en avenida Libertador, un recital para 100.000 personas, donde nos tiraron botellas. O sea, me hubiesen matado por ir a MasterChef, sí, pero en aquella época, cuando ibas a tocar a Cemento te esperaba la policía afuera, una locura. La mentalidad estaba hecha mierda en millones de aspectos. Había fachos por todos lados. Esa mentalidad supongo que tenía que ver con que todavía estaba cerca el tiempo de la dictadura. Nuestra democracia era un bebé.

—Ustedes tuvieron una carrera vertiginosa, llevaban tres años como banda y ya estaban tocando con los Rolling Stones en River.

No solo eso, ya habíamos vendido 40.000 discos y ya nos habían echado de la discográfica. Todo con menos de 23 años. Lo bueno es que no tuvimos que hacer el camino de 10 años de underground, porque en 10 años perdés toda la chispa. Pudimos mostrarnos efervescentes en ese momento. Y eso sigue así, porque yo siento que no me transformé en adulto.

—Evidentemente después de 27 años hay una química especial entre ustedes.

Fuera de lo común.

—Son como una pyme familiar y poco convencional.

Claro, una con muchos socios, porque si fuese una panadería, por ejemplo, seríamos cinco los dueños, pero uno ya hubiera matado a otro, jaja, o nos hubiésemos puesto cinco panaderías distintas.

—¿Qué recordás de esa época en la que les llovieron críticas por tener un auspicio de Levi’s?

Eso fue como una visión, algo muy de avanzada, porque después el rock se transformó en eso, y aparecieron el Quilmes Rock, el Pepsi, y todo eso. Ya nadie se queja, es parte del entretenimiento y a todos nos divierte. Es una cuestión de cómo uno se lo toma. Lenny Kravitz me parece un careta y yo no lo escucho en mi casa, pero sí quiero ir a verlo al Lollapalooza, porque sé que va a a estar buenísimo, porque el tipo hace buena música.

—¿Sentís que, después de tanta resistencia del ambiente, ahora los están empezando a tomar en serio? ¿O no te importa lo que piensen de vos y de la banda?

Me parece que Turf en algún punto sufrió algo parecido a lo que les pasó a los Decadentes, víctimas de eso, de esa mirada. Pero te puedo asegurar que todas las personas que están en la calle conocen a Turf, les gusta y cuando voy caminando por la calle me dicen “aguante Turf”. También puede ser que Turf no llene un estadio, pero está siempre presente en la radio. Aun así, me chupa un huevo lo que piensen de mí.

—Nombraste a los Decadentes y hace no mucho Jorge Serrano, criticando también ese elitismo del rock, contaba que cuando era chico y escuchaba un tema por la radio, para terminar de decidir si le gustaba o no, esperaba que el locutor dijera de quién era, así, de esa forma, sabía si su gusto estaba o no legitimado.

¡Cuánta música nos habremos perdido en ese momento! Y sí, venimos de ese pensamiento pacato. Pero por suerte hemos evolucionado. Los pibes ahora escuchan un tema y no les importa de quién es. Están tan abiertos que les encanta todo, les puede gustar Billie Eilish, Tini Stoessel, Turf o Catriel, no tienen prejuicios.

—Lo mismo con esa especie de máxima en el ambiente del rock que decía que si tu música le gustaba a las abuelas eso era el beso de la muerte.

A mí me encanta que les guste a las abuelas, Turf no tuvo ese prejuicio jamás. Yo siempre a la primera persona que le mostraba mis canciones cuando terminaba de hacerlas era a mi abuela.

—Tus abuelos eran aficionados a la música, ¿no?

Todos en mi familia tienen oído musical y facilidad para tocar instrumentos. Mi papá toca el clarinete, el bandoneón. Mis abuelos se murieron, pero uno tocaba el violín y el teclado, y el otro la mandolina. Se armaban zapadas en la familia. Se cenaba y nos poníamos a cantar siempre, eso hacía divertidas las reuniones.

—¿Qué se tocaba?

Un poco de todo, más que nada tango. Mi abuelo siempre tocaba los mismos temas y mi papá tocaba lo que de oído le salía.

—Una cosa muy espontánea.

Sí, para jugar. Y yo me crié de esa manera, y de la misma manera me vinculé con la música, porque tampoco estudié música, tomé una sola clase de guitarra.

