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El ‘boom’ de la marihuana

Una mirada a la historia de uno de los negocios más violentos, y fructíferos, de la historia colombiana

Por  VALENTINA VILLAMIL

noviembre 3, 2022

ILUSTRACIÓN POR ALIAS CE

Sin duda alguna, la percepción frente a las drogas se ha transformado con el paso del tiempo, a través de generaciones que cada vez están más abiertas a las posibilidades que puede ofrecer su despenalización. De esta misma manera, la marihuana figura como una sustancia cada vez más alejada del tabú, y esto permite ahondar en los orígenes del negocio y los impactos sociopolíticos que surgen detrás de su distribución.

A través de un análisis que inicialmente planteaba una pesquisa antropológica, y que terminó en la convergencia de temas de la cultura regional, estudios del Estado y la etnografía en relación con el ascenso de la marihuana y su desarrollo, la periodista colombiana Lina Britto lideró una investigación que repasa los antecedentes históricos generacionales de los traficantes que pusieron a Colombia entre los principales productores de cocaína en el mundo. Partimos de la innegable popularidad que el mercado cannábico tuvo entre los compradores norteamericanos, y Britto reconstruye el auge y la transformación del negocio de los narcóticos analizando algunos factores sociopolíticos y culturales que trazaron nuevos caminos al tráfico ilícito.

De acuerdo con la investigadora, el ‘boom’ de la marihuana en Colombia en los años 60 y 70 tuvo sus causas en varios puntos fundamentales, principalmente políticos, que expone a través del estudio. Ella señala que, Colombia, en comparación al resto de América Latina, mantiene una relación muy estrecha con su potencia más próxima: Estados Unidos. Sus intervenciones en términos económicos, sociales, militares y culturales transformaron la realidad colombiana del siglo XX y no solo por sus interacciones diplomáticas, como por ejemplo, cuando Estados Unidos intentaba lanzar un proyecto hegemónico en el continente con el Canal de Panamá, que le permitiera dominar la región y hacer de esta “su patio trasero”. Colombia se convirtió, además, en su aliado estratégico junto a México, otro gran actor de este mercado ilícito con el que EE.UU. comparte una frontera altamente poblada tras arrebatarle gran parte de su territorio en el siglo XIX.

Para la década de los 60, los narcóticos ganaban terreno como un símbolo de rebeldía que se empezaba a predicar a través de la música y la contracultura, moviendo muchos grupos sociales que hicieron parte del estallido. Los hippies, a través de la creación de una nueva identidad, profesaban los valores de la anarquía no violenta, el pacifismo, la revolución sexual, la preocupación por el medio ambiente y el rechazo al sistema capitalista. Y mientras el proveedor más cercano (México) se veía afectado por los primeros pasos de la guerra contra las drogas que Richard Nixon haría oficial en 1971, Colombia desarrollaba la reconocida Santa Marta Gold, un prototipo cannábico para exportación, que estremeció al mercado norteamericano en medio de su búsqueda de nuevos productores de yerba de calidad.

Lina Britto estudió en la Universidad Pontificia Bolivariana, tiene un Ph. D. en Historia de la Universidad de Nueva York y es becaria posdoctoral de la Academia de Harvard para los Estudios Internacionales y de Área.
Fotografía por Brian McConkey

El éxito contundente del cannabis colombiano no se dio como resultado de alguna casualidad que favoreciera el crecimiento de marihuana de calidad en la región, sino que se trató de un proceso de aprendizaje que evidencia la visión y capacidad de innovación de las personas involucradas en el negocio.

Por otra parte, la ausencia del Estado resulta ser un común denominador en los causantes de todo tipo de violencia, no solo dentro del narcotráfico, sino también reflejado en la falta de educación, salud o servicios básicos en las zonas más aisladas, por parte de los gobiernos centralizados que han tomado el poder, mayoritariamente del tercer mundo, a través de las décadas. Un Estado que no ofrece oportunidades, ni satisface las necesidades de su población, abre la puerta a toda clase de irregularidades, para luego perseguir a quienes buscan solucionar sus problemas apelando a la ilegalidad.

