Espectáculos en vivo en Colombia: Se alarga la fila de los abusos [OPINIÓN]

“El precio de las boletas puede fluctuar en cualquier momento, en función de la oferta y demanda”, dice la página web de TuBoleta, la tiquetera más importante de Colombia; muchas preguntas surgen ante esta y otras dinámicas que perjudican al público

Por  RICARDO DURÁN

abril 26, 2023

Wendy Wei vía Pexels

Con pocas excepciones, asistir a un espectáculo en vivo en Colombia (y en tantos otros lugares) suele convertirse en un verdadero dolor de cabeza. Las entradas tienen precios ridículos, los intermediarios abusan de su poder, las mafias de la reventa arrasan, los alimentos y bebidas se cobran como si los hubiera preparado Anthony Bourdain resucitado, y los escenarios son inapropiados en muchísimos casos. En una ciudad como Bogotá, la logística de acceso y salida generalmente es improvisada y caótica; parece que las empresas encargadas de este asunto experimentan en cada show y en cada escenario, como si las hubieran constituido ayer.

Los gobiernos locales y la policía no ayudan mucho, y miles de personas terminan sufriendo para conseguir transporte, o luchando para sacar su vehículo de un estacionamiento atestado y mal organizado. Es claro que los promotores, con todas sus fallas, no tienen la culpa de que la capital colombiana tenga un sistema de transporte inseguro y precario, que cierra sus puertas a una hora en que la ciudad intenta seguir viviendo.

Es importante aclarar que esto no es exclusivo de los conciertos, se repite en eventos deportivos y de toda índole. Sin embargo, los conciertos resultan críticos porque en ese mercado es frecuente que algunos promotores adecúen a medias cualquier recinto (lote, bar, bodega, parqueadero, potrero), lo bauticen en inglés, y consideren que ahora contamos con un “venue”. El repelente y arribista uso del spanglish no es el único problema, porque estos espacios resultan a veces incómodos e inseguros, y es un milagro que todavía no hayamos tenido una tragedia.

Las autoridades entorpecen por un lado el disfrute del público, mientras miran a cualquier parte cuando la gente corre riesgos, o tiene que soportar abusos en manos de organizadores, intermediarios y revendedores. Y la lista de atropellos es larga.

Tan pronto se anuncia un evento importante (con precios por persona que alcanzan uno o dos salarios mínimos mensuales) viene la correspondiente preventa, exclusiva y excluyente, seguida de una venta al público, en la que rápida y misteriosamente se esfuma un gran número de entradas.

Después entra en acción la reventa, que cada vez despierta más y más sospechas, recordándonos el escándalo de “la participación de la Federación Colombiana de Fútbol y de sus miembros en el desvío masivo de boletas” durante las Eliminatorias para el Mundial de Rusia 2018. En ese caso la misma Federación y dos tiqueteras, más 17 personas naturales, se vieron presuntamente involucradas en una maniobra corrupta que afectó a miles de personas.

Todo esto nos hace recordar el caso de Pearl Jam contra Ticketmaster en los años 90, cuando la banda de Eddie Vedder compareció ante el Congreso estadounidense para hablar sobre los cargos excesivos que el gigante del entretenimiento sumaba a los boletos de sus conciertos. Muchos años después, con la unión de Ticketmaster y Live Nation, el escenario solo ha empeorado, y gente como tan grande como The Cure o Taylor Swift manifiesta su preocupación, buscando proteger a su fanaticada.

En Colombia, el sitio web de Entradas Amarillas también indica que “el precio de la entrada puede fluctuar en función de la oferta y la demanda”. Cuando cualquier tiquetera decide que el valor de las boletas se moverá de esta forma, la reventa pasa a jugar un papel decisivo porque distorsiona completamente la dinámica, y hace que surja una demanda artificial que dispara el valor de las entradas. Muy perjudicial para el público, y muy conveniente para otros actores de la escena. ¿Piensa mal y acertarás?


“El precio de la entrada puede fluctuar en función de la oferta y la demanda”, y “la distribución real de los lugares y asientos puede variar sin previo aviso”, son frases que se encuentran en las páginas web de muchas tiqueteras.


Que lo hagan en Estados Unidos, que lo haga Ticketmaster, que se haya convertido en una práctica habitual para la industria, o que lo apruebe una estrella millonaria de la música, no significa que esté bien, no lo hace menos abusivo. Por algo a los involucrados en el escándalo de la Federación Colombiana de Fútbol se les acusó de formar un cartel, como en la mafia.

