Fandancers: aman el k-pop y convierten las vidrieras espejadas en salas de ensayo para perfeccionar su baile

Radiografía de un curioso fenómeno global que desembarcó en Argentina y se ubica entre la cultura pop y el urbanismo

Por  ANTONIA KON

enero 17, 2024

Foto: Florencia Daniel

Los vidrios espejados de Puerto Madero reflejan una imagen distinta. Curiosa derivación del fenómeno k-pop, una industria multimillonaria que rompe récords, como el de uno de los integrantes del grupo BTS, Jungkook, consagrado como el artista que más rápido alcanzó el billón de reproducciones en Spotify. Un negocio que cambia los modos de mercantilización y promoción de la música y de sus artistas, capaz de devolverles (algo de) protagonismo a los discos físicos, gracias a un fandom ávido de coleccionismo. Un nicho que produce estrellas y que impone paradigmas estéticos y sonoros, tan familiares para los entendidos como enigmáticos para el resto de la población.

El fenómeno k-pop es global y desembarcó también en Argentina. Sus primeros destellos fueron los shows de Super Junior, Shinee y 4MINUTE, tres grupos célebres que visitaron el país en 2013, 2014 y 2015 respectivamente, aunque entonces el género aún era emergente. En sincro con el mayor éxito en Occidente, el k-pop empezó a sonar con más fuerza sólo en los últimos tres años. Tal vez la expresión más llamativa del k-pop, con ramificación local, sea la de los fandancers: chicas y chicos que integran grupos para aprender las coreografías de las estrellas coreanas, imitar sus performances y emular su puesta estética. Por lo general, sus edades van de los 17 a los 24 años, tienen sus eventos en los que compiten en concursos, y han desarrollado sus propias comunidades e incluso sus estrellas, alianzas y rivalidades.

Alguien, nadie puede precisar bien quién, cómo ni cuándo –pero sí aseguran que fue hace ya varios años–, descubrió que no hacía falta alquilar salas de ensayo para practicar coreografías de k-pop. Que cerca del río, en una de las zonas más turísticas de la ciudad de Buenos Aires, en los corredores gastronómicos de Puerto Madero, las vidrieras de los locales pueden funcionar como espejos sin fin.

Y allí fueron las y los fandancers. A la conquista del territorio. Todos los domingos, por ese pasillo largo, distintos grupos de baile se instalan con sus parlantes a ensayar pasos sincronizados mientras sus siluetas se reflejan en las vidrieras.

(Foto: Florencia Daniel)

Aproximadamente quince grupos, de alrededor de seis integrantes, se agitan a pocos centímetros unos de otros. Aunque hay algunos varones, la mayoría son chicas y personas no binaries. A medida que avanzo por esa pasarela improvisada entre las calles Macacha Güemes y Manuela Sáenz, me alcanzan, desde todos los rincones, las diferentes canciones. Camino con la cautela de una espía, o de alguien que encontró casualmente un portal de acceso hacia un mundo oculto. Pero, de todos modos, ninguna de esas chicas se fija en mí. Tampoco prestan atención a las familias que no dejan de observarlas desde el local de una cadena de hamburgueserías y otros restaurantes. Están concentradas y han aprendido a ignorar todo lo que pasa a su alrededor, incluso a los grupos de colegas que ensayan a pocos centímetros, con los que pueden llegar a competir en algún evento de las próximas semanas. Porque, si bien unos pocos se reúnen los domingos a bailar sin ningún fin en particular más que pasarla bien, la mayoría ensaya para alguna competencia o presentación.

Hay fandancers que practican con vestuarios parecidos a los que usarán para actuar en público: polleras tableadas y camisas con corbata, gorras llenas de tachas, medias tres cuartos y colitas en el pelo. Otros optan por un vestuario cómodo, deportivo, que no llamaría la atención si no fuera por el contexto.

Predominan, además de las tinturas de colores, los cortes de pelo andróginos que emulan el estilo de las estrellas de los boy groups. Los movimientos de las coreografías de girl groups suelen ser más bien dulces y delicados mientras que los de boy groups, en sintonía con su música, se caracterizan por movimientos rápidos, enérgicos, por momentos incluso agresivos. La tradición parece haber habilitado la llegada de otros que se acercan con distintos bailes. Cada tanto, aparece en esta locación un grupo que se instala en un rincón del pasillo a reproducir música tecno y bailar en modo raver. No muy lejos, algunos chicos repasan la coreo de una cumbia de Los Nota Lokos.