Adentrándonos en un paralelismo entre México y Colombia, hay un gran punto diferencial que hizo que la marihuana colombiana circulara de una manera más amplia por Estados Unidos. En contraste a México, que estaba mucho más envuelto en la distribución tanto de la marihuana como de otras sustancias, Colombia apenas se preocupaba por la repartición fuera de la región. En Estados Unidos eran los mismos norteamericanos quienes se encargaban de introducirla, ya fuera por mar o por aire, y distribuirla al por mayor y al detal, con la ventaja de lograr un acceso a una red de consumo mucho más grande, contando con la facilidad de movimiento entre estados y un mejor conocimiento del territorio.

El Estado empieza entonces una incesante guerra en contra de los narcóticos, que se reivindica a través de la represión que criminaliza a los traficantes sin atacar las raíces del problema, sino creando una cortina de humo para mantener la legitimidad y reafirmar su dominio (especialmente el dominio de las armas) en momentos de crisis. Altos mandatarios que alguna vez lideraron la batalla contra las drogas, como Ernesto Zedillo, César Gaviria y Jorge Enrique Cardoso en México, Colombia y Brasil, respectivamente, han reconocido que las reformas estatales implementadas en cada uno de sus países “han sido un completo fracaso”. Todo aparenta ser un espectáculo montado para llevar a cabo ciertos rituales de poder estatal en la esfera pública que les permiten mantenerse y recuperarse burocrática y presupuestalmente.

Mientras que en América Latina vemos a los grandes capos siendo capturados y perseguidos, como si con ellos fuera a morir el negocio, en Estados Unidos se arremete contra la comunidad afro y de inmigrantes ubicados en los sectores marginales de las ciudades, víctimas también del racismo y la xenofobia. Cuesta mucho trabajo recordar la captura de un gran capo estadounidense, como si allá nadie estuviera enriqueciéndose con el narcotráfico.

A medida que la población carcelaria crece, como consecuencia de la criminalización a la producción, comercialización y consumo de las drogas, el gobierno de EE.UU. se empeña en difundir el mensaje estadounidense que solo perpetúa estereotipos, culpando a los inmigrantes de promover la “invasión” de sustancias ilícitas.

La guerra contra las drogas ha terminado utilizando el negocio de los psicoactivos para justificar –y ocultar al mismo tiempo– la represión, los desplazados, las muertes y la corrupción, sin tomar en cuenta que miles de personas viven de la cadena productiva que persiguen de forma hipócrita e improductiva. Las problemáticas que Britto expone a través del libro también tienen que ver con una cultura revanchista, de ostentación, lujo y extravagancia, de ascenso social a cualquier costo, que se refleja perfectamente en muchas manifestaciones de la cultura popular. Una se alimenta de la otra y viceversa.

Los ingresos de las drogas encendieron una nueva esperanza dentro de poblaciones que quedaron en el olvido, junto a todas las promesas que jamás se cumplieron y que juraron una modernización que nunca llegó. El narcotráfico se convirtió en una herramienta para alcanzar un estatus muy alejado de las posibilidades que el mismo Estado alguna vez pudo ofrecerles.

La esfera que engloba la cultura del tráfico se expresa en nuevas prácticas de ascenso social, que si lo trasladamos a las actividades populares se ve, por ejemplo, en el vallenato (hoy también en el reggaetón o la guaracha) en Colombia, la música regional en México y en todo tipo de conductas que alardean de abundancia y prosperidad económica. Es como si alguien dijera: “Nadie me dio nada, yo lo conseguí por mis propios medios, y ahora vengo a pasártelo por la cara”.

La historia del narcotráfico en la región con la consecuente, hipócrita e infructuosa lucha contra las drogas es un claro reflejo de lo que han sido nuestras élites y gobiernos con la ausencia del Estado, la marginalidad, la represión y la corrupción que marcan nuestros destinos.

Algo similar ocurre en los Estados Unidos con las poblaciones discriminadas, que buscan formas de quitarse de encima generaciones y generaciones de discriminación, mientras los medios de comunicación sostienen los estereotipos de ostentación sin analizar sus orígenes.