Esa política de “precios dinámicos” está lejos de ser el único abuso al que están expuestas las personas que desean asistir a un espectáculo. Las mismas tiqueteras imponen a sus clientes unos cargos absurdos por el “servicio” y el “envío” de un correo electrónico con un PDF, superando en algunos casos el 10% de la entrada. En los shows que hará RBD en noviembre, en Medellín, alcanza el 15%. Este dinero del cargo por servicio nunca se devuelve cuando, por cualquier motivo, el evento llega a ser cancelado.

Y no hablemos de los casos en que las personas llegan a la entrada del recinto para descubrir que su código ha sido misteriosamente clonado. No olvidemos lo ocurrido en México con quienes pagaron montones para ver a Bad Bunny, porque en todas partes se cuecen habas.

Una persona que ha trabajado en producción de espectáculos en vivo, y pide conservar su anonimato, asegura que existen funcionarios que entregan a los revendedores los archivos de impresión de las entradas a cambio de una comisión. Según esta misma fuente, en algunos casos se da directamente prioridad a la reventa para la entrega de tiquetes.

Además, ahora se ha vuelto costumbre que a última hora aparezcan milagrosamente nuevas boletas disponibles, con “visibilidad restringida”, y se advierte que “la distribución real de los lugares y asientos puede variar sin previo aviso”, como dice E-Ticket en su página web. A esto se suman las cancelaciones de los artistas, y los organizadores que aplazan indefinidamente sus shows, sin que el público reciba una respuesta oportuna y satisfactoria. No olvidemos, por ejemplo, lo ocurrido con el lamentable Jamming Festival de 2022.

La excusa de la pandemia no justifica absolutamente nada, este es apenas el reflejo de una voracidad desmedida, de una total desconexión con la realidad del país, y de unas autoridades que no cumplen con el deber de proteger a la gente. Muchas de estas situaciones hacen pensar que, si no hay corrupción en los entes de vigilancia, por lo menos hay muchísima indiferencia, torpeza y negligencia.

Y sí, el público también es responsable porque se endeuda y hace cualquier cosa con tal de estar allí, en busca de la selfie y el video que le saque por unas pocas horas del anonimato. Tal vez por eso pagamos cifras absurdas para ver espectáculos (en muchos casos deslucidos) y artistas que se despiden “definitivamente” cada dos años de los escenarios. La responsabilidad recae también en los medios e influencers que se arrodillan por una invitación, buscando likes, tráfico e interacciones; parecen dispuestos a hablar maravillas de cualquier cosa, a cambio de una acreditación o una supuesta primicia.

Pueden decir –con razón– que nadie obliga a la gente a comprar, y será una respuesta tan insolente como estúpida, pero algún día tendrán que atenerse a las consecuencias. Como espectadores, esenciales para la industria del entretenimiento, debemos aprender que ningún espectáculo es cosa de vida o muerte, tomar en alguna medida el control de la situación, manifestarnos y darle la espalda a tanto maltrato, porque nuestro valor como personas no está determinado por los eventos a los que asistimos, aunque esta industria intente decirnos lo contrario.

Puede sonar ingenuo, pero tal vez sea la oportunidad para mirar otro tipo de espectáculos, otras escenas que no estén aún contaminadas por tantas prácticas monopólicas, abusivas y oscuras. Los promotores demuestran que el arte, la música, y el público, les tienen sin cuidado, como a la Federación Colombiana de Fútbol tampoco le interesa el deporte. ¿Por qué habría de importarles si hay miles de personas dispuestas a soportar cualquier cosa con tal de ir a un espectáculo para subir fotos y videos a las redes sociales?

Finalmente, a las marcas patrocinadoras debería importarles la forma en que se trata al público en los eventos que auspician, y exigir algo más justo para las personas que hacen crecer sus marcas.

La pregunta que realmente importa ante semejante panorama es, ¿qué vamos a hacer al respecto?


Debemos aprender que ningún espectáculo es cosa de vida o muerte, tomar en alguna medida el control de la situación, manifestarnos y darle la espalda a tanto maltrato, porque nuestro valor como personas no está determinado por los eventos a los que asistimos, aunque esta industria intente decirnos lo contrario.