Si alguna vez hubo intentos de desarmar el punto de encuentro, en respuesta a las quejas de vecinos o dueños de restaurantes, pronto se rindieron ante su perseverancia. El mundo parece haber aceptado a los fandancers como parte del paisaje urbano.

No hay un único pasillo. No muy lejos, se encuentra lo que algunos llaman el “pasillo vip”, ubicado sobre la misma calle, unas cuadras más adelante. Es una especie de pasarela de élite, reservada a exponentes más populares o reconocidos, con mayor recorrido y que intervienen en eventos de mayor magnitud. Los de más renombre pueden llegar a contar más de diez mil seguidores en Instagram y animan eventos donde es más difícil entrar en competencia, como K-pop Revolution y Buenos Aires Celebra Corea, un festival donde además de bailar k-pop se llevan a cabo bailes tradicionales, impulsado por el Centro Cultural Coreano y otras organizaciones que promueven la cultura coreana en Argentina.

El pasillo vip está ubicado en una especie de patio entre edificios de oficinas, flanqueado por las calles Olga Cossettini y Juana Manso. Es decir que también es un espacio público y, en teoría, cualquiera podría ocuparlo. Pero si un grupo no pertenece a ese estrecho círculo, su irrupción provoca una situación incómoda, tensa. En el pasillo vip el suelo es áspero y liso: mejor para bailar.

Las Cupidas eligen la antítesis del pasillo vip. En realidad, Las Cupidas es el apodo con el que se conoce a las siete integrantes de Oh My Cupid (@ohmycupid.dc): Juli, Andi, Lucy, Magy, Meli, Sol y Lourdes. Tienen entre 18 y 23 años y son un grupo de fandancers que homenajea al grupo Oh My Girl. Madrugan para llegar a los ensayos. Magy, Meli, Sol y Lourdes viven en Villa Bosch y Pablo Podestá, noroeste del conurbano bonaerense. Todos los domingos toman el Urquiza hasta Chacarita y ahí el subte B, que las deja en Puerto Madero. El trayecto de Juli, Andi y Lucy es aún más largo: desde Marcos Paz y Mariano Acosta, conurbano oeste, tienen que viajar en el Sarmiento hasta Merlo. Ahí, otro tirón en tren las deja en el barrio de Once, donde finalmente toman el subte. La travesía entera les puede tomar entre dos y tres horas.

Para ensayar sus coreografías, Las Cupidas eligen el sector que está al fondo, el final de la pasarela, frente a la embajada de Países Bajos, sobre la calle Pierina Dealessi, entre motos estacionadas, bolsas de snacks y restos de Coca Cola volcados en el piso. Me dicen que acá, en el enchastre donde ahora estamos sentadas, nadie las molesta, aunque sus pies puedan trastabillar con las baldosas cuadradas de este suelo proletario.

Ubicada entre los grupos que bailan, Lourdes, Yumi para sus amigas, espera la hora de su próximo ensayo. Es una chica alta, de flequillo negro; callada, pero elocuente, cuando así lo determina. Además de operar como líder de Las Cupidas, trabaja como modista y por eso se ocupa de coser casi todos los vestuarios que usan en sus presentaciones. Como pertenece a varios grupos de fandancers, pasa todo el día en Puerto Madero. En este momento de recreo, sentada en los bancos con vista al río, me explica que ella fue quien convenció a su círculo de amigas para formar el grupo.

“En ese momento estábamos en el colegio, íbamos a eventos de k-pop y veíamos a la gente que bailaba. La primera vez ensayamos en mi casa, después empezamos a ir a salas de ensayo o plazas. Pero ahí no podés verte. Más adelante nos enteramos de que existía esto. Yo nunca había venido, lo descubrí a través de una chica que conocí por Instagram y todavía no entendía nada. Empecé a venir hasta que me acostumbré a cómo funcionaba y les conté a las demás”.

Y así fue: “Yo me conecto con el k-pop a través de mis amigas, que me lo mostraron. Para mí, bailar k-pop es bailar con mis amigas. Cuando bailamos siento que nos movemos como si fuéramos una sola, no es como si cada una lo hiciera por su lado”, explica Meli, que con el tiempo adoptó los ensayos de Oh My Cupid como una parte fundamental de su vida. “Me gusta ponerme en el papel de idol porque es algo que no podés hacer en tu día a día. Después de la rutina de estudiar o trabajar toda la semana, esperás que llegue el domingo”.