Retomando la perspectiva histórica de la marihuana y su exportación desde Colombia, debemos decir que el mercado de narcóticos sufrió una transformación importante cuando a mediados de los 80, la bonanza marimbera perdió tracción con la llegada de la cocaína, un negocio mucho más denso en términos de producción y ganancias. Britto señala que aún falta mucho en el estudio de esta transición, sin embargo, ambos negocios lograron combinarse, pero no fusionarse del todo. Independientemente de que la mata de coca creciera naturalmente en zonas como la Sierra Nevada, donde habitaban los pueblos Kogui y Arhuaco, que la usaban desde hace milenios, es cierto que los territorios del cultivo de marihuana fueron gradualmente reemplazados.

El personal destinado a la siembra, más conocidos como “cachacos”, eran inmigrantes originarios del interior del país, desplazados principalmente en las décadas de los 40 y 50, para establecerse en la Sierra Nevada y la Serranía del Perijá. Ellos eran los principales cultivadores, quienes además trabajaban con otros colaboradores provenientes de La Guajira o del Magdalena, y fueron haciendo la transición al cultivo de coca para el procesamiento de cocaína.

A pesar de que todo apuntaba a que estos dos negocios podían coexistir, no fue el mismo caso con los intermediarios o “marimberos”. Aunque algunos lograron participar en esas redes, para la época del auge de la bonanza se reportaron guerras internas entre la población local y los “cachacos” que venían a tomarse los puertos de exportación en el territorio, más que a invadir tierras para su cultivo. La estructura piramidal que se mantenía en el negocio de la marihuana se rediseñó completamente al momento en que los locales que intervenían en la comercialización no lograron hacer parte de ese gran cambio, dejándolo todo en otras manos, mientras que la exportación recaía en pocos, principalmente en núcleos familiares de las élites o clases medias-altas que ya habían invertido previamente en la marihuana. Y mientras aún falta todo un proceso de indagación y análisis para comprender la realidad detrás de este cambio, el caso de la marihuana funciona como escuela para el siguiente escalón: la cocaína. “Ambos negocios se traslapan y se combinan en algún momento, a finales de los 70 y comienzos de los 80”, dice Britto. Sin embargo, aclara que es una investigación que está pendiente porque representa un gran peligro en medio de las disputas territoriales históricas que se han dado en este contexto. La autora también señala la importancia de diferenciar los cultivos de coca que históricamente han hecho las comunidades indígenas, porque estos ofrecen muy bajo contenido de alcaloide y se utiliza para el mambeo, no para la producción de cocaína.

Más allá de la violencia, de la corrupción, de toda la sangre que ha generado la historia de las drogas ilegales en Colombia, la marihuana ha sido, por mucho, una puerta de posibilidades en el momento justo en el que la población crecía aceleradamente, brindando oportunidades de riqueza a territorios marginales donde, irónicamente, se aposentaban cultivos bananeros, de algodón e incluso de café, que generaban grandes ingresos al país y aún permanecían en la pobreza. El narcotráfico presentó un horizonte de oportunidades para el desarrollo agrario y urbano, yendo en dirección a una estabilidad económica, de educación, de reconocimiento social, de productividad empresarial y capitalista, sembrando una cantidad de problemas, pero una rápida modernización.

Y mientras damos una mirada más actual a la relación del mercado de narcóticos con las políticas vigentes, teniendo en cuenta que la incidencia estadounidense ha desdibujado la agenda de descriminalización y reducción de daños, Colombia está en una mejor posición para hablar de legalización. Esto se debe en gran parte al cambio en el panorama legal de los Estados Unidos y México, por ejemplo. Y aunque este tipo de ajustes en la política pública deberían verse como un proceso global y transnacional (el caso de Uruguay ha dejado ver claras dificultades de posibles casos aislados), y no garantice la solución más efectiva, es, sin lugar a dudas, un paso que debemos dar. Para Lina Britto, responsable de esta investigación, está muy claro que la legalización solo es una parte de la transformación, hay que ir mucho más allá.