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Crítica: Malta

Una joven busca abandonar el nido y viajar a una isla paradisiaca, en una cinta dispersa y decepcionante.

Natalia Santa 

/ Estefanía Piñeres, Patricia Tamayo, Emmanuel Restrepo

Por  ANDRÉ DIDYME-DÔME

Cortesía de Cine Colombia

Natalia Santa fue la primera directora colombiana en participar en el Festival de Cannes, gracias a su ópera prima La defensa del dragón (2017), una cinta sobre tres hombres maduros conectados por su amor al ajedrez que terminó siendo un trabajo pretencioso, disperso y terriblemente tedioso. 

Siete años después, la directora regresa con una nueva película llamada Malta, acerca de una joven que sueña con viajar y radicarse en esta mítica isla, con un legado cultural e histórico notablemente rico, que se remonta a miles de años y que los amantes de los cómics conocemos gracias a las aventuras del marinero creado por el gran Hugo Pratt. 

En su primera cinta, Santa nos hizo la mala jugada de prometernos una cinta de ajedrez sin ajedrez (Martin Scorsese intentó lo mismo con el billar en The Color Of Money y el resultado fue una obra maestra). Ahora, nos promete una cinta sobre un viaje sin el viaje (pensemos en Brazil de Terry Gilliam), y el resultado es igual de decepcionante y disperso que el de su película anterior, aunque, vale la pena decirlo, menos tedioso.

En una especie de símbolo ambiguo, vemos en una secuencia inicial a Mariana (Estefanía Piñeres) orinar en la ducha (¡qué buen título para una película!). La micción cae sobre sus pies y ella trata de ocultar su agüita amarilla (parafraseando a la canción de Los Toreros Muertos) dirigiéndola con sus pies al sifón. Esta es quizás la única imagen realmente interesante y disruptiva de toda la película. 

Mariana trabaja en un call-center (el peor trabajo del mundo, pero a la vez el refugio de la mayoría de los jóvenes de clase media) y vive en la casa de su madre Julia (Patricia Tamayo estupenda como siempre), una mujer abandonada por su esposo, que trata con desdén a su hija. Junto con ella viven en la casa un abuelo postrado en una silla de ruedas (quizás víctima de un derrame cerebral), y los hermanos de Mariana (aunque uno de ellos, la oveja negra de la familia) se encuentra desaparecido.

En el poco tiempo libre que le queda, la joven estudia alemán y acude a fiestas organizadas en su mayoría por Leonardo, un amigo gay (Diego Cremonesi), teniendo sexo casual con los hombres que conoce. El sueño de Mariana es el de viajar a Malta (lugar que visitó su amigo) y por eso no hace caso a los coqueteos de Gabriel (Emmanuel Restrepo), su compañero de clase, que como la mayoría de los chicos que sufren el síndrome del Friendzone, quiere ser su novio. Él es quien le da a conocer a Mariana al personaje de Corto Maltés creado por Hugo Pratt.

¿Estamos ante la historia de una joven que está robándole a los hombres que conoce en las fiestas para cumplir con su sueño de dejar el hogar de una madre que la odia? No. ¿Es Malta una fábula sobre los sueños que tenemos las personas trabajadoras de abandonar la rutina amarga y gris del día a día para viajar a un lugar paradisiaco? No. ¿La película de Santa es una exploración sobre la crisis existencial de una joven que se enfrenta a ese limbo que viven las personas mayores de veinte años que se enfrentan a la realidad de la vida y que quieren abandonar el nido materno, pero no pueden hacerlo, ya sea por falta de solvencia económica o por el peso que significa cuidar de una madre, un abuelo y un hermano? No.  

Al igual que La defensa del dragón, esta película no va a ningún lado y el camino no es particularmente interesante (Jim Jarmusch es un maestro a la hora de realizar cintas sobre perdedores que no hacen nada). En la primera cinta de Santa, se pudo haber mostrado cómo la astucia, la inteligencia y la estrategia producto del ajedrez les sirven a tres hombres para enfrentarse a la vida (la cinta Fresh es un ejemplo magistral de ello). Malta, pudo haber sido un Brazil sin los elementos de ciencia ficción distópica, una cinta de John Hughes (Sixteen Candles, Pretty In Pink) mucho más oscura y Made in Colombia o un ejercicio hiperrealista que alimentado del cine social de Ken Loach o los hermanos Dardenne. Nada de eso.