Cosquín Rock, Córdoba, febrero de 2022. El número central de la noche es Wos y en la misma jornada se presenta Turf. El día está soleado y todo indica que será una fiesta, pero hay algo que a Leandro Lopatín lo muerde por dentro: no quiere que coincidan los horarios, porque sabe que el chico de tapa de la Rolling Stone de enero está viviendo un momento arrasador y, de actuar en simultáneo, seguramente a Turf los verán unos pocos. Pero no, las maldiciones suceden y cuando se fija en la grilla tocan a la misma hora, en dos escenarios diferentes. “Cagamos, no viene nadie. Con suerte vienen mil tipos…”. Apesadumbrado, ya en el predio, Leandro arrastra su desazón hasta un baño químico: tiene que mear. Mientras sostiene su faena líquida, escucha un estertor, que no viene de su cuerpo sino que emerge desde las entrañas del campo: “No tengo tiempo para saber, si hay un amor ideal…”. Leandro sale, se acerca a sus compañeros, le pregunta a su manager. Sí, sí, los están esperando. Son muchos, están cantando. Turf sale a escena: explotan las colinas de Cosquín. “No veía el final, era gente y gente, y más gente… Impresionante”, recuerda el guitarrista mientras toma un café en una mesa de un bar sobre la calle Jorge Newbery. “Había mínimo 40.000 personas… Lleno de pibitos de 15 y 16 años diciéndonos que para ellos somos como los Rolling… Fue tremendo”. Leandro enfatiza las palabras: todo en él desborda sensibilidad, cierto candor. En el escenario, si Joaquín es el fetiche vocal, él es un bastión armónico, con sus movimientos alla Pete Townshend y su estirpe de bucanero en trance.

También él recuerda aquel primer concierto, y hasta siente algo de pudor cuando le menciono el altercado con Horvilleur. Tiene, de todas formas, una mirada piadosa sobre el episodio y esos años. “Qué vergüenza… y bueno, era la época… Éramos unos pendejos, estaba de moda Blur contra Oasis y esas boludeces. Ellos eran como gangstas, claro. Y vinieron a apurarnos con una banda de raperos… Jaja. A la distancia, todo es hermoso, la verdad. Todos tarados y también todos unos chiquitos hermosos. Yo a Emmanuel, por ejemplo, lo respeto enormemente”.

—Era un ambiente poco flexible, más cuadrado, que alentaba las diferencias.

Cuando nosotros arrancamos el rock era todos chabones vestidos de negro y no se podía hacer nada. Si un grupo pegaba un hit no lo cantaba. Más cuadrado no se podía ser. Y de repente llegó Turf, que era un grupo de colores. Turf tiene ese espíritu desde siempre. Con arreglos tipo “Páp, paráp, paráppapapa…” (hace el sonido de la intro de “Casanova”, primer hit de la banda). Hasta ahí todo era muy estricto. Un ambiente re facho. Y encima pintó la campaña de Levi’s, que era la misma que hacía Iggy Pop. Nosotros dijimos: espectacular. ¿Pero sabés lo que era explicar eso? Fue heavy. En un sentido fuimos adelantados, porque hoy todo el mundo quiere ir a los festivales que están llenos de sponsors. Hasta el día de hoy, Turf sigue siendo una locura, porque un día paramos en el Sheraton por un show pero a la semana siguiente vamos a tocar a un pueblucho en el medio de La Pampa y parás en un hotel que no tiene camas y tenés que dormir en una camilla. Eso es Turf también… y es hermoso. Es el Spinal Tap eterno que vivimos acá. Es la Argentina. Turf siempre fue re argentino, re porteño, re Mar del Plata años 70, esos valores. Y eso se mantiene.

El descanso del guerrero, tras un show caluroso. Foto: Martín Bonetto

Como al pasar, Lopatín detalla la matriz ética y estética de la banda, aquello que lo conforma y define pero que sobre todo constituye el espíritu vital de su socio y amigo, Joaquín. “Yo no vi Master Chef”, aclara, “pero me iban contando. Lo que gustó de Joaquín es que entendió perfecto el código de la tele. Lo de ponerle Raúl al pescado y todo eso, un disparate hermoso, todo muy Turf. Gustó mucho porque es un personaje muy querible, un atorrante, un chanta. Muy Isidoro Cañones”.

Bon vivant, narcisista, desenfadado, Isidoro Cañones fue un personaje de historieta ambientado en los años 50 y 60, creación de Dante Quinterno, cuyo estilo de vida hedonista y despreocupado lo convirtió en un arquetipo de cierto porteño chanta, ligeramente irritante, ligeramente querible. A diferencia de Cañones, que dejó de aparecer en los años 70, Levinton sigue enarbolando las banderas ya no de la piratería –paradigma que eternizaron sus amigos de Los Auténticos Decadentes–, sino de la soltería a secas, del hombre que busca diversión aquí, allá, que se sabe incorregible y atractivo, que no tiene ningún conflicto con eso y que, tal vez por todo eso, no cree que haya un valor ulterior en la conformación de una pareja tradicional. Finalmente, aquello de “Qué aburrido debe ser tener solo a una mujer, nunca me podría pasar”, no era solo un simpático mantra juvenil sino un axioma más de su evangelio.

Volvemos al PH del Abasto de Levinton.

—¿Hace cuánto que no estás en pareja?

Yo, si bien estuve de novio, nunca lo hubiese llamado pareja, no es que íbamos a tomar un mate o a comer afuera, no. No pasó eso, ni siquiera era de abrir un vino, que por otro lado no me gusta. No tengo familia, no me interesa hacer una inversión propietaria, no pretendo crecer económicamente y transformarme en una persona burguesa. Podría estar casado, tener dos hijos, haberme mudado a Palermo o Belgrano, tener un departamento de tres ambientes y que me agarres cocinando un wok con un vino, pero no, no pasó eso y no está dentro de mi cabeza. Turf sigue siendo mi grupo y mi estilo de vida.

