Bookazine Fito Páez: Un viaje por su adolescencia, el boom de la Trova y el encuentro con Charly García

De Rosario al mundo, desde sus primeros años como músico profesional hasta la grabación de su debut solista

Por  MARIANO DEL MAZO

junio 29, 2022

FOTO: ALEJANDRO LAMAS

*Esta nota es parte del nuevo Bookazine Rolling Stone dedicado a la vida y la obra del músico rosarino y que ya se consigue en los kioscos.

“Che, segurísimo que a Kennedy lo mataron en el 63, ¿no?”. Con la birome en la mano, Fito Páez no quería fallar con la canción que iba a titular su disco debut. César Franov no quiso precipitar la respuesta. Todo el (pequeño) mundo del rock argentino -esa secta que transitaba idénticos circuitos y que asimilaba cada uno de los bruscos cambios pos Malvinas- había posado la mirada sobre ese flaco desgarbado. El primer llamado de atención fueron las canciones de Tiempos díficiles, el disco de Juan Carlos Baglietto que funcionó como caballo de Troya de un lote de artistas que también incluía a Adrián Abonizio, Jorge Fandermole, Silvina Garré, Rubén Goldín, Lalo de los Santos.

Fito Páez destacaba del lote. En realidad, siempre destacó: en cada sitio en el que le tocó estar, marcó diferencia. En la menesunda de la Trova rosarina sobresalía como artista embrionario, como promesa. Acababa de salir de la adolescencia y ya había escrito temas de una solidez impactante. Su pluma era esencialmente romántica y oscura, como una rémora de esa adolescencia. Pero se abría a otros aspectos. Podía escribir acerca de un suicidio (“Sobre la cuerda floja”), sobre la identidad (“La música del Río de la Plata”), sobre cierta idea destemplada del amor (“Aunque mañana no estés”) o la esperanza (“La vida es una moneda”) y tangos abismales como “Puñal tras puñal”. Algo fatua, esa precoz obra definía una metáfisica que evocaba tanto a canciones puntuales de Charly García como el desolado universo arltiano.

Ahora es 1984 y está a punto de redondear ese instante clave en la historia de un músico: el primer disco. Pese a esas letras tremendas, arrastraba un aura hippie, algo cándida y pueblerina, proveniente de los años de epifanías rosarinas. Era el rock and roll, pero tamizado por tardes de café con leche frente al Capitán Piluso. Su vida cambió cuando en Rosario vio a La Máquina de Hacer Pájaros en el teatro Astengo, en agosto de 1976. Ahora da vueltas por el estudio Panda con una birome confirmando el marco de referencias de 1963, el año de su nacimiento. Otra vez: Charly como modelo del songwriter que cuenta su vida a través de canciones. Y más atrás en los eslabones de influjos, John Lennon. Narrar con pulso autobiográfico y periodístico fue parte del plan estético. En esa canción que fluía metió de todo: la guerra de Vietnam, Malvinas, el colegio, el alunizaje, la sofisticada discoteca de su padre (del Cuchi Leguizamón a la bossa nova). Jobim me dormía en la noche cuando todo era calma/ Tocaba folclore, después rock and roll/ Y ahí llegó Lennon hablando de amor”.

Fito escribía y se zambullía en la Buenos Aires de la trémula democracia. Florecía la llamada “primavera alfonsinista”. Casi todos los que lo rodeaban simpatizaban con el radicalismo; él sostenía el ideario peronista que en ese momento se debatía entre la ortodoxia y la renovación. Todo lo atraía, desde Batato Barea hasta la revista El Porteño, el cine y los raros peinados nuevos. Venía de tocar precisamente con Charly, el cenit de la modernidad surgida de la tradición. Desde los sótanos y otros ámbitos alternativos irrumpía un arrogante aluvión post-punk que expresaba múltiples sentidos: la ironía glam de Virus, el pop elegante de Soda Stereo, la virulencia de Sumo, la aridez de Los Violadores. Se espejaban, a veces obscenamente, tanto en sonido como en imagen, en referentes del rock global: David Bowie, The Cure, The Police, Joy Division, Sex Pistols. Tenían un afán parricida. Los viejos rockeros (tener más de de 30 era ser veterano en ese entonces) observaron en la figura de Fito Páez la continuidad del legado histórico que había nacido allá lejos y hace tiempo con “La balsa”, de Los Gatos. Fito sería para ellos el mesías hippie. Pero él tenía otros planes.