Su pelo está decolorado de rubio y, como si la desbordara una emocionalidad extrema, cuando habla los ojos le brillan y se hacen más grandes. Su gusto musical está ligado directamente con su histriónica devoción por la amistad: “Lo que más me atrae del género es que bailo música divertida, que te pone de buen humor cuando la escuchás. Hay grupos que tienen canciones más fuertes, por así decirlo, donde tendrías que hacerte la mala, como Aespa, Blackpink o Itzy. Eso está muy bien, pero yo conecto más con Oh My Girl porque tiene un ritmo veraniego, alegre, no sé si infantil, pero sí asociado a ser joven, a estar con tus amigas. Las letras, las expresiones, las coreos, todo eso hace que sientas que es tu propia canción. Al bailar te apropiás de la coreo, la hacés tuya”.

(Foto: Florencia Daniel)

La enorme popularidad del k-pop en Occidente se debe, entre otros factores, al éxito que tuvo en los últimos años el grupo BTS, un nombre que llegó a los posters de los puestos de diarios de la avenida Corrientes y a las radios que suenan en cualquier taxi de la ciudad. Pero el pop surcoreano es un mundo amplio. Hay allí música de todo tipo, más melódica, más experimental, fórmulas que se repiten o sonidos que rompen con las tradiciones. Es casi imposible hablar en términos generales de un sonido k-pop.

En Corea, las estrellas pop son conocidas como idols. Ídolos, figuras dispuestas a la devoción total de un público y un mercado cada vez más grande, no sólo en Asia, sino en todo el mundo. El proceso de construcción de idols ocurre más o menos así: cada año, miles de adolescentes coreanos (en algunos casos, también chinos o japoneses) de más o menos 16 años ingresan en escuelas de estrellas –patrocinadas por las mismas empresas que manejan a los grupos de k-pop– para aprender a cantar y a bailar y, claro, para convertirse en idols. Se los llama “trainees”, personas en estado de entrenamiento. Cuando uno de estos jóvenes, por lo general los más prodigiosos, al fin completa su entrenamiento y logra entrar en la maquinaria del k-pop, se dice que “debuta”. La meta es llegar a formar parte, junto a otros en condiciones similares, de un grupo musical. Los conjuntos se dividen por género: boy groups y girl groups.

El k-pop es contradictorio. No es fácil describir el funcionamiento de la industria sin caer en ideas paternalistas. Hay casos de mayor o menor libertad artística, de abusos de poder y también de pequeños hallazgos, actos de rebeldía. Sería inadmisible dejar de mencionar los altos grados de explotación de la industria. Así y todo, el público del k-pop encuentra en este universo distintas reivindicaciones identitarias, gays, feministas.

Reivindicaciones como, por ejemplo, las que enemistaron a las fanáticas de BTS con Victoria Villarruel, la vicepresidenta argentina, en sus días de campaña electoral, conocida por sus declaraciones antiabortistas y negacionistas de la dictadura militar. Después de las elecciones primarias que posicionaron a Javier Milei como potencia opositora de Sergio Massa, salieron a la luz viejos tuits de su compañera de fórmula. En uno de 2020, Villarruel se reía del grupo BTS, comparando su nombre con “una enfermedad de transmisión sexual”. “Ay no… el coreano rosado no me gusta nada…”, comentaba en otro de la misma época.

El mismo día que comenzaron a circular en internet los viejos tweets de Villarruel, el fanclub argentino de BTS respondió con un comunicado que se viralizó en todas las redes sociales y que empieza así: “El mensaje que transmite BTS es siempre de respeto hacia todos y uno mismo. Por ende, las fanbases argentinas repudiamos los dichos de odio y xenófobos hacia la imagen de BTS pronunciados por la candidata Victoria Villarruel”.

Hace tiempo que debería existir una rave dedicada al k-pop. Pero la fiesta Krush (@fiestakrushkpop) es un experimento reciente. Fue idea de dos amigos DJ: Augusto, apodado Awwwgus, de 25 años, que desde fines de 2021 organiza la fiesta Popperazo en Puticlú, un sótano en la 9 de Julio que es el epicentro de la cultura queer porteña, y Kei Drama, de 21, que también trabaja como drag queen en distintas fiestas.

