Edilma Toro creció entre dos ríos en el nororiente de Colombia: el Sogamoso y el Magdalena. En su parcela siembra maíz, plátano, yuca, patilla, ahuyama. Los cultivos cambian según la temporada para aprovechar mejor la tierra y sus ciclos. Tiene 44 años, y aunque toda la vida ha trabajado de la mano de su comunidad, hace cinco años se organizó con otras mujeres para defender su oficio. Cuando se le pregunta por el derecho humano a la alimentación, responde con formalidad y rapidez, pero antes hace una advertencia: “Yo no tengo mucho conocimiento de la soberanía alimentaria, lo único que sí sé es que nosotros como campesinos debemos sembrar para garantizar ese derecho y eso es lo que hacemos”.
Parece una obviedad, pero no lo es. En la sencillez de la afirmación de esta campesina se encierra un mundo de contradicciones que rigen la forma en la que actualmente se producen, distribuyen y, sobre todo, se permite el acceso a los alimentos en esta zona del mundo, que, a pesar de su riqueza natural, vive con hambre.
El informe más reciente de las Naciones Unidas sobre el Panorama de la seguridad alimentaria y nutricional 2022, asegura que la cifra de hambre en América Latina y el Caribe alcanzó un total de 56,5 millones de personas en 2021, un aumento de 13,2 millones más frente al escenario previo a la pandemia de Covid-19. Además, entre 2015 y 2021, la prevalencia del hambre aumentó más en esta región que en el resto del mundo y la inseguridad alimentaria grave ha crecido a un ritmo más rápido en América del Sur, pues se triplicó desde 2014, pasando de 22 millones a 65,6 millones de personas en esta condición.
La relación que el informe resalta entre el hambre con otras variables como el nivel de ingresos de un país, la incidencia de la pobreza y el nivel de desigualdad, muestra que los factores socioeconómicos estructurales afectan directamente la dieta de las personas. No en vano, América Latina y el Caribe es la región con el mayor nivel medio de desigualdad de ingresos en el mundo, a pesar de sus periodos de crecimiento económico. Los efectos de la pandemia y la lenta recuperación han profundizado esas desigualdades, que se han sumado al incremento de los precios internacionales de los alimentos experimentado desde 2020 y aumentado por el conflicto en Ucrania. De hecho, la desigualdad no solo provoca la falta de acceso a alimentos y por tanto a desnutrición, sino también el sobrepeso y la obesidad, pues un costo más alto en los alimentos nutritivos “lleva a los grupos con mayores niveles de pobreza a recurrir a alimentos de menor precio, densos en energía y con un valor nutricional mínimo”, como cita el informe.
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Las imágenes del hambre en Latinoamérica toman diferentes caras. Las más comunes nos mostrarán a niños y niñas de tez oscura con un plato de comida en sus manos al ser atendidos por algún programa humanitario. Otras menos frecuentes incluirán a mujeres empobrecidas y en su mayoría indígenas o afrodescendientes, en compañía de sus hijos. Aunque la vulnerabilidad será evidente en estas fotos de apoyo cuando se escriben historias sobre el hambre, no llegarán a mostrar los cuerpos de la hambruna africana que se popularizaron hace algunas décadas cuando los humanos famélicos de vientres protuberantes eran la representación de esta tragedia. Pero es que la relación entre hambre y alimentación es mucho más compleja en este punto de la historia.
En lo cotidiano esto se traduce en personas que no comen lo que deberían. Por ejemplo, según el informe de las Naciones Unidas, el 22,5 % de las personas en América Latina y el Caribe no cuenta con los medios suficientes para acceder a una dieta saludable. La cifra se debe desglosar para entender la complejidad de la región. En el Caribe, un 52 % de la población está afectada por esta situación; en Mesoamérica el número alcanza el 27,8 % y en América del Sur corresponde al 18,4 %.