FOTO: CARLOS GIUSTINO ASPIX

Páez sintió en carne propia el cambio de piel del rock argentino. Desde los 14 años había fatigado bandas con el inequívoco tufillo sinfónico que en la Argentina tuvo su apogeo a mediados de los 70. Junto a amigos del colegio -el Dante Alighieri- formó Neolalia, una expresión que significa “nuevo vocablo”. Estaban fascinados por la experiencia de M.I.A., el colectivo de la familia Vitale que puso los cimientos de la autogestión en la música argentina. La banda funcionaba como un desfile caótico de artistas como  Mario “Pájaro” Gómez (luego, en la década del 90, conocido como el líder de Vilma Palma e Vampiros), Fabián Gallardo, Pedro Squillaci, Alejandro Vila, Carlos Murias, Claudio Joison, Daniel García, Carlos Rossi, los hermanos Carlos y Patricio Prieto, Marcelo Romano, “Sapo” López y Germán Risemberg. En vivo, mezclaban performances, lectura de poemas y zapadas. Squillaci –actualmente editor de Espectáculos del diario La Capital de Rosario– recuerda: “Fito era la cabeza parlante del grupo. Nunca decía que él era el líder pero ejercía ese título desde la actitud, desde las propuestas y sobre todo a partir de las ideas que generaba. Siempre estaba un pentagrama adelante que nosotros. Recuerdo que un día estábamos ensayando en el depósito del fondo de la zapatería de Carlitos Murias y me pidió que yo hiciera en la batería un ritmo medio cruzado para ‘Chacatoba’, un tema suyo que íbamos a tocar con Neolalia en el show de la sala Lavardén. Me pedía algo más tumbado, una mezcla de candombe y chacarera que a mí no me salía, o no le entendía lo que me estaba pidiendo. Hasta que el tipo se sienta en mi querida Caf celeste y de una manera poco ortodoxa y agarrando los palos con cero técnica toca el ritmo que él tenía en la cabeza. Después se levanta de la bata, me deja el lugar y yo lo hago tal cual me lo pidió. Al escuchar la base rítmica, el joven Páez explota al grito de ‘eeeeeesa era Pedrito, eeeesa’. No podría decir que me di cuenta en ese momento de que Fito sería quien hoy es, pero sí comprendí que estaba tocando al lado de un tipo en cuya cabeza había mucha más música que en la de todos nosotros juntos”.

En esa época tocar rock era una manera de resistencia o un refugio. Mientras la dictadura hacía estragos en los sindicatos, en las universidades y en los partidos políticos en la clandestinidad, el rockero era perseguido por la policía por estrafalario. “Los grupos rosarinos hacían ruido, ensayábamos en El Canuto y se tocaba en el Café de la Flor, en la Lavardén, en la Asociación Cristiana de Jóvenes. Se hacía lo que se podía con lo poco que se tenía, y cuando llegaban los grupos de Buenos Aires toda la energía estaba puesta en ir a verlos, estar, presenciar una prueba de sonido, mirar, aprender y hacer el aguante. Era un ritual necesario para ser parte de algo que intuíamos en algún momento nos iba a contener”, contó a la revista rosarina Barullo el músico y sonidista Jorge Llonch, actual ministro de Cultura de la provincia de Santa Fe.

Sergio Rébori, el más minucioso historiador del rock de Rosario, enumera una serie de bandas efímeras de Fito, como Sueñosia, Gno El Bizarro, Graf, Arcana. Recién en la banda Staff logró formaciones más orgánicas. En ese entonces ya sonaban fuerte Irreal (que en diferentes épocas tuvo como integrantes a Juan Carlos Baglietto y Adrián Abonizio) y Pablo El Enterrador, con Rubén Goldín y Lalo de los Santos. “A Fito lo conocí en 1977. Él tenía unos 14 años. Pelaba con su banda, que no me acuerdo cuál era, pero sí que se presentaron en un concurso. Juan Baglietto y yo éramos parte del jurado. Fito era un calco de Charly, y su banda ganó. Después nos vino a saludar y me contó que era fanático de Pablo, El Enterrador”, recuerda Goldín. Tres años después Páez y Goldín coincidieron en El Banquete, una banda hecha y derecha que llegó a compartir escenario con Tantor, el legendario grupo de prog-rock latino de los Aquelarre Héctor Starc y Rodolfo García, más Machi Rufino, en un concierto en la Facultad de Ingeniería de Rosario.

