Diapositiva anterior
Diapositiva siguiente
Diapositiva anterior
Diapositiva siguiente

El rescate

Conforme Estados Unidos se retiró de Kabul y los talibanes entraron, dos soldados estadounidenses nacidos en Afganistán arriesgaron todo para sacar a sus familias con vida

TAFF SGT. BRANDON CRIBELAR/U.S. AIR FORCE

abril 26, 2022

El especialista Fazel Roufi vio la locura de inmediato. Eran las cinco de la tarde del 17 de agosto cuando el avión C-17 Globemaster –con Roufi y sus compañeros soldados de la 82ª División Aerotransportada a bordo– desplegó su rampa en el aeropuerto internacional de Kabul (HKIA). Les dijeron a los soldados que cargaran y prepararan sus armas antes de descender sobre una pista cubierta de los desechos de los refugiados: ropa abandonada y botellas de agua vacías.

Todos estaban en la cuerda floja, pero ninguno como Roufi; Kabul era su ciudad natal. No había comido nada desde que salió de su casa en Carolina del Norte, y reprimió las náuseas mientras caminaba por la pista. Tenía miedo, pero no por él. Entrecerró los ojos por el sol y pudo ver las calles aledañas al aeropuerto por donde solía pasar en su bicicleta de camino a las clases de inglés. Esas mismas calles ahora estaban abarrotadas de miles de refugiados con sus pocas posesiones a la espalda y de madres tomando las manos de niños que gritaban asustados. Llegaban al aeropuerto con papeles que indicaban diversos grados de afiliación a los Estados Unidos; cartas de recomendación de personal de la embajada que se fue hace mucho, y testimonios en teléfonos de veteranos del Ejército para quienes alguna vez tradujeron durante la guerra sin fin.

Más allá de las puertas estaban los papás de Roufi, sus seis hermanas y cuatro hermanos, sus parejas y un montón de sobrinos y sobrinas; 24 en total. Estaban desesperados por salir de Afganistán y confiaban en él. Se preguntó si estaban cerca, en carros o en la casa con las cortinas cerradas.

El Gobierno afgano había caído hacía 48 horas, y los talibanes habían entrado en Kabul. La ciudad se sumergió en la locura, no había ley ni orden. En el aeropuerto, los talibanes les dispararon a los marines de los Estados Unidos, y estos respondieron con fuego y mataron a dos de los insurgentes. Mientras tanto, cientos de afganos rompieron las vallas del aeropuerto y persiguieron un C-17 que salía de la pista; algunos cayeron desde las ruedas del avión y murieron.

En Washington, el presidente Biden insistía que no era otro Saigón, mientras los de la derecha se quejaban de que EE. UU. estaba cayendo en la desgracia. Roufi supo que el mundo se había vuelto loco. Durante esas dos décadas fue testigo de cómo miles de millones de dólares y 176.000 muertos resultaron en Afganistán reemplazando al Talibán con el Talibán. Sabía que los Estados Unidos habían seguido al Imperio británico y a la Unión Soviética hasta el cementerio de Afganistán. Pero a Roufi no le preocupaban los asuntos de estado, sabía que el destino de miles de familias afganas sería decidido por una pieza de papel o el estado de ánimo de un soldado joven y asustado.

Y no era el único; también llegó el primer teniente Marshall Shekib –otro miembro de la 82ª División Aerotransportada y nativo de Kabul con su familia en peligro– al aeropuerto internacional de Afganistán ese día. Sus caminos se cruzarían, pero por el momento, lucharon solos.

Más temprano ese día, la familia de Roufi había intentado llegar a las puertas del aeropuerto, pero la multitud de gente había alcanzado niveles distópicos; se escuchaban tiros, los talibanes blandían látigos y algunas mamás arrojaban a sus hijos a los marines para al menos sacarlos del país. Hace 12 horas, Roufi había hablado por teléfono con sus padres y se dio cuenta de que estaban en peligro; vieron cómo un policía afgano le disparaba a un tipo que intentó escalar la valla y cómo un camión atropelló a una mujer. Tenían miedo y Roufi pudo notar en la voz de su padre, Abdul, que su familia estaba perdiendo la esperanza.

A pesar de la mala conexión, Roufi pudo escuchar a mujeres y hombres gritando; eran los sonidos de un manicomio. Luego reconoció la voz de su hermana Fatima, de 18 años, la bebé de la familia. Fatima quería ser periodista, puesto que poseía una compostura que supera sus años. Pero ahora su voz se teñía de miedo: “Fazel, los talibanes vienen por nosotros. Los talibanes nos van a matar. ¡Fazel!”. La línea se cortó y durante las siguientes 12 horas Roufi temió que su familia estuviera muerta y que fuera su culpa, después de todo, era el único que fue a Estados Unidos para convertirse en un soldado estadounidense.

LT. COL. BRETT LEA/82ND AIRBORNE DIVISION

Roufi nunca pensó que volvería a casa, y él estaba bien con ello. No extrañaba muchas cosas de Kabul, principalmente a sus hermanos y hermanas, amontonados en su casa de cuatro pisos en el distrito de Khair Khana, una sección moderna de Kabul que reflejaba la esperanza y las posibilidades de la ciudad. Extrañaba el kabuli pulao de su madre, un plato con carne y arroz, y compartir miradas cómplices con su padre cuando este se iba a apostar con sus compañeros policías.

Tenía seis años cuando las torres gemelas colapsaron y los estadounidenses llegaron a Kabul. Recuerda la felicidad de su madre y tía, celebrando la libertad que habían recuperado después de que los talibanes se devolvieran a sus cuevas y montañas. Sus ojos se iluminaron cuando las tropas de coalición caminaron por las calles repartiendo chocolates y balones de fútbol. Algunos afganos desconfiados rechazaron los regalos, diciendo que los dulces eran veneno y las pelotas traían micrófonos. A Roufi no le importó, él y sus amigos querían jugar como Cristiano Ronaldo, cuyo poster tenía en su habitación.

Pero también había cosas que no extrañaba tanto. De pequeño comenzó a practicar kickboxing y ganó premios, así podría protegerse de los ladrones y las pandillas en su camino a casa del colegio. Afganistán era un país en donde siempre tenías que estar alerta. El país había sido gobernado por comunistas, teócratas y ahora cleptócratas, y él sabía que la única certeza que tenían era que las sillas políticas se reacomodaran, pero algunos afganos pagarían con sus vidas.

Siempre te estaban observando, un choque de manos amistoso con un soldado yanqui podía ser registrado y utilizado en tu contra durante la próxima e inevitable transformación del régimen. “Las cosas cambiarán una y otra vez”, le dijo su padre. “Siempre tienes que tener cuidado”.