Como toda aventura amorosa, la de Turf también tiene su ruptura, sus puteadas, sus platos rotos. Ocurrió en 2008 y el despecho tuvo el tamaño de la pasión que los había juntado: duró más de siete años. A la distancia, fue una sangría necesaria para que todos cargaran combustible, para que las tensiones bajaran, para que el nivel de obsesión entre unos y otros se atemperara. “Éramos una banda de cinco psicópatas, viviendo una vida loca. Y llega la falopa, y llega el quilombo… fue difícil, y explotó por el aire todo”, recuerda Lopatín, con honestidad, pero sin dramatizar la experiencia. “Esos años no nos hablamos nada. Y nos evitábamos. Volvimos en un homenaje a Charly. Después de cruzarnos y esquivarnos. No sé si había bronca, lo que había era confusión total… No sé cómo decirlo. Los chambones ya de por sí somos tarados, nos cuesta hablar, imaginate rockeros… quilombo… No sé cómo decirlo. Y mucho amor, también, claro. Si no, no estaríamos de nuevo haciéndolo. Volvimos para divertirnos”, explica.

Quilombo y diversión, justamente, son imágenes que aparecen seguido en la galaxia Turf. Lanzado en marzo, en “Gatitos y ratones”, flamante corte de la banda, vuelve a aparecer esa narrativa cachonda, entre paródica y vintage, que palpita en las letras de la banda. El nombre del tema remite al programa que conducía Jorge Porcel en los años 80. En el video, participa Luisa Albinoni –sex symbol de aquel tiempo– y su trama discurre en una especie de café concert o cabaré donde, sobre el final, aparece un Levinton de 20 años que mira todo desde la platea con cierto aire virginal.

El mundo del burdel, con su oropel y su secreto, su elegancia pero también su pliegue bizarro, ha formado parte de la vida de Levinton durante un largo tiempo. Lo contó en el programa de Mammón: Cocodrilo, que hasta antes de la pandemia era algo así como la meca de la dicha rentada, era su segunda casa. “Iba cada dos días. Quedaba a cinco cuadras. Era en bajada además, ni siquiera tenía que prender el auto. Pero ojo, no iba a putañear, eh. Iba porque soy muy amigo de Oscar, el dueño, de su hijo, de la gente de ahí. Porque además iba a cenar, porque podías comer hasta las 4 de la mañana”.

¿Fuiste más a Cocodrilo que al colegio?

Mmmm, nnnnno… Mmmm, ojo, no sé, eh. Y…, fui como siete años…

—En el video nuevo sobre el final aparecés vos con 20 años. Participa Luisa Albinoni también, y la estética es vintage. ¿Fue una idea tuya?

Sí, el video lo pensé yo. Y me gusta cómo quedó porque hay citas y hay nostalgia. Está Cacho, que es un genio. Yo no soy nostálgico, pero me gustan las citas del pasado.

El vínculo de “la Cacho” con la banda es antiguo y, a esta altura, mitológico. Fue la protagonista del video de “Pasos al costado”, la canción hoy convertida en himno de cancha que puso a Turf en todos los headphones y radios de la Argentina y la que los hizo trepar en la consideración general, dándole prestigio y masividad. Como todo clásico, sus atributos son, al mismo tiempo, fácilmente detectables y no. Su melodía irresistible y su lírica existencial –con alguna cuota de ambigüedad– lo convirtieron en un hit instantáneo. Pero al mismo tiempo, hay un soplo de melancolía que lo atraviesa, que la guitarra de Lopatín profundiza y que su final luminoso –“Es el momento que todo comienza de vuelta”– termina de convertir en esperanzador.

Foto: Eugenio Mazzinghi

Cae la tarde en el luminoso y blanco PH del Abasto. Joaquín acaricia a Raquel, su perra. La charla llega a su fin.

—Pasado el tiempo, ¿crecer significa reconocer el punto justo donde hay que frenar?

¿Será?

—¿Qué le dirías al Joaquín de 20 años?

Una vez mi hermana, cuando yo tenía 20 años, me hizo una cartita y me dijo “nunca crezcas”.

—¿Eso le dirías?

Sí. Tiene que ver con algo familiar también, una actitud. Mi papá subió al escenario el otro día y tiene 80 años. Y tiene esa mentalidad, es un niño, juega, no para de estar conectado y es muy sabio, muy culto. Sabe de todo, te explica la guerra de Ucrania, sabe mucha historia argentina, es un genio.

—Nunca crezcas en el sentido de no dejar de fantasear…

Creo que tiene que ver con esa cosa del niño interno. Perder la curiosidad, la alegría, estancarse, volverse viejo. Eso es terrible. Es imperdonable.

Producción: Virginia Gandola; Maquilló y peinó Vero Fox.

Agradecimientos: Herencia Argentina, Delia Estudio y El Roperío.

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