Páez junto a la banda de Charly García, Guyot, Toth e Iturri (luego conocidos como GIT). FOTO: JOSÉ LUIS PEROTTA – COLECCIÓN MUSEO DE LA CIUDAD DE BUENOS AIRES

Fito sobresalía como compositor pero no estaba convencido de sus capacidades como intérprete. Se mostraba vacilante como cantante. Canciones como “Puñal tras puñal” y “Sobre la cuerda floja” ya eran conocidas en el gueto rockero de su ciudad; en poco tiempo las cantaría todo el país. Todo se precipitó. Hubo un kilómetro cero que se puede pensar como la Fundación Mítica de la Trova Rosarina. Y se relaciona con el festival en oposición a la visita de Frank Sinatra. Lo organizó la revista Humor. Su director, Andrés Cascioli, era un maestro del impacto y la provocación. En un gesto político imposible de entender fuera del contexto de la época, puso en marcha un encuentro federal de música popular, en el estadio Obras Sanitarias, en contra de los shows del crooner. El manager de Facundo Cabral, Julio Avegliano, le recomendó un cantante que había descubierto en el Café de la Flor, de Rosario.

No había mucho tiempo para la organización del festival, en agosto de 1981. Avegliano viajó a Rosario a invitarlo, pero el cantante puso una condición. “Si voy, voy con mi gente”. Cascio li resopló, pero accedió. Baglietto, Silvina Garré, Fito Páez, Rubén Goldín y compañía actuaron en Obras, en medio de un encuentro de tres días que incluía a Luis Alberto Spinetta, el Cuchi Leguizamón, Dino Saluzzi… “Todos nuestros ídolos”, recuerda Baglietto.

Fue el bautismo de fuego, en el Templo del Rock de Buenos Aires. El siguiente fue en Córdoba, en el Festival de La Falda, en febrero de 1982. Como en Obras, pero ante un público rockero e irascible, domaron a la multitud con el arma de dos hits excluyentes como “Mirta, de regreso” y “Era en abril”. Un ejecutivo de la EMI tomó nota y les propuso grabar un disco.

Tiempos difíciles coincidió con la recuperación de las Malvinas. La guerra fue la lamentable propaladora del álbum. La prohibición de pasar música en inglés dio una inusitada visibilidad a músicas que el poder ignoraba e, incluso, que había censurado. El álbum firmado por Juan Carlos Baglietto sintonizó la época. Fue un éxito instantáneo. Y Páez aportó cinco de los diez temas: “Aunque mañana no estés”, “La vida es una moneda”, “Puñal tras puñal”, “Sobre la cuerda floja” y “La música del Río de la Plata” (letra compartida con Baglietto).  “A pesar de que convivíamos y veíamos las cosas que sucedían con cierto nivel de inconsciencia –dice Baglietto–, Fito no solo nos asombraba por la calidad compositiva, sino también por su corta edad… ¡Cómo podía ser capaz de escribir canciones con la densidad de, por caso, ‘Puñal tras puñal’!”.

Adrián Abonizio opina algo parecido: “Fito era arrollador. ¡Como ahora! Apareció como surgido de la nada. Estaba para más: no había debutado en Primera y ya pedía la Selección. Era una esponja, chupaba todo lo que andaba dando vueltas y componía frenéticamente. Se acopló al equipo rápidamente porque veíamos en él a un pibito alucinante. Con naturalidad mostraba unos temas impresionantes. Mentía generosamente vidas que no había vivido: era como que había adelantado su reloj biológico”.

FOTO: CARLOS GIUSTINO ASPIX

El disco se presentó en Obras el 14 de mayo, un mes antes exacto de la rendición de Puerto Argentino. Hacia fin de año, Baglietto publicó su segundo álbum, Actuar para vivir, que es el nombre de la canción de Páez que abre el álbum. La troupe se multiplicó en discos solistas, como La mañana siguiente, de Silvina Garré, producido por Páez. Fito se encontraba en estado de gracia, y entre temas exhumados de los años rosarinos y los que iba componiendo en esos tiempos más frenéticos que difíciles, sentía Ωya como una urgenciaΩ que debía dar un salto como solista. Para el disco de Garré aportó canciones bellísimas en su densidad, algo perdidas en la historia: “De prostitutas”, “Somos la ciudad”, “A quien sea mi hijo”, “Patrón de identidades”. Para Actuar para vivir le dio a Baglietto los temas “Tiempos difíciles”, “Pa’ trabajar” y “De plenilunio”. Para el tercero del cantante, bautizado simplemente Baglietto, hizo conocer dos hits: “Tratando de crecer” y “El loco de la calesita”.