Lo que diferencia a la Krush de las otras –pocas– propuestas nocturnas con temática k-pop que se llevan a cabo en Buenos Aires es su carácter de antro. Otras fiestas como, por ejemplo, la Cypher, se hacen en sitios con más carácter de boliche, como El Dorado o La Tangente. La Krush, en cambio, logra enlazar dos grupos humanos que, de otra forma, sería casi imposible encontrar en un mismo espacio. Por un lado están los fandancers y por otro los habitués de la noche under porteña, que en su mayoría provienen de las fiestas organizadas en Puticlú. Quizás la mayor diferencia sea que, mientras el primer grupo está descubriendo la noche con esta fiesta, el segundo ya la conoce bien y encuentra un nuevo hábitat. Las coreografías espontáneas coinciden con los movimientos torpes que impulsan las sustancias.

Según Awwwgus, “el k-pop, si bien no tiene un rasgo musical que lo defina más allá que el de ser coreano, tiene grandes partes de electrónica y del pop original. Lleva las cosas al extremo, toma algo que está sonando en el pop occidental y lo lleva a un lado que no imaginabas”. Dice que lo que más se celebra en la Krush, al ser una fiesta “de nicho”, es que se pasan temas más raros, experimentales: “En una fiesta pop promedio es difícil llevar eso a la pista, entonces tener un espacio dedicado a esto, como DJ es muy interesante para armar un set”.

Es difícil explicar la fascinación que provoca el género; algo más físico que lógico. Pero las reflexiones de Awwwgus son un buen punto de partida: “En el k-pop está la necesidad de cumplir con ciertos tropos, los dance breaks, los estribillos pegadizos, eso da resultados interesantes musicalmente, algo que no pasa en el pop mainstream occidental, con la búsqueda de autenticidad que tienen artistas como Taylor Swift u Olivia Rodrigo”. Mientras que artistas como las que nombra se jactan de sus dotes de compositoras o letristas, se muestran con guitarras acústicas y escriben sobre sus emociones, el valor del k-pop, para muchos, reside justamente en su artificialidad. “El estilo de la popstar clásica ya no aplica en Occidente y esa búsqueda ahora está en el k-pop. Ese nivel de performance, de videoclip, de estética”.

El público de la fiesta Krush se agranda. Ya no son suficientes esa pista pequeña ni ese balconcito en el que las noches de calor nos apretábamos para salir a fumar, a contarnos chismes y a observar a los locos que atraviesan de noche el microcentro. Por eso trasladan el evento a algo así como un centro cultural ubicado cerca del Congreso.

Esta vez no estamos solas. Parece que en el piso superior de este centro cultural están haciendo la fiesta de una universidad. Me lo explican así, sin mayores detalles: “En el piso de arriba están haciendo la fiesta de una universidad”. Aunque es escueta, la descripción me ayuda a entender por qué, de repente, veo chicos con barba y fundas de guitarras acústicas caminar entre las chicas de pelo decolorado y los gays eufóricos.

En algún momento de la noche se apagan las luces de colores y salen al escenario cinco chicas vestidas de traje. La performance produce chillidos dignos de cualquier idol y tengo la sensación (o más bien la certeza) de que todas están enamoradas de ellas. Son The Magicians, conocidas en la escena como Las Magas, cinco chicas que tienen entre 21 y 24 y que, en sus propias palabras, están “desparramadas” entre CABA, Grand Bourg, Banfield y Merlo.

Una de ellas, Roxi, usa un pelo oscuro que le cae sobre los ojos, y tengo la impresión de que es la que más alaridos de otras chicas cosecha durante el show. Ella describe el ambiente fandancer como una suerte de pasaje de la adolescencia a la adultez temprana: “El k-pop junta elementos de muchos géneros distintos, ese popurrí te nutre como persona y te da un montón de herramientas no sólo para conocer música sino también para conocer otras áreas de la vida. Muchas personas entran en esta onda a una edad muy formativa, y esto te enseña a trabajar en dinámicas sociales, a desenvolverte en grupos grandes, te lleva a lugares que no esperabas. Te abre la cabeza un montón. Nosotras sentimos que estar metidas en esto nos cambió mucho”.