Mientras tanto, la violencia reinó. Uno de los requisitos en la clase de inglés de Roufi era traducir una noticia de pastún a inglés todos los días. El soldado hizo trampa al traducir la misma historia de un carro bomba, solo le cambiaba el barrio o la ciudad; siempre había una bomba en algún lugar del mundo de Roufi. Se graduó del colegio en 2011, su inglés era bueno y era muy inteligente, por lo que no le fue difícil conseguir una comisión del Ejército afgano. Lo promovieron a capitán después de un año en la academia militar, pero Roufi tenía más sueños que ser enviado a otra provincia a pelear contra los talibanes. Pronto aplicó para una visa de estudiante diseñada para los oficiales afganos que querían continuar sus estudios en los Estados Unidos.

El acuerdo era que estudiaría por dos años y volvería a servir a su país. Terminó en San Antonio y casi de inmediato conoció a una chica llamada Vanessa, quien le enseñó la comida mexicana y la aparentemente indescifrable cultura del “Estado de la estrella solitaria”. Se enamoraron y se casaron en cuestión de seis meses. El padre de Roufi, Abdul, acudió a su comandante afgano y le explicó que si su hijo volvía, no podría volver a EE. UU. con su novia por los próximos 10 años. El comandante de Abdul sonrió y dijo que cualquiera que pudiera salir de Afganistán tenía su bendición.

Roufi asistió a clases y trabajó en seguridad, pero sentía una obligación hacia su nuevo país; quería agradecer a EE. UU. por haberlo recibido, y la mejor manera que se le ocurrió fue enlistarse al Ejército estadounidense. El Ejército lo recibió, pero había una condición. El soldado siempre había querido ser un oficial de inteligencia, pero como aún no era ciudadano, su carrera profesional sería en la infantería o como mecánico, nada en donde tuviera acceso a información confidencial.

Después de la capacitación básica, tuvo buenas calificaciones en los exámenes y recibió puntos extra en su perfil del Ejército por hablar pastún y persa darí, los principales idiomas de Afganistán. También era atleta y estaba en una condición óptima, no obstante, seguiría siendo un mecánico, pero estaría en la 82ª División Aerotransportada, paracaidistas de élite cuya reputación se extendía desde Normandía hasta Ramala.

Vanessa y Roufi se mudaron a Fort Bragg –el hogar de la 82ª División– y se instalaron en una casa de campo de dos pisos y colgaron fotos de su familia por todos lados. El soldado obtuvo sus “alas” después de terminar la escuela de paracaidismo y su rutina era reparar los Humvees y otros vehículos militares de la unidad. A veces eso le aburría, había ido a EE. UU. para hacer grandes cosas y ahora se ganaba la vida cambiando el aceite de vehículos.

El covid llegó y Roufi tuvo más tiempo para pensar; no quería ser un soldado profesional, quería mudarse a Miami y quizá abrir un restaurante. (Esto podría ser un problema con Vanessa debido a que ella se quería mudar a Texas). Sus sueños fueron bendecidos cuando obtuvo la ciudadanía en el 2020. Ahora nada parecía imposible, solo le quedaban dos años de su reclutamiento.

El año pasado comenzó a recibir llamadas y mensajes de texto de su familia; los estadounidenses se estaban yendo. Suponían con alegría que el Gobierno afgano tomaría el control de Kabul al menos unos años, pero pronto el ánimo decayó. Podrían retener Kabul por un año o seis meses. Para julio, los talibanes se tomaron las fortalezas del Gobierno. Roufi le dijo a su familia que mantuvieran la calma, que revisaría sus solicitudes de visa, pero algunas habían estado en trámite durante una década. El soldado comenzó a escuchar rumores de que la 82ª División podría desplegarse en Kabul para ayudar a sacar a los “amigos” de los estadounidenses y sus familias. Pensó que esto incluía a su familia, puesto que siempre habían estado a favor de los estadounidenses y él era parte de su ejército. Aun así, no sabía qué más podía hacer por ellos siendo solo un mecánico.

El año siguió su curso y el Gobierno afgano siguió perdiendo territorio. Roufi pensó que los generales afganos y sus tropas pondrían resistencia en Kabul, si no por el país, al menos para salvar el lujoso estilo de vida que habían construido sobre todo lo que le habían podido sacar a los estadounidenses cuando se embolsaban los salarios de soldados fantasmas o las ganancias de chalecos antibalas inexistentes.

“El Gobierno no caerá”, le dijo Roufi a su padre en una llamada. “Los ricos tienen demasiado que perder”. Tristemente, estaba equivocado. Los generales hicieron tratos con los talibanes y escaparon a Tayikistán o Paquistán, donde habían guardado su dinero y a sus novias. Poco después la ciudad quedó indefensa. Algunos dueños de algunas tiendas comenzaron a arrancar los carteles de los salones de belleza que promocionaban cortes occidentales. En la tarde del 15 de agosto, el presidente huyó a Tayikistán en un helicóptero sin decirle a sus altos funcionarios; Kabul estaba al alcance de cualquiera.

Las vidas profesionales de sus hermanas terminaron ese día; una era odontóloga y la otra cirujana. Si los talibanes o los terroristas del ISIS-K que se habían infiltrado en Afganistán durante el caos se enteraban de que ellas tenían un hermano sirviendo en el Ejército estadounidense, podrían asesinar a toda la familia de Roufi. Les dijo que fueran al aeropuerto, y desde Fort Bragg llamó a un paracaidista que ya estaba en suelo afgano. “Mi familia está allá, ¿los puedes ayudar?”, le gritó a través del teléfono con mala conexión. “Hermano, acá es una locura, no puedo hacer nada”, le respondió el soldado.

Roufi tenía un último as bajo la manga. La 82ª División tiene una política de puertas abiertas en las que un soldado puede omitir la cadena de mando en caso de una emergencia. Habló con el capellán de su división y esa misma tarde fue escoltado a las oficinas del general Christopher Donahue, un militar rudo pero carismático. El 11 de septiembre, Donahue volvía del Pentágono al Capitolio cuando el avión se estrelló y mató a 184 de sus colegas. Había estado peleando en una guerra sin fin por dos décadas ya, y había ido a Irak, Afganistán, el norte de África y Siria 17 veces. Había matado a talibanes y talibanes habían matado a sus amigos. Ahora con 51 años, el militar estaba preparado para llevar a sus soldados de regreso a Kabul para una guerra que le habían dicho ya había terminado.