“Recuerdo de aquellos momentos las hormonas explotando –le contó Páez a Squillaci–. Se reía mucho, se bebía vino blanco malo con hielo, Juan cocinaba unas exquisitas bagna caudas, se bebía a raudales whisky de pésima calidad y no se ensayaba. O se ensayaba muy poco y muchas veces en las pruebas de sonido. A pesar de que soy bicho de sala de ensayo, me divertía muchísimo en esos raids de cinco, y a veces más, conciertos por noche, en algunos fines de semana después del boom Baglietto”.

Radicado ya en Buenos Aires, le estallaba la cabeza: tenía definida la idea del disco y, sobre todo, un sonido. Su plataforma estética difería de la de sus compañeros de la Trova. Como sugiere en su evocación, tomaba aquellos años de despegue como una estudiantina musical, teñida de frescura adolescente. Quería emprender su propio viaje, con algo nuevo y clásico al mismo tiempo. “Llegué a Buenos Aires en tren. Quedamos con Lalo de los Santos que me iba a buscar a Retiro. Pero no apareció. Dormí la noche en la estación con el Rhodes, que pesa como doscientos kilos”, recuerda Páez. “No tenía plata, ni a quién llamar –le contó a Leila Guerriero–. Estaba asustado como un pichoncito. Al otro día, a la mañana, llegó Lalo. Me dijo: ‘Hola, man’. Como si nada. Igual, no tengo un mal recuerdo. Cierta angustia por lo chiquito que era, esa intemperie. Pero una vez que vino Lalo, se terminó el problema”.

Vivió en un departamento de dos ambientes en La Boca, con nada: cigarrillos, alcohol, mate. Era como un estudiante del interior haciendo sus pininos existenciales en la gran ciudad. A la imberbe estrella de la Trova el dinero le resbalaba en las manos. Le importaba solo el arte, la bohemia, la experiencia. Un día sonó el teléfono: un productor le dijo que Charly lo estaba buscando para armar una nueva banda. Había grabado Clics modernos en Nueva York y ahora necesitaba tocar el disco en la Argentina. “Al día siguiente fuimos a su casa y escuchamos Clics. Yo no lo podía creer. Pero nadie me dio pelota. Charly recién me dirigió la palabra ¡al quinto día!”.

Se incorporó a la banda y salieron al ruedo. El vínculo entre García y Páez nunca dejó de ser el de maestro-discípulo. Al verlo y escucharlo, todo el mundo lo sabía: el rosarino se estaba constituyendo en el perfecto heredero. Ese instante era de aprendizaje. García atravesaba un momento de una inspiración extraordinaria. Nadie podía pisarle los talones: ni el nuevo rock, ni el viejo, ni la bisagra que representaba Páez. Luca Prodan bromeaba: “Para mí, Fito es el hijo de Charly y Nito Mestre”. Esos meses de gira fueron para él como concurrir, todos los días, a la Universidad del Rock.

“Para un rosarino medio intelectual y solemne como era yo fue como salir a tocar con los Rolling Stones”, decía. Había algo paternal en la figura de García: “Me acuerdo de cuando fuimos a Ibiza. Él estaba produciendo el disco de Los Twist, hicimos unos conciertos en Barcelona y yo estaba muy… bravo –contó–. Charly se dio cuenta y me llevó a las cuatro de la tarde a una casa de ropa. No había nadie en la calle, estaban todos en la playa. Bueno, el hombre me compró un traje blanco muy parecido al que usaba John Lennon”.

Fabiana Cantilo hacía los coros de la banda de Charly, y no demoró mucho para que Páez quedara embelesado con su sensualidad y belleza, esa mixtura de mohines angelicales y diabólicos. García mostraba celos de su aprendiz, pero eran tal vez más artísticos: el público llegó a corear el nombre de Fito en varios de los shows.  Durante la primera semana de la gira Páez no aguantó y encaró a Mario Breuer, el encargado del monitoreo de los vivos, como si fuera su hermano mayor. En su notable libro Hay cosas peores que estar solo Federico Anzardi reconstruye un diálogo delicioso:

-Breuer, tengo un problema muy grande. Me enamoré de la novia de Charly.

-Charly no tiene novia.

-Bueno… de Fabiana.

-¿Te enamoraste de Fabiana? ¿Estás seguro?

-No puedo más.

Unas horas después, Breuer no podía creer lo que estaba escuchando. Sin decir agua va, Fabiana Cantilo le disparó:

-¡Breuer! No sé qué hacer. ¡Me enamoré de Fito Páez! No sé cómo decírselo a Charly.