Sobre su elección por TXT, me explica que es un grupo muy extraño: “Son un boy group pero tienen una manera de desenvolverse que no es meramente masculina, dura y torpe, le agregan mucha delicadeza, algo muy teatral, muy dramático. Los pasos que usan, las formaciones que tienen, corresponden siempre a lo que la canción quiere transmitir, y eso es lo más importante, más que salir lindo o estar fachero, esa cuestión artística de performance”.

Otra noche, pocos meses después, se presenta el grupo de fandancers Dream:once, un tributo a Twice, uno de los girl groups más consagrados en Asia, que en su carrera ha encarnado los conceptos sweet: canciones de amor, colores pastel, uniformes de escuela, videoclips lisérgicos y adorables. Dream:once, compuesto por siete miembros, es uno de los pocos grupos que tiene a un chico entre sus integrantes. Sobre el escenario de la Krush, enfundados en trajes satinados celestes y violetas, bailan “Feel Special”, uno de los himnos más sensibles de Twice.

Lo que más me sorprende de ellos es su compromiso con las tradiciones: después del show, emulando las costumbres de las idols emergentes, caminan entre el público para repartir sus propias photocards, pequeñas tarjetas coleccionables hechas de cartón con fotos de idols que vienen con los álbumes. May me explica que, a ellos, lo que primero les atrajo del k-pop fueron los shows en vivo. La puesta en escena y la dedicación a la performance hicieron que germinara el deseo de vivir la experiencia idol, es por eso que adoptan, con detallismo, costumbres como la de las photocards. “Para nosotros esto es mucho más que bailar y copiar”, me dice.

La fiesta difumina las líneas entre lo espontáneo y lo orquestado, entre la práctica y la frescura. A mitad de la noche, Kei Drama da inicio al bloque “random dance”: una competencia cuya dinámica consiste en que, al sonar distintas canciones de moda, los fandancers deben correr al centro de la pista para bailar las coreografías. Se siente un clima casi bélico cada vez que la canción cambia, los cuerpos se aceleran y están a punto de chocarse para llegar a la mitad del salón.

Son las cuatro de la mañana y, desde la vereda a la que salimos a fumar, un grupo de chicas y chicos borrachos –que deben venir de “la fiesta de la universidad”– canta a los gritos: “La otra noche te esperé bajo la lluvia dos horas, mil horas, como un perro”. Todos temblamos de frío. Estamos a pocos centímetros, pero casi ni nos miramos. Es una noche helada y las letras del rock nacional se mezclan con el beat frenético del k-pop.

A pocos días del próximo show de Oh My Cupid en la fiesta Krush, Meli me cuenta cómo vive el ritual previo a la presentación después de meses de ensayos: “El día del evento siempre estoy muy nerviosa, pero cuando estoy en el escenario, cuando estoy subiendo y veo a la gente emocionada, cuando empieza la canción y ya escucho gritos de gente que la reconoce, una comunidad que te recibe, es una sensación muy linda. Es sentir apoyo de personas a las que les gusta lo mismo que a vos, y quizás ahora es un género muy popular, pero antes no lo era. Siempre estoy sonriendo arriba del escenario, a veces no tengo que hacerlo porque la canción no lo amerita, pero a mí me hace muy feliz poder transmitir algo”.

Cuando les pregunto a Las Cupidas quién es la mejor bailarina de su grupo, todas responden lo mismo de forma casi coral: Yumi. “En todos los grupos hay, o debería haber, una persona que no necesariamente enseña, pero marca o dirige el ensayo”.

Yumi y yo estamos sentadas en los bancos de Puerto Madero. Su flequillo negro brilla bajo el sol asesino del mediodía. Desde acá vemos a todos los grupos que bailan en el pasillo. Mientras se prepara para su próximo ensayo me explica que, más que la exposición, ella disfruta el proceso: “No todos los grupos se manejan así, pero a mí siempre me gustó enseñar. No lo haría con cualquiera, pero hago esto porque son Las Cupidas. Lo que más me gusta es el proceso de aprender y enseñar la coreo, organizar al grupo, elegir qué ropa usar, para finalmente bailarla en vivo”.

Nunca fue a una clase formal de baile pero, mientras me habla, pienso que tiene la disciplina de una auténtica bailarina, una pasión que puede ser tan intensa en Corea del Sur como en la zona Oeste bonaerense.

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