[ARCHIVO RS] Skay Beilinson se lanza como solista: “Yo también soy Patricio Rey”

En esta nota de 2002, el ¿ex? guitarrista de los Redondos habla de experiencias místicas, de la cultura de bares, de su relación con el Indio Solari, y de una vida casi redonda. Presenta a su nueva banda y cuenta cómo es el viaje A través del Mar de los Sargazos.

Por  HUMPHREY INZILLO

junio 18, 2023

David Sisso

Este artículo fue publicado originalmente en la revista Rolling Stone Argentina #57, en diciembre de 2002

En la sala de ensayo, Skay se destaca por su estampa: anteojos negros, el sombrero de gamuza a la Indiana Jones y la vieja correa de cuero negro con tachas que escriben PATRICIO REY Y SUS REDONDITOS. Un atril bonsai se eleva unos treinta centímetros, frente a sus pies, sobre un parquet reluciente. Hay una carpeta negra con machetes de letras que, al mejor estilo Mercedes Sosa, ayudan a Skay a cumplir su nuevo papel de cantante. La sala, impecable, amplia y cómoda, es la nueva vedette de la casa de Palermo Viejo que comparte con la Negra Poli, su compañera de toda la vida y “ondina curadora” del proyecto solista.

Dos equipos de aire acondicionado templan el ambiente y una enorme consola domina la escena. David Quartero, el nieto de Poli, dispara las bases programadas. “¿Estamos?”, pregunta Skay. Todos asienten y suena una versión remozada de “Nene-nena”, un viejo roquito ricotero que ahora podría animar, perfectamente, una noche de frenético dance en una rave de música electrónica. Lecu, el tecladista, usa una boina de cuero que recuerda al detective Baretta y baila, hiperquinético. Los otros músicos están más contenidos: el bajista Claudio Quartero (hijo de Poli y padre de David) se concentra en los arreglos vocales. Oscar Reyna luce rígido con una sobria camisa Lavilisto, que más tarde provocará alguna cargada. Daniel Colombres es el baterista gracioso: entre un tema y otro, menciona a la actríz Perla Santalla (¿?). Todos ríen.

Este es el penúltimo ensayo antes de los shows en Mar del Plata, la primera presentación de Skay Beilinson con su nueva banda y su regreso, además, a escenarios intimistas (después de haber llenado dos veces el estadio de River Plate, un teatro para mil quinientas personas se volverá particularmente pequeño). La lista de temas incluye el nuevo disco completo y gemas ricoteras como “Caña seca y un membrillo”, “Humano, roto y mal parado”, “Criminal mambo”, “La bestia pop”, “Nuestro amo juega al esclavo”  y “El infierno está encantador”. Una vez que suena el último acorde de “Me matan, limón!”, todos se disponen a oír la grabación de lo que acaban de tocar.

Skay, de espaldas al equipo, toma mate y escucha con muchísima concentración. Festeja los últimos arreglos de voces que hicieron Lecu y Claudio. Está tranquilo, como siempre. Se lo ve entusiasmado. Es feliz.

Cuando empuña una guitarrra, Skay sufre una metamorfosis. Debajo del escenario, su figura puede pasar totalmente inadvertida. Pero, sobre las tablas, tanta paz se convierte en un destello constante y radiactivo. El atuendo, dice, es un elemento más que permite que la música lo atraviese. En vivo, los lentes oscuros son indispensables. Pero ¿también en los ensayos? “Permiten que me invada otro personaje. El sombrero o un pañuelo también sirven para eso, pero además me ayudan a frenar la transpiración.” Y agrega: “Si me viera desde afuera, diría que ése que está ahí, arriba del escenario, es otra persona. Pero, inevitablemente, soy yo. Es una parte mía mucho más liberada”. Dice que todavía siente un poco de miedo antes de subir a escena. En tal caso, apura un par de tragos de whisky y deja escapar un grito gutural, tal vez como el de “Gengis Khan”, obertura de A través del Mar de los Sargazos, su primer opus solista luego de veintiséis años de historia con Los Redondos. “Creo que uno está obligado a entregar lo mejor que tiene para dar. A mí me sale así: medio animal, medio bestia. No es una pose