La historia es conocida y fue usina de decenas de canciones. Fabi fue la musa inmejorable. La pareja era como una réplica criolla de la relación entre Jane Birkin y Serge Gainsbourg. Ella –de familia con linajeΩ fue abducida por los conocimientos mundanos de Páez; él –plebeyoΩ fue atravesado por el temperamento volcánico de la Cantilo. El comienzo del romance despertó el irónico comentario de Pipo Cipolatti, el líder de Los Twist, la banda en la que la cantante se reveló ante el gran público: “De repente un día se volvió peronista. Fabi empezó a hablarme de Perón y Evita”.

Mientras avanzaba con su álbum, Páez participó de la grabación de Piano bar, el tercer disco solista de Charly. Fue el epílogo de la relación musical orgánica entre los dos. Fito sentía las alas fuertes como para volar solo. Un detalle se puede tomar como anecdótico, pero conlleva un terrible peso simbólico: el rosarino fue testigo de la grabación de “Total interferencia”, el primer tema compuesto por sus dos héroes, Charly García y Spinetta, que cerró Piano bar. Desde la consola, Páez entabló un diálogo con García. Un fragmento de ese diálogo fue incluido en la mezcla final del tema. Fito sostiene que Charly dudó de meter la canción. “Le insistí para que la pusiera. Yo estaba del otro lado de la consola con el ‘Portugués’ Da Silva y tuvimos una charla larga de veinte minutos. Él en el micrófono, en donde decidió que iba a hacer el tema, que lo iba a cantar y lo iba a meter en el disco. Después todo es muy sugerente: un tema de Charly y Luis que se llame… ¡‘Total interferencia’! Muy argentino. Dos personas maravillosas haciendo un tema que se llame así. Yo percibí que el asunto tenía una gravedad histórica”.

Un día le mostró los bocetos de los temas a Charly. Gar cía supo que estaba frente a un caso serio. Le sugirió algunas ideas, pero ya la suerte estaba echada. Ese disco sería no solo la base donde se apoyaría toda la carrera de Páez sino que, además, fue un quiebre en el rock nacional. “Del 63 me permitió ser el compositor de canciones que soy. Sin esa piedra fundamental no hubiera podido haber hecho nada”. A García le sorprendió que usara tan naturalmente la palabra “cocaína”, como en “Viejo mundo” (que en el disco entona la segunda voz de Goldín). Era la droga del momento, todos tomaban, pero existían pruritos en mencionarla. Páez volvió a incluirla en “Decisiones apresuradas”, en Giros, el disco siguiente.

Son nueve canciones que van desde el apunte político de “Cuervos en casa” y “Viejo mundo” hasta la beatle “Sable chino” y la adhesiva celebración de “La rumba del piano”, que luego grabó con Caetano Veloso. Una canción destacaba como obra maestra: “Tres agujas”. Fue la preferida de García y de Spinetta, y abría un abanico de posibilidades rítmicas.

“Tres agujas” tiene cierto influjo de “Are You Going with Me?”, de Pat Metheny, guitarrista muy escuchado por los músicos a principios de los años 80. Se la dedicó a Fabi Cantilo: “La última noche me puse duro y tomé un par de whiskys y me fui con Fabi a casa. Esa vez le vi el aura todo naranja a su alrededor. Fue un rapto místico. Empecé a ensayar como loco, me sentía muy poderoso, contento. Me puse como Cristo. Dice Fabi que me cambió la cara. Al otro día fui, metí la letra de ‘Tres agujas’ y terminé la grabación”, recordó en Corazones en llamas, libro escrito por Laura Ramos y Cynthia Lejbowicz.

La banda para la grabación del disco formaba con Fabián Gallardo (guitarras, voz, teclados), Daniel “Tuerto” Wirtz (batería) y César Franov (bajo y teclados), más la exquisita participación vocal de Ruben Goldín en “Viejo mundo”, “Canción sobre canción” y “Un rosarino en Budapest”. Fito invitó a los saxos de Daniel Melingo (en “Cuervos en casa”), de Oscar Feldman (en “Sable chino”) y la guitarra de Carlos “Negro” García López en “Del 63”. Fito Páez entró dulce, muy dulce, a la historia grande del rock argentino. Como cuenta Nicolás Igarzábal en el libro Grabado en Panda, Tweety González tenía un familiar que manejaba un negocio de golosinas e iba cada tarde al estudio con una bolsa llena de Rhodesia, Tita y Mantecol.

Faltaban un par de discos para que tanta azúcar mutara por el agrio sabor de un crimen demasiado horrible. La palabra profeta viene de “poeta”. El espíritu de aquellas historias trágicas que anticipaba en sus composiciones adolescentes se corporizó frente a él. Nada volvió a ser lo mismo. O sí: su capacidad de procesarlo todo en canciones. También el dolor.

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