La FIAN (por sus siglas en inglés Food First Information and Action Network) es una organización de la sociedad civil mundial que desde 1983 defiende y promueve el derecho a la alimentación adecuada. Juan Carlos Morales, médico y director general de FIAN Colombia, problematiza las formas en que el derecho a la alimentación se nombra en gran parte de los espacios de política internacional. En particular, considera que hablar de seguridad alimentaria es impreciso y no permite atacar de una mejor manera el problema del hambre. Bajo este enfoque de la seguridad alimentaria, propio de un modelo neoliberal, explica, se aboga por garantizar que las personas accedan a los alimentos en cifras suficientes para que no se malnutran o desnutran, pero no hay ninguna discusión de cómo se da eso. Por esto, muchas de las iniciativas en el mundo y la región promulgan enfocarse en la importación del acceso a suplementos de algunos productos para que no haya deficiencia.
“Aquello que las grandes empresas y la publicidad nos venden como alimento no nos nutre, no nos alimenta, nos enferma”.
En otro sentido, el enfoque desde la perspectiva de derechos humanos busca la garantía del derecho a la alimentación y a la soberanía alimentaria. “Cuando garantizas el derecho a la alimentación y a la soberanía alimentaria, de paso estás garantizando la seguridad alimentaria. Pero cuando solo utilizas el enfoque de seguridad alimentaria, puedes garantizarla incluso violando el derecho a la alimentación y la soberanía alimentaria”, dice Morales.
Al poner el lente en el modelo económico que prioriza la exportación y no la producción de alimentos verdaderos para el consumo interno, FIAN quiere mostrar la complejidad en las relaciones geopolíticas que influyen en la garantía o el irrespeto del derecho a la alimentación. Ante el calificativo de “alimentos verdaderos”, quieren destacar que no todos los productos comestibles alimentan, que una gaseosa o un paquete de fritos no es un alimento. “Muchas de las cosas que consumimos cuando vamos a un supermercado no son alimentos, sino productos comestibles y bebibles ultraprocesados. Hay una gran diferencia entre eso y lo que es un alimento que nos nutre y es importante para nuestra salud. Aquello otro que las grandes empresas y la publicidad nos venden como alimento no nos nutre, no nos alimenta, nos enferma”.
Otro de los aspectos estructurales que afectan este derecho humano a la buena alimentación, como lo nombran en FIAN, es el que se conjuga con el extractivismo y otras formas de despojo de la tierra, el agua o las semillas (todo agravado, además, por el colapso planetario, que eufemísticamente se le llama cambio climático). La lucha histórica que han tenido las organizaciones campesinas para que se garantice la libre circulación de semillas nativas y se las proteja de la biopiratería o el robo de la riqueza genética es una de las tantas formas de resistencia de las y los campesinos en distintos puntos de América Latina y el Caribe, pero también del mundo.
En 2013, un grupo de campesinos en el sur de Colombia se enfrentó con agentes de la policía y funcionarios del Gobierno por la incautación y destrucción de alrededor de 70 toneladas de arroz. Los campesinos no entendían por qué les decomisaban sus productos y, sobre todo, por qué era ilegal hacer lo que sus padres y abuelos habían hecho a lo largo de todas sus vidas: escoger el mejor producto de su cosecha y utilizarlo como semilla para cultivarlo nuevamente. Lo que estaba en juego en ese momento era una nueva resolución surgida a partir de las negociaciones de un tratado de libre comercio entre Colombia y Estados Unidos. Este obligaba a los campesinos a sembrar únicamente semillas certificadas, la mayoría de ellas vendidas por empresas estadounidenses.
Este fue uno de los momentos más álgidos en la lucha contra la privatización de las semillas. “Esa lucha nos llevó a organizarnos y en el paro agrario de 2013 logramos que dentro de las demandas que se pedían al Estado esto se cambiara”, dice Carol Rojas, custodia de semillas, ecóloga y dinamizadora de la Red de Semillas Libres. Aunque no se derogó la resolución, sí se modificó para no penalizar a los pequeños agricultores campesinos guardadores de semillas.