La multitud avanzó hacia el alambre de púas y una mujer mayor se quedaba sin aire al fondo. Roufi se acercó todo lo que pudo y le gritó: “Agarre mi pierna y no la suelte”.
Staff Sgt. Victor Mancilla/U.S. Marine Corps

Roufi sabía que necesitaba proyectar la seguridad de que podía ser de ayuda, por lo que mantuvo su espalda erguida y saludó al general. Algunos lo llamaban “La línea mortal”, porque su temperamento nunca cambiaba sin importar cuán arriesgada fuera la situación. Cuando el soldado entró, lo miró con ojos imposibles de leer. “¿Qué puedo hacer por usted, soldado?”. Roufi le contestó: “Mi familia está en Kabul, necesito ayudarlos, no quiero que mueran”. Donahue le preguntó que si tenía buen manejo del pastún y persa darí como para traducir para él y su equipo. “Sí, general”. El militar lo miró durante unos segundos. “Usted es el hombre que necesitaba, sacaremos a su familia”. Roufi reunió el poco valor que le quedaba y le preguntó que si lo decía en serio. “Empaque su equipo, nos vamos en dos horas”, le respondió Donahue.

El primer teniente Marshall Shekib había abordado la situación de una manera diferente. No le dijo a su familia que estaría en Kabul hasta que estuvo en suelo afgano. Su renuencia a aprovechar su posición para salvar a su familia estaba relacionada a un sentido casi patológico del deber hacia su nuevo país. Había servido en el Ejército estadounidense durante 12 años, ascendiendo de soldado raso a oficial, y era de los que decía que Estados Unidos no había invadido Afganistán sino que lo había liberado.

Como Roufi, Shekib se había criado en Kabul. Creció en una familia occidentalizada, con HBO y una caja llenas de películas de Jean-Claude Van Damme. Después de graduarse del colegio, Shekib les enseñó inglés a niños afganos durante un tiempo hasta que un soldado estadounidense le dijo que podría triplicar su salario si iba al Campamento Dinamita y traducía para los estadounidenses en patrulla en la ciudad.

Durante los tres años que le siguieron, el joven tradujo de noche y asistió a la universidad de día. Se mudó al campamento y cambiaba sus rutas a la universidad con frecuencia, temiendo que alguien lo siguiera. Eventualmente, le concedieron una visa a él, a su esposa y a su hijo para emigrar a Estados Unidos, gracias a sus años de servicio. Como Roufi, Shekib también quería devolverle algo a su nuevo país. En el primer año se enlistó en el Ejército, luego lo apresuraron a un programa de traducción y en 2010 fue enviado a la provincia de Faryab, cerca de la frontera con Turkmenistán, donde el Gobierno afgano creía tener el control.

Siguiendo el protocolo, se le ordenó que informara a su comandante cómo podría ser más útil para su nueva unidad. Algunos traductores afganos estadounidenses tenían ciertos privilegios, incluyendo elegantes carpas cerca del mando, pero Shekib no quería eso. Le dijo a su oficial al mando que podría ayudar más, no como un traductor mimado, sino al estar presente en las reuniones entre los locales afganos y su oficial al mando como un soldado común, escuchando la interpretación del otro bando. Después, le diría a su jefe si los intérpretes se olvidaron de algún detalle importante o de si dijeron algún comentario antiestadounidense entre ellos. Shekib dijo que esto solo funcionaría si todos los demás soldados pensaban que era otro cadete más.

Al coronel de Shekib le gustó la idea y le dijo que se reportara con el sargento quien le daría una identificación más estadounidense para que usara. El sargento examinó a Shekib y le dijo que lucía como alguien en su unidad llamado Sanchez. “Dile que te dé una de sus identificaciones”. Para llevar a cabo su truco, el soldado se dejó los lentes de sol puestos, y a sus colegas les dijeron que era un hispano proveniente de los alrededores de Los Ángeles. La estrategia salió bien por seis o siete meses, luego, el coronel y Shekib se acercaron a una torre fronteriza a las afueras de un pueblo de Faryab. Era una reunión estándar con los funcionarios locales, pero lo que no notaron fue que la verdadera unidad fronteriza afgana había sido secuestrada y los talibanes estaban vistiendo sus uniformes. Mientras el coronel hablaba con el jefe de la unidad, el soldado estaba cerca de un talibán. Uno de ellos tenía una ametralladora PKM de procedencia rusa y comenzaron a susurrar en pastún. “Sube la PKM a la torre”, dijo uno, “y dispárale al oficial y a su vehículo”.

Shekib sabía lo que había oído y esperó a que uno de ellos fuera hacia la torre, para luego gritarles en pastún: “¡Suelten sus armas ya!”. El coronel se dio cuenta de lo que estaba pasando y le gritó al resto de sus hombres: “Hagan todo lo que Sanchez diga”. Desarmaron a los talibanes y todos quedaron a salvo.

Durante su estadía en Afganistán, el soldado nunca se atrevió a contactar a su familia en Kabul, a tan solo 600 kilómetros de distancia. Regresó a los Estados Unidos y pasó la siguiente década escalando posiciones hasta llegar a la Escuela Superior de Oficiales. Fue comisionado como teniente y se convirtió en oficial de inteligencia en 2019.

En agosto, le dieron órdenes de volar a Kabul con la Primera brigada de la división. Esa noche, volvió a casa y les dijo a su esposa e hijo que sería trasladado y que se ausentaría por seis meses. Consintió a su pastor alemán y luego volvió a la base para su vuelo. No le envió un mensaje a su hermana en Kabul, creyendo que era mejor no ilusionarla en caso de que la misión saliera mal. Después de llegar al HKIA, se perdió intentando actualizar a los traductores, y no fue hasta el segundo día que recibió un mensaje a WhatsApp de su hermana, quien vivía a menos de cuatro kilómetros de allí.

“Las cosas están mal por aquí, la gente está escapando del país”.

Shekib le contestó: “Estoy aquí”.

“¿Aquí en dónde?”

“En el aeropuerto”. Al comienzo su hermana no le creyó.

Si Roufi y Shekib eran la representación del drama humano en la evacuación de Kabul a pequeña escala, Donahue veía el panorama general y no era más favorable, y durante el viaje de 24 horas desde Fort Bragg a la capital afgana recibió informes constantes. Los talibanes estaban atacando a la multitud que estaba afuera del aeropuerto; hubo estampidas que terminaron en una cifra desconocida de afganos muertos; la gente moría por ataques al corazón o deshidratación; y cuando un soldado le ofreció una botella de agua a un anciano, una docena de refugiados se le tiró encima queriendo un sorbo.

La única solución era algo que había sido inconcebible días atrás: cooperar con los talibanes. Donhaue fue un subcomandante de las tropas estadounidenses bajo el mando del almirante de la Marina Peter Vasley, un colega de hace mucho tiempo, cuyas habilidades de liderazgo encajaban con las suyas. Y en esta ocasión, Vasley dejó a Donahue a cargo de la extracción de todas las fuerzas en el aeropuerto. El comandante tenía años de experiencia en combate con los talibanes, pero recientemente había encontrado “intereses comunes”, como les gustaba llamarlos a los estadounidenses, más específicamente un enemigo en común: ISIS-K, una rama regional de la organización terrorista que es tan sádicamente violenta como la original.

Antes de llegar a la 82ª División, Donahue había servido como comandante del Mando Conjunto de Operaciones Especiales de Afganistán, apoyando en la Operación Centinela de la Libertad, sucesora de la Operación Libertad Duradera-Afganistán, la misión afgana original de EE. UU. Según un alto oficial militar, Donahue y las fuerzas estadounidenses entablaron una relación de realpolitik con los talibanes en 2019, y brindaron apoyo aéreo mientras se deshacían de las fuerzas del ISIS-K en Tora Bora, el viejo escondite de Osama bin Laden. El comandante conocía a todos los jugadores talibanes.

Donahue llegó en el mismo vuelo que Roufi, y después de una reunión breve con Vasley, confiscó un jeep y salió rumbo a un reconocimiento del aeropuerto con algunos soldados. Casi de inmediato vieron a media docena de talibanes con rifles barriendo la terminal principal. “Sáquenlos de ahí”.

Shekib le pidió a su hermana que le enviara una foto de cómo iba vestida para localizarla entre la multitud. “No te cambies de ropa,” le dijo. “Solo así podré encontrarte”.
Jeremy M. Lange para Rolling Stone

El equipo subió al techo de la terminal y, según un testigo, se encontraron con ocho francotiradores talibanes con los rifles apuntados hacia las puertas donde los infantes de Marina y los afganos desesperados se reunían. Los estadounidenses se vieron por un momento con los talibanes y Donahue fue el primero en hablar en inglés, luego a través de su intérprete. “Lárguense de aquí. Ya terminaron, váyanse”. Los talibanes se fueron y el comandante llamó a dos escuadrones para reemplazarlos.

Tanto los estadounidenses como los talibanes estaban en una encrucijada surrealista y Donahue lo sabía. Los talibanes habían ganado la guerra, pero los estadounidenses todavía tenían el arsenal suficiente para destruir sus tropas en Kabul y nivelar el país. El comandante ordenó que un avión de combate sobrevolara las posiciones de los talibanes en el aeropuerto para llamar su atención. Luego se reunió con el líder de los talibanes en el aeropuerto, quien era miembro del grupo élite Unidad roja, y le dijo que quería hablar con el comandante militar talibán en Kabul.

Cuatro horas después, Donahue y su equipo se sentaron en una sala de conferencias en el aeropuerto con Qari Hamdullah Mohlis, el estratega militar talibán, que había alcanzado una nueva fama internacional dos días atrás, al ser el primer líder talibán en entrar al palacio presidencial.

La sala estaba llena de soldados talibanes y estadounidenses que habían hecho tanto cosas malas como buenas por sus causas, y que ahora se miraban con recelo. Donahue y Mohlis se habían perseguido por años, y había un respeto reticente mutuo, según un oficial militar de alto rango presente en la reunión. “Vayamos al grano”, dijo Donahue, según varios testigos. “Nos necesitan más de lo que nosotros los necesitamos”. Al comienzo, Mohlis no dijo nada, dejando que el comandante estadounidense fuera quien hablara, hasta que este sacó un mapa. “Mire, estas son sus posiciones. Aquí hay un B-52 y aquí un B-1 en la parte superior. Le diré lo que vamos a hacer”, explicó Donahue. “Tenemos todas y cada una de sus posiciones alineadas. Si nos disparan, eliminaremos cada uno de sus puntos de control. Y si cree que estoy jodiendo, ya me conoce y yo lo conozco. Pruébenos”.

Nadie sabía si realmente era una amenaza o machismo de primer mundo, los Estados Unidos tenían el arsenal para hacer lo que el comandante había dicho, pero, ¿qué harían con una Kabul bombardeada y miles de bajas en sus manos, recién cuando se iban? En ese momento, las tropas estadounidenses estaban amontonadas en el aeropuerto. Quizá era mentira, pero los talibanes no podían estar seguros. El personal de Donahue y Mohlis acordaron unos parámetros; los talibanes se irían por completo del aeropuerto y establecerían un puesto de control a 45 y 90 metros de las tres entradas del aeropuerto: norte, sur y la puerta Abbey. Y para intentar restablecer el orden, los soldados de la Marina y el Ejército estadounidense se comunicarían directamente con sus homólogos talibanes en las puertas a través de intérpretes como Roufi y Shekib, quienes facilitaban la comunicación.

Esto no significaba que hubiera confianza, Donahue y su equipo tenían claro que los talibanes eran asesinos despiadados. Sin embargo, ambas partes estaban de acuerdo con que la llegada de afganos era un gran problema, y se comprometieron a elaborar un sistema en el que los refugiados llegarían en grupos y no individualmente. Los soldados estadounidenses les darían a los talibanes una lista de refugiados aceptados por el Departamento de Estado estadounidense que llegaban en buses, los talibanes revisarían dicha lista y los dejarían pasar. La reunión terminó y ambos bandos expresaron querer ponerle orden a la situación. Parecía un buen plan.

El especialista Roufi no estuvo en esa reunión. El general le dijo que encontrara a su familia y los llevara al aeropuerto, pero era una tarea complicada, puesto que todo el clan se había devuelto a la casa después de que los talibanes comenzaran a acercarse. El padre del soldado, de 63 años, estaba listo para rendirse; no solo le temía a los talibanes, sino a perder a su familia. Según él, no había manera en que los estadounidenses los dejaran entrar a todos a su país. Quizá su esposa, sus hijas y él podrían salir, pero eso dividiría a su familia y destruiría a su esposa, Diljan. Además, ¿quién sería él al llegar a EE. UU.?

“¿Qué haré allá?”, le preguntó Abdul a Diljan. “Estoy viejo y no hablo inglés, no tendré nada”. Pero entonces el señor se fijó en sus hijas, tan exitosas e inteligentes. No tenían futuro y para Abdul eso significaba que él tampoco lo tenía. Cuando Roufi logró contactar a uno de sus hermanos y le dijo que fueran hasta la puerta sur del aeropuerto, Abdul supo que era lo que tenían que hacer. Cogieron sus maletas, se montaron en tres carros y dejaron su casa y todas sus vidas atrás.

El camino al aeropuerto solía durar 20 minutos, pero esta vez les tomó una hora. Pasaron junto a otros afganos, algunos caminaban hacia el aeropuerto y otros de regreso a casa, como fantasmas cubiertos de polvo y sangre. Los nativos les tenían diferentes nombres a las puertas del aeropuerto, así que Roufi le dijo a su hermano que fueran a aduanas en la calle Hotkhel. Roufi se subió a un muro de cemento y buscó a su familia.

Era crucial que los talibanes no supieran que la familia estaba siendo trasladada por un hermano e hijo que ahora vestía el uniforme estadounidense. Los talibanes podrían prohibirles la salida, y desde ahí, había una lista interminable de sombrías posibilidades. Se sabía que los talibanes se apoderaban de las casas de los simpatizantes con los estadounidenses, mataban al patriarca y emparejaban a las mujeres con soldados talibanes en busca de esposas. Roufi le dijo a su hermano Ahmed que hiciera una seña cuando lo viera, pero que no demostrara que estaban emparentados.

Cuando el soldado finalmente vio a su hermano, su corazón casi explotó, habían pasado seis largos años desde que había visto a su familia. Asintió en su dirección y desvió la mirada, mientras su familia se reunía a un lado. Roufi y otro traductor caminaron hasta la puerta, vistiendo uniformes sin rango, para confundir a los francotiradores enemigos sobre quiénes eran los oficiales de alto rango. El soldado nunca había estado en combate, pero hizo su mejor esfuerzo de mantener una mirada inexpresiva y señaló a su familia, gesticulando hacia los talibanes. “Déjelos pasar”, a lo que el soldado talibán le preguntó cuántos eran.

En el vuelo hacia Afganistán, Roufi se prometió a sí mismo que no sería avaricioso, solo traería a sus padres y a sus hermanas, los hombres tendrían que abrirse paso por su cuenta. Pero al llegar, vio dos cosas: las condiciones infernales en las que estaba Kabul y los burócratas afganos adinerados que ya estaban en la terminal con sus familias extendidas. Vio las caras de sus sobrinos y sobrinas que no había conocido, ¿cómo podría salvar a unos y condenar a los demás a la miseria? Se acogió a su excepcionalísimo estadounidense recién adquirido: “Tráigalos a todos”.

La familia comenzó a pasar por la puerta de a parejas cuando un infante de la Marina lo interrumpió enfurecido cuando vio que Roufi estaba dejando pasar a un pequeño ejército afgano. Lo miró preguntándose si sería de operaciones especiales o de la CIA, y se detuvo cuando supo el rango de Roufi, solo era otro soldado. “De ninguna manera, no puedes dejar pasar a tanta gente”. Usualmente, el soldado hubiera sido amable, pero en esta ocasión no lo fue. “Tenemos una orden”, afirmó. “Es mi familia y está en peligro”. De todas formas, el marine se resistió, había estado en la puerta durante horas y había visto a afganos luchar con uñas y dientes para moverse un metro más cerca de la puerta, y ahora se le pedía dejar entrar a 24 personas que habían salido de la nada. No daría su brazo a torcer.

Afganos intentan escapar encima de un avión.
Wakil Kohsar/AFP/Getty Images

Para este punto, tener amigos en posiciones altas cambiaría la vida de esas 24 personas. Un oficial de las fuerzas especiales que Donahue había enviado en caso de problemas habló: “Los dejarás pasar, son órdenes del general Donahue”. Y así, la familia de Roufi pasó por la puerta. Ninguno mostró ninguna emoción hasta desaparecer del campo de visión de los talibanes; su madre comenzó a llorar, pero no por Roufi. Durante las siguientes seis horas, logró que su familia pasara por los puntos de seguridad y burocracia de un éxodo masivo. A las dos de la mañana, la familia se hizo en fila hacia un C-17 que iba para Qatar. Allí se dio cuenta de que su madre, sus hermanas y sus hijos parecían asustados, hasta que uno de ellos le explicó el porqué: ninguno había estado en un avión antes, aunque su madre parecía la más calmada de todos. “Si nos estrellamos, será nuestro camino a la libertad”, sentenció.

Roufi esperó con su familia hasta que el avión estuvo listo para despegar, luego lo vio alzar vuelo y desaparecer en la noche, y allí fue cuando finalmente lloró. “Se están yendo, se están yendo”, le dijo a uno de sus compañeros soldados. Luego vomitó y fue hasta la terminal principal del aeropuerto, donde el general Donahue se había instalado. Encontró un lugar en un corredor afuera de un comedor abandonado y se acostó en el suelo, con el casco de almohada, y se quedó dormido en cuestión de segundos.

En una película de televisión, aquí sería cuando aparecen los créditos. Pero a Roufi le quedaban 12 días más en Kabul; había salvado a su familia, pero ahora tenía que ayudar a otros. Dos días después, el general Donahue ordenó a Roufi que ayudara al primer teniente Shekib y a otro soldado estadounidense afgano a sacar a sus familias. Shekib seguía siendo reacio a ausentarse de sus funciones para realizar una búsqueda personal, pero el capellán de la división lo tranquilizó de que era lo correcto.

Roufi comprobó las puertas a través de las cámaras de vídeo de la 82ª División y vio que la puerta norte era la menos caótica. Le dijo a Shekib que le dijera a su familia que se dirigiera allí lo antes posible. Después de que la hermana del teniente se recuperara de la sorpresa inicial de saber que su hermano estaba allí y a menos de cinco kilómetros de distancia, le dijo que llamara a su suegra y a su cuñada. Les dijo que acudieran a la puerta norte con poco equipaje y le pidió a su hermana que le enviara una foto de cómo iba vestida para poder intentar localizarla entre la multitud. “No te cambies de ropa,” le dijo Shekib. “Solo así podré encontrarte”.

Pero su hermana tenía otra preocupación, quería llevar dos mil dólares, pero temía que algún soldado estadounidense se los robara al entrar en la puerta. La voz de Shekib se elevó con exasperación al escuchar su temor. “No te van a robar el dinero”, le dijo. “Los soldados no se hacen eso el uno al otro”.

Su primer intento fue un fracaso, era casi de noche cuando llegaron y con la multitud y la oscuridad no pudieron acercarse lo suficiente a la puerta para que Shekib pudiera verlos. Roufi le ofreció un consejo a su compañero: “Diles que vengan a la puerta norte por la mañana, no habrá tanto caos entonces”. Shekib le contó el nuevo plan a su hermana y la puso en contacto con los dos hermanos y la madre del sargento Sayeed Omar, otro soldado de la 82ª División que intentaba sacar a su familia de Kabul.

La luz del día facilitaba las líneas de visión, pero planteaba diferentes problemas: las multitudes eran aún más grandes e inmanejables, los afganos desesperados entraron en pánico cuando los talibanes comenzaron a disparar al aire para hacer retroceder a la multitud. El hermano del sargento Omar incluso fue golpeado en la cara con la culata de una AK-47.

Finalmente, Shekib vio a su hermana e hizo que otro soldado le indicara que ella y el resto de su grupo debían abrirse camino hacia su izquierda. Pero fue un error, toda la multitud vio el gesto del estadounidense y se movió como una turba en esa dirección, casi aplastando a la familia de Shekib. El teniente volvió a llamar a su hermana y le dijo que haría que el soldado volviera a hacer una señal, pero que esta vez debían moverse en la dirección opuesta a la que él señalaba. Eso funcionó y los seis afganos fueron en contra de la ola de refugiados. Sin embargo, otros miembros de la muchedumbre se dieron cuenta de la desorientación y agarraron a la familia de Shekib. Este siguió sin establecer contacto visual directo con su hermana, para que los talibanes no los relacionaran, pero había alcanzado a ver su rostro. Había pasado de ser una niña a ser una joven mujer desde que Shekib la vio por última vez en 2008, y reconoció el terror en sus ojos; jamás lo olvidaría.

Los seis llegaron a la puerta y se tomaron de la mano. Shekib y Omar formaron una cadena con otros soldados y empezaron a tirar de ellos, uno por uno; su cuñada fue la última. Un hombre que Shekib no había visto nunca le agarró fuertemente la mano y le habló en pastún: “Soy su esposo”. Shekib le contestó que no lo era y zafó el agarre del hombre de su cuñada y tiró de ella. Finalmente eran libres.

Los días de Fazel Roufi se volvieron insoportablemente iguales. Una parte del día la pasaba con los oficiales superiores de Donahue traduciendo documentos y comunicados que llegaban de los talibanes, y el resto lo pasaba en las puertas, tratando de hacer entrar a los afganos y estadounidenses con papeles. Era un paisaje infernal que Dante no podría siquiera haber imaginado. El día que ayudó a la familia del primer teniente Shekib, Roufi vio cómo los marines trataban de controlar la puerta norte, haciendo retroceder a la multitud disparando al aire y lanzando granadas aturdidoras. Una de ellas explotó cerca de un pequeño niño, destrozándole la cara.

Un marine lleva a un bebé a un lugar seguro en un puesto de control.
CORTESÍA DE OMARHAIDIRI/AFP/GETTY IMAGES

A Roufi y a los demás soldados estadounidenses se les dijo repetidamente que no cruzaran la línea hacia los afganos que estaban del otro lado de la puerta, para que no fueran arrastrados por la multitud. Tenía sentido, pero era muy difícil no ofrecer apoyo físico cuando veías tanta miseria y sufrimiento. Una tarde, el soldado especialista estaba traduciendo para los afganos autorizados cuando vio que la multitud avanzaba hacia el alambre de púas que separaba a los afganos de la puerta. Los cuerpos comenzaron a amontonarse unos sobre otros y Roufi vio a una mujer mayor que se quedaba sin aire al fondo, apunto de cortarse la cara con el alambre. Roufi se acercó todo lo que pudo y le gritó a la mujer: “Agarre mi pierna y no la suelte”.

La mujer lo hizo y le quitaron los cuerpos de encima. Roufi pensó que se trataba de otra afgana desesperada, pero entonces se puso de pie y le habló mostrando un pasaporte estadounidense. “Soy ciudadana estadounidense. Soy de California”. La mujer comenzó a retroceder entre la multitud que se retiraba, pero el soldado la agarró del brazo y tiró de ella hacia los marines, que no querían dejarla pasar porque estaba sola y no formaba parte de un grupo autorizado. Entonces gritó por encima del clamor: “¡Tiene pasaporte estadounidense, déjenla pasar!”. Un marine tiró de ella y la hizo pasar a la línea de procesamiento. La señora le agradeció a Roufi y nunca la volvió a ver.

Todas las puertas de entrada al HKIA tenían diferentes retos y horrores. Shekib trabajaba en la puerta sur, traduciendo y supervisando a los traductores enlistados. En el techo de una terminal cercana había francotiradores que tenían una vista panorámica de todo el campo de acción. Abajo, en el suelo, Shekib se situó a más de 100 metros detrás de las líneas talibanes, con marines y soldados del Ejército formados en una posición de herradura, cuidando la puerta. Desde esa distancia, el teniente aún podía ver a las mujeres sosteniendo a sus bebés sobre sus cabezas, como si dijeran: “Si no pueden llevarme a mí, llévense a mi hijo”.

La comunicación con los talibanes tenía toda la gracia de un número de Los Tres Chiflados, y habría sido igual de hilarante si algunos talibanes no estuvieran brutalizando a las multitudes afganas. Shekib y otros soldados se dirigieron a una zona intermedia caótica, justo por debajo de la multitud, y le dieron a un soldado talibán una lista de personas aprobadas por el Departamento de Estado de los EE. UU. a las que se les debía permitir el paso. Pasaban una o dos horas y Shekib y los demás soldados se acercaban al talibán y le pedían un informe sobre los progresos realizados. “¿Está listo el bus?”, preguntaba Shekib. “Estamos listos”.

Hubo muchos retrasos y los talibanes solían sacar listas de salida de hacía dos o tres días, raramente sacaban la que Shekib les había dado una hora antes. Intentaban retrasarlo y hacer conversación con el teniente. “Pareces un buen afgano. ¿Cómo acabaste sirviendo en el Ejército del imperialismo?” Shekib mintió, les dijo que su padre era afgano, pero que había sido criado en Estados Unidos por su madre estadounidense. Darles información real, pensó, solo podría terminar mal para su familia.

Siempre el soldado talibán más joven se sometía al talibán de más edad, quien Shekib dedujo era el jefe, ya que no llevaba un rifle y era transportado en carro cuando los demás talibanes debían ir a pie.

Esta enloquecedora rutina continuó durante días. Shekib y los demás soldados no sabían si se trataba de incompetencia –una sensación nada agradable para los soldados estadounidenses que acababan de perder una guerra contra los talibanes– o de algo más siniestro. Entre más los talibanes se hacían los tontos, más lentamente se movían los afganos a través de las puertas, un hecho desconcertante a medida que el calendario se acercaba al 31 de agosto, fecha acordada para la salida de los estadounidenses. Shekib llegó a una conclusión inevitable: los talibanes no querían que los afganos abandonaran el país, querían que el tiempo se acabara.

Shekib observó al soldado talibán de más edad con creciente interés. Durante una conversación, el bolsillo del hombre empezó a sonar y luchó con tres o cuatro teléfonos, respondiendo en pastún antes de darse cuenta de que era el equivocado. Sacó otro y empezó a hablar en inglés con acento pakistaní, y no fue hasta que Shekib regresó a Estados Unidos que pudo identificar al hombre mayor; Sohaib Saeed, líder del Batallón Badri 313, su versión de las fuerzas especiales.

Un niño malherido por talibanes que usaban disparos y las culatas de sus armas para controlar a las multitudes en el aeropuerto.
MARCUS YAM/”LOS ANGELES TIMES”/GETTY IMAGES.

El general Donahue siguió hablando regularmente con Mohlis, su homólogo talibán. A pesar de las tácticas de retraso de los talibanes, cada día más afganos volaban a un lugar seguro, con un total de 14.000 refugiados evacuados para el 20 de agosto.

Aunque Mohlis tenía el terreno y muchos de los edificios adyacentes al aeropuerto que Donahue había utilizado como puestos de mando en anteriores despliegues, el comandante estadounidense seguía controlando el cielo, y eso le proporcionaba información sobre los movimientos de los talibanes. También le insinuó a Mohlis que había amenazas creíbles de hombres y vehículos sospechosos operando cerca de las puertas.

Según un oficial superior del Ejército, Donahue compartió algo más personal con Mohlis. El ISIS-K lo había amenazado de muerte; “Ten cuidado. Vienen por ti”. Mohlis hizo una pausa antes de responder a través de su traductor: “¿Cómo lo sabes?” “Porque me lo han dicho de inteligencia. Vienen por ti y vienen por mí”.

Se suponía que la puerta Abbey ya estaba cerrada. Desde el principio había sido una bomba de tiempo, puesto que era la única entrada en la que los talibanes tenían la ventaja para ver todas las operaciones estadounidenses. A la inversa, los soldados estadounidenses tenían una visión limitada de los hombres y mujeres que estaban siendo requisados en busca de documentos. Mientras tanto, los servicios de inteligencia estadounidenses habían identificado una amenaza legítima dirigida hacia esa puerta, a una hora indeterminada. El general Donahue y el almirante Vasley decidieron cerrar la puerta esa tarde, y su decisión fue transmitida al Pentágono.

Pero no se terminó haciendo y el porqué será discutido por años. Las fuerzas británicas habían estado procesando a sus refugiados en el hotel Barron, que se describía a sí mismo como “el hotel más seguro y cómodo cerca del aeropuerto de Kabul”. De hecho, había cinco torres con personal en las instalaciones del hotel, pero después de ser procesados allí, la mayoría de los refugiados se dirigía a pie a la puerta Abbey, lo que aumentó la confusión.

En la mañana del 26 de agosto, la embajada británica envió un correo electrónico a los afganos diciendo que, debido a las amenazas de seguridad, no debían dirigirse a la puerta. El correo electrónico estaba mal redactado y no estaba claro si aplicaba solo a los afganos no autorizados o a todos. El plan estadounidense era cerrar la puerta por la tarde, pero el cierre se retrasó porque los británicos estaban esperando los últimos buses de refugiados. (Los británicos lo negaron, diciendo que los refugiados podrían haber sido dirigidos a otras puertas).

Cualquiera que sea la razón, la puerta siguió abierta poco antes de las seis de la tarde. Y ahí fue cuando un afgano se acercó al punto de control de los marines, y esperó a que le pidieran su documentación para estar lo más cerca posible de los estadounidenses, antes de detonar su chaleco suicida. En cuestión de segundos, las calles estaban empapadas de sangre y de partes corporales. En el caos que le siguió, sonaron disparos que aumentaron el número de muertos. Nadie estaba seguro de si los disparos provenían de los estadounidenses que protegían a sus heridos, de los talibanes o de los demás grupos armados.

E igual no importaba. Este era el “evento de bajas extremas” que los militares estadounidenses habían temido desde su llegada. Roufi estaba traduciendo en el cuartel general cuando oyó la explosión a lo lejos. A los pocos minutos, fue trasladado a un hospital improvisado para traducir para los médicos y a las víctimas. Durante unos 30 minutos, ayudó a reunir y vestir a los muertos estadounidenses, pero pronto, el soldado fue requerido por los vivos. Un médico noruego lo llevó a una sala de triaje, donde se escuchaban los gritos de afganos heridos. Roufi y los demás jóvenes soldados no estaban preparados para esta clase de carnicería, algunos salían de la carpa a vomitar antes de volver a ayudar.

Los últimos paracaidistas de la 82ª División Aerotransportada abordan un avión de carga de la fuerza aérea para completar la retirada estadounidense de Afganistán el 31 de agosto de 2021. Cuando Shekib llegó a casa, su esposa le preguntó cómo le había ido, a lo que respondió: “No es el Afganistán que conocíamos”.
Master Sgt. Alexander Burnett/U.S. Army

Al cabo de unos minutos, una mujer afgana entró gritando con su bebé de un año. Creía que su bebé estaba bien después de la explosión, pero seguía sangrando detrás de una oreja. Una enfermera cogió a la bebé y le dijo a la mujer que esperara afuera. Un médico examinó a la niña y vio que tenía una esquirla incrustada en el cráneo, por lo que tuvo que tomar una decisión rápida: “Hay que trasladarla a Alemania”. Roufi tuvo que consolar a la madre, la encontró retorciendo las manos fuera de la carpa médica y le informó que debían trasladarla a Alemania.

La madre afgana nunca había volado ni salido de su país, pero Roufi le dijo que podía ir con su hija. El rostro de la mujer se llenó de angustia: “Pero mi esposo todavía está ahí fuera. No sé qué le ha pasado, podría estar sangrando”. “Vaya con su hija”, le dijo Roufi. “Ella la necesita ahora mismo, el resto se solucionará”. La mujer asintió y una enfermera la llevó con su hija. Poco después, la madre y la bebé fueron conducidas a un vuelo de evacuación médica para viajar a un nuevo y extraño mundo que podría salvar la vida de la niña.

Roufi nunca se enteró de lo que le ocurrió a la niña y a su madre. En cambio, tuvo que volver a trabajar. Durante cinco horas, tradujo para los heridos, con las manos llenas de la sangre de sus compatriotas. Una niña que lloraba con una herida en la pierna y sangre en el pelo le preguntó al soldado si podía encontrar a su madre. Un niño con la cabeza envuelta en vendas hizo lo mismo. Roufi salió a una carpa cercana, donde los familiares aterrorizados esperaban noticias de sus seres queridos. Resultó que los niños eran hermanos y Roufi les llevó a su madre. Ella lloraba mientras pasaba de camilla en camilla. Al final, el soldado se dio cuenta de que los siete hijos de la madre estaban en el hospital.

Pasada la medianoche, regresó al cuartel general de la 82ª División. Sabía de una bodega con algunas camas. Se desplomó en una de ellas y se quedó dormido. En menos de una hora empezó a tener pesadillas.

El primer teniente Shekib se quedó en Kabul hasta el final. Voló a casa en uno de los últimos vuelos, durmiendo casi todo el camino. En su primera noche de vuelta en casa, su esposa tuvo cuidado al preguntarle cómo le había ido. Shekib la abrazó y respondió: “Todo es diferente, no es el Afganistán que conocíamos”.

Roufi se marchó un día antes del final de las operaciones, pero no voló directamente a casa. Por el contrario, fue a Qatar, donde su familia estaba siendo procesada antes de dirigirse a Estados Unidos y algunos temían ser deportados de vuelta a Afganistán. El soldado quiso calmarlos y acelerar su viaje a los EE. UU., no tenía energía para volver a pensar en el país que dejaba atrás. Más tarde, tendría la reacción que, por siglos, miles de soldados habían tenido: “¿Para qué fue todo esto?”

Antes de salir en el último vuelo de Kabul, el general Donahue le dijo a Mohlis, su homólogo talibán, que nada resultaría de disparar un cohete contra el último avión estadounidense. Le informó que terroristas, combatientes y drones seguían merodeando y Mohlis entendió. Donahue también le recordó que cuidara su espalda, la inteligencia estadounidense seguía creyendo que era un objetivo del ISIS-K.

Unas horas más tarde, el comandante estadounidense fue el último soldado en subir al último avión que salía de Afganistán. En algún lugar de Kabul, Mohlis vio cómo su viejo enemigo abandonaba su país; no se sabe qué pensó en ese momento, pero sí se sabe que el 2 de noviembre el comandante talibán fue asesinado por el ISIS-K mientras visitaba a soldados talibanes en un hospital de Kabul. Duró 63 días más que los estadounidenses.

El general Chris Donahue, comandante de la 82ª División aborda el C-17 como el último soldado que sale de Afganistán. Antes, en Fort Bragg, Donahue le había prometido a Roufi que sacaría a su familia.
Master Sgt. Alex Burnett/U.S. Army

La otra noche, la esposa de Fazel Roufi le despertó porque lloraba en sueños. A menudo, soñaba con los niños que conoció en Kabul, los bebés que sus madres pasan por encima de las alambradas, el niño de 10 años separado de su familia, y la pequeña niña con una esquirla detrás de la oreja. Todos decían lo mismo, algunos en pastún, otros en persa darí: “Ayúdame, Fazel, ayúdame”. Lo intentó, pero nunca pudo alcanzarlos. Durante el día, lidiaba con la culpa del sobreviviente. Un primo al que no pudo salvar, los talibanes le dispararon en una pierna, y el hombre envió un mensaje de texto a Roufi preguntándole por qué no lo había sacado.

Sin embargo, no tenía mucho tiempo para pensar en la sanación personal. Ahora había 24 miembros de su familia que dependían de él y su esposa Vanessa para ayudarles a negociar clases de inglés, el acceso al programa Medicaid y la búsqueda de un lugar propio. Dependiendo de la semana, una docena de sus familiares se quedaba en su casa.

De alguna manera, Fatima, la más joven, fue la primera en encontrar trabajo. Quería ser periodista, pero la venta de cosméticos en un centro comercial le servía de momento. Ya estaba enviando dinero a sus amigos afganos que se enfrentan a un invierno lleno de hambre e incertidumbre. Abdul deambulaba por los pasillos buscando cosas que hacer además de ver las noticias afganas en la televisión. Roufi le dijo que no se preocupara. “Papá, ya no tienes que preocuparte por Afganistán. Ahora estás aquí”. Pero su padre seguía preocupándose mientras recorría la casa, cambiando los cigarrillos por unos electrónicos. Como el hombre orgulloso era, le dolió no pasar el examen de conducir en su primer intento. Y bromeó cuando un visitante le preguntó si alguna vez había pensado que abandonar Afganistán era lo correcto: “Solo lo pienso cada hora”. Pero luego añadió con una sonrisa: “Tengo a mi familia aquí”.

En el día de Acción de Gracias, Vanessa y las hermanas de Roufi prepararon dos pavos y platos tradicionales afganos para la primera festividad estadounidense de la familia. La casa estaba llena de un caos alegre: alguien preguntaba si había suficiente Coca Cola, un sobrino estaba dormido sobre un futbolín y otro, de pie en una silla y sonriendo con picardía, mordía una granada gigante, untando su cara con el jugo.

La familia de Roufi parecía asustada, ninguno había estado en un avión antes, pero su madre estaba más tranquila que los demás: “Si nos estrellamos, será nuestro camino a la libertad”.
Jeremy M. Lange para Rolling Stone

Sirvieron la comida, incluido el amado kabuli pulao de Roufi, y todos en la mesa charlaron en inglés y pastún. En un extremo estaba sentada la madre de Roufi, vestida con un largo vestido blanco tradicional y un pañuelo en la cabeza. No hablaba mucho, pero sonreía alegre. Antes del postre, todos dijeron algo por lo cual estaban agradecidos y sus respuestas fueron similares, pero Abdul, el patriarca, fue quien mejor lo expresó: “Hace poco pensábamos que todos estaríamos muertos”. Esperó a que Roufi tradujera y luego volvió a hablar con una sonrisa: “Pero aquí estamos. Estamos todos a salvo y juntos”.

Eventualmente fue el turno de Roufi, quien llevaba una camiseta roja de Armani y parecía tímido mientras hablaba en inglés. “Durante un tiempo, pensé que no estaba marcando una diferencia en mi vida. Arreglar camiones no parecía algo de lo que pudiera presumir, pero luego pude ayudar a traer a mi familia aquí”. Miró a su mujer al otro lado de la mesa, “No importa qué más pase, pude hacer una cosa buena”.

Los ojos de la madre de Roufi se llenaron de lágrimas tras la traducción de sus palabras. Madre e hijo compartieron una mirada, y con la misma rapidez, la mesa volvió a estallar en una conversación bilingüe. Las risas llenaron el hogar; finalmente todos estaban en casa.

CONTENIDO RELACIONADO