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Crítica: El niño y la garza (Kimitachi wa dô ikiru ka)

Siguiendo la línea de Alicia en el país de las maravillas y El laberinto del Fauno, un niño huye de la dura realidad para internarse en un mundo de fantasía y peligro, en la nueva obra del maestro Hayao Miyazaki.

Hayao Miyazaki 

Por  ANDRÉ DIDYME-DÔME

Cortesía de Cinetopia

Nacido en 1941, año en que los Estados Unidos le declararon la guerra a Japón por el bombardeo a Pearl Harbor, Hayao Miyazaki comenzó su carrera en la industria del cómic y la animación treinta años después. Junto a su colega y colaborador, el fallecido Isao Takahata, trabajó en varias series animadas para la televisión como las memorables Marco, Heidi, Sally la brujita, Ana de las tejas verdes, Super Agente Cobra y Conan el niño de futuro, antes de embarcarse como director de su primer largometraje, Lupin III: El castillo de Cagliostro

Inspirado por el buen recibimiento de la cinta, Miyazaki funda con Takahata los estudios Ghibli, donde dirige Nausicaä del valle del viento (1984), la primera de una serie de obras maestras de la animación japonesa que incluyen a El castillo en el cielo (1986), Mi vecino Totoro (1988), Kiki la hechicera (1989), Porco Rosso (1992), La princesa Mononoke (1997), El viaje de Chihiro (2001), El castillo vagabundo (2004), Ponyo (2008) y Se levanta el viento (2013).  

Hayazaki pensaba retirarse a los 72 años cumplidos, pero la pasión por su trabajo lo llevó a regresar con una nueva cinta, que es tan hermosa como todos sus trabajos anteriores y que junto con Se levanta el viento, es probablemente su trabajo más personal.

El niño y la garza, cuyo título original ¿Cómo vives?, proviene de una novela juvenil japonesa de 1937 de Genzaburō Yoshino, no es una adaptación literaria (aunque la novela aparece referenciada en la cinta) sino más bien un trabajo curiosamente influenciado por la literatura juvenil inglesa, especialmente por Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll y La travesía del viajero del Alba, la quinta parte de la saga de Narnia de CS Lewis. Tampoco se puede negar el tono melancólico que Miyazaki obtiene aquí de la obra de Takahata, especialmente de la devastadora La tumba de las luciérnagas (1988).

Ambientada en un ambiente rural que nos recuerda la belleza de los cuadros impresionistas de Claude Monet y la cinta Sueños (1990) de Akira Kurosawa, y con una trama que evoca los enigmas surrealistas de Twin Peaks de David Lynch, los viajes en el tiempo y las relaciones familiares rotas de Interstellar de Christopher Nolan, los viajes inter dimensionales de Matrix Reload de las hermanas Wachowski, y el refugio que brinda la fantasía ante la cruel realidad de El laberinto del Fauno de Guillermo del Toro, Miyazaki nos cuenta la historia de Mahito, un niño cuya madre muere envuelta en llamas durante un cruel ataque aéreo aliado en la Segunda Guerra Mundial. 

El padre de Mahito se casa nuevamente con la hermana de su difunta esposa y, unos años después, lleva al niño a vivir a la casa de la familia de su esposa, cuyos terrenos están dominados por una torre enorme y misteriosa. El padre trabaja como gerente de una fábrica de municiones que fabrica aviones (para contrarrestar el efecto de las aeronaves enemigas que mataron a la madre de Mahito), cuyas carcasas exteriores se almacenan en la casa. Los aviones han estado muy presentes en la obra de Miyazaki, ya que su propio padre era gerente de municiones y, aunque su madre no murió víctima de los bombardeos, su fallecimiento prematuro debido a la tuberculosis marcó tanto su vida como su obra de una manera indeleble.

Al parecer, Mahito se ha tragado todo su dolor e intenta ser obediente ante las decisiones de su padre, para cumplir con su labor de ser un buen hijo. Su madrastra/tía Natsuko está embarazada y es cuidada por un grupo de simpáticas ancianas. Pero como sucede en todas las películas de Miyazaki, el mundo cotidiano se ve alterado por la irrupción de la fantasía, cuando el niño se topa con una garza parlante y siniestra que lo acosa. 

De una manera inexplicable y con un tono muy lyncheano, Mahito, luego de una riña con sus compañeros en la escuela, toma una roca y se golpea brutalmente la cabeza. Como si se tratara de la taza de café de Twin Peaks o la oreja de Terciopelo azul, la roca se convierte en un objeto detonante. Natsuko desaparece y Mahito debe emprender una búsqueda para encontrarla en un universo paralelo, cuya puerta de entrada está en la torre.

La garza será el compañero y guía del viaje de Mahito, quien, la verdad sea dicha, quiere encontrar a su verdadera madre, que, de acuerdo con la garza, se encuentra viva en esa otra dimensión. Durante el trayecto se encontrará a una de las ancianas, pero en versión joven, a los Warawara, que son unas criaturas muy similares a las almas de la cinta Soul de Pixar, pero que también nos recuerdan a los Kodama de La Princesa Mononoke , a los Sin Cara de El viaje de Chihiro y los Susuwataris de Mi Vecino totoro. También tendremos a unos periquitos australianos antropófagos y a un tío abuelo muy parecido al arquitecto de Matrix   

Se podría pensar que todo ese universo fantástico al que accede Mahito puede ser causado por el trauma encéfalo craneal que él mismo se causó para sacar los malos pensamientos de su mente en una actitud masoquista y suicida. Pero eso sería tan inútil como pensar que el viaje de Alicia fue todo un sueño o que Dorothy de El Mago de Oz se imaginó todo luego del vendaval que la dejó inconsciente. Miyazaki siempre le ha apostado a la fantasía.    

El niño y la garza, pese a que se siente como una variación sobrecargada de las películas anteriores de Miyazaki, llega a ser una bellísima fábula que nos habla sobre cómo el arte y la fantasía son la salvación para los seres humanos. El final, sencillo y contundente, será el aspecto más poderoso de toda la película. 

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