La Red de Semillas Libres es un proceso descentralizado que desde hace más de 18 años está conformado por custodios de semillas, organizaciones de base agricultoras, académicos y en general activistas que defienden el derecho a la libre circulación y distribución de las semillas nativas y criollas en Colombia. Su trabajo es uno de muchos en la región, como el Movimiento Agroecológico de América Latina y el Caribe (MAELA) o la Vía Campesina, en donde se articulan organizaciones campesinas, comunidades indígenas, comunidades sin tierra y organizaciones sociales que defienden continuamente la agricultura campesina y familiar agroecológica en el mundo.
Carol Rojas afirma que el propósito de la Red es promover la defensa de las semillas ante la expansión de la agricultura corporativa y los cultivos transgénicos que quieren privatizarlas. La gran preocupación radica en que esta intención amenaza los sistemas vivos de semillas y, por tanto, la soberanía y autonomía alimentaria de los pueblos y comunidades. La importancia de las semillas en la defensa del derecho a la alimentación la resume en su carácter de patrimonio común de los pueblos y por tanto no son propiedad del Estado, ni de una multinacional.
La resistencia de campesinas y campesinos de Asia, África, las Américas y Europa ha sido fundamental para denunciar los efectos perversos de un modelo económico que atenta contra sus derechos e inevitablemente contra los derechos a la alimentación justa de la población mundial. La Vía Campesina, al ser un movimiento internacional que reúne a millones de personas en la defensa de la agricultura campesina por la soberanía alimentaria, la entienden como el derecho de los pueblos a alimentos saludables y culturalmente apropiados, producidos mediante métodos ecológicamente respetuosos y sostenibles, y su derecho a definir sus sistemas alimentarios y agrícolas.
La importancia de las semillas en la defensa del derecho a la alimentación se resume en su carácter de patrimonio común de los pueblos, y por tanto, no son propiedad del Estado, ni de una multinacional.
A través de un trabajo paciente, dentro y fuera del Consejo de Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas, este movimiento social obtuvo una victoria muy importante. En diciembre de 2018, la Asamblea General adoptó la “Declaración de la ONU de derechos de campesinos y otras personas que trabajan en áreas rurales” (UNDROP, por sus siglas en inglés). La UNDROP reconoce a los campesinos y campesinas, y a las personas que habitan zonas rurales, como agentes fundamentales para superar la crisis planetaria que golpea el derecho a la alimentación en el mundo. El núcleo de este instrumento se centra en el derecho a la tierra, las semillas y la biodiversidad.
La Declaración da una pauta jurídica internacional para orientar la legislación y las políticas públicas en beneficio de quienes alimentan al mundo, explica la Vía Campesina. Desafortunadamente, no todos los países han firmado el documento e incluso quienes sí lo hicieron, tienen por delante el reto de generar legislaciones para incorporar los derechos reconocidos. En América se abstuvieron de firmar Argentina, Colombia y Honduras. Guatemala y Estados Unidos votaron en contra.
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El hambre y la mala nutrición tienden a relacionarse generalmente con la infancia. Y aunque las cifras de niños enfermos o muertos por desnutrición sean las más llamativas y generen mucha indignación, Juan Carlos Morales afirma que estas apenas tocan una pequeña franja del ciclo vital y siempre implican unos subregistros con una magnitud muy difícil de cotejar. Es por esto que insiste en revisar las afectaciones diferenciales del hambre en poblaciones con mayor vulnerabilidad.
La ENSIN 2015, que es la Encuesta Nacional de Situación Nutricional de Colombia y es la más reciente que se tiene disponible, indica que el 54,2 % de todos los hogares del país tienen inseguridad alimentaria, es decir que, se acuestan todas las noches sin saber cómo van a resolver de manera certera la alimentación del día siguiente. Pero, estos porcentajes son más altos cuando se trata de poblaciones rurales, si son poblaciones con jefaturas de hogar femenina o si la jefatura es indígena y afrodescendiente. Por ejemplo, cuando son hogares rurales, el porcentaje es del 64,1 %, 10 puntos porcentuales por encima del promedio nacional. Y si son hogares con jefatura mujer, las cifras son de 57,6 %. Si es un hogar indígena, es de 77 %. Y si es de afrocolombiana, es de 78 %. “Estas cifras son abrumadoras, escandalosas y deberían llevar a una vergüenza muy grande como sociedad”, dice Morales.
Jaime Forero Álvarez, economista experto en estudios rurales y sistemas agroalimentarios, indica que, en países tropicales, la producción de alimentos todo al año representa un sistema de una complejidad enorme que requiere mayor atención para que sea más justo en su distribución. Si bien la desnutrición infantil está asociada a la pobreza y miseria, solucionarlo va más allá de llevar alimentos y agua potable, porque está asociado a condiciones sociales más complejas de desigualdad. Según Forero, la muerte de ancianos por causas asociadas a la desnutrición representa un problema dramático muy oculto que se vincula con la pobreza y el abandono, pero esta población no suele recibir mucha atención y, en todo caso, el mapa de la malnutrición es un problema generalizado.
Es indispensable centrarse en la garantía del derecho a la alimentación y la soberanía alimentaria; eso implicaría democratizar los espacios de toma de decisiones y desnaturalizar la caridad como respuesta ante el hambre.
Los hogares de poblaciones con vulneraciones históricas tienen más dificultades para acceder a la alimentación por la desigualdad que se expresa en otros elementos como la falta de acceso a la tierra, de estabilidad laboral, de ingresos para acceder a alimentos o la subida del precio de los mismos. Si bien suele verse esto como un problema de acceso, expone Morales, la dificultad que tienen las personas para acceder monetaria o físicamente a los alimentos se conjuga con esos otros factores que hacen que las violaciones del derecho a la alimentación sean muy amplias, incluyendo, entre ellas, la inseguridad alimentaria. Para él, bajo un modelo económico que se fundamenta en la depredación y se concentra en apoyar solo las iniciativas agroexportadoras y las dinámicas de extractivismo, se empobrece a la sociedad entera, no solo a las poblaciones rurales.
Por esto, para el director de FIAN es muy importante transformar la arquitectura institucional y normativa en materia alimentaria desde el enfoque de seguridad alimentaria, pues se ha mantenido durante décadas y es evidente que no ha funcionado. “Una cosa es brindar la asistencia alimentaria al tiempo que el Estado y la sociedad desarrollamos formas de superar las causas estructurales de estas violaciones del derecho a la alimentación y a la soberanía alimentaria, y otra es conformarnos con que atajamos la bomba social con acciones de caridad, como los bancos de alimentos o la asistencia institucionalizada o multilateral, que llega a través del sistema de las Naciones Unidas o fondos privados u organizaciones filantrópicas”. Para esto considera clave centrarse en la garantía del derecho a la alimentación y la soberanía alimentaria, y eso implicaría democratizar los espacios de toma de decisiones en esta materia, así como desnaturalizar la caridad como respuesta ante el hambre.
La referencia que trae Juan Carlos Morales al respecto es la experiencia de Brasil en el primer gobierno de Lula da Silva, reconocido mundialmente por transformar las condiciones de este derecho en su país. Entre sus acciones, Lula cambió la lógica en la toma de decisiones en materia alimentaria de un país, al descentrarlos de las personas y especialistas que están en las capitales y permitir que la gente en sus territorios y a nivel nacional realmente decidiera. “En estos espacios de toma de decisiones deben estar dos actores únicamente: el Estado y los titulares de derechos, es decir, los consumidores y consumidoras, la población campesina, la población afro, la población indígena, los pescadores, la población migrante. Y no terceros actores como empresas privadas, corporaciones, ni otros que sean responsables de violar el derecho a la alimentación y los organismos alimentarios”, termina Morales.
Para Edilma y otros compañeros y compañeras que trabajan la tierra, las discusiones que regulan su labor a veces parecen muy lejanas, por eso no deja pasar la oportunidad para resaltar que lo que hace todos los días al producir alimentos es indispensable para el sostenimiento de la vida de todo el país, no solo de su comunidad. La defensa que comunitariamente hacen sobre las semillas como parte de su identidad, dice, es la preservación de los saberes ancestrales del campo para todo el mundo. Aquí cobra mucho sentido aquel dicho popular de que alguna vez en la vida necesitamos un médico, un arquitecto o un ingeniero, pero todos los días, tres veces al día, necesitamos de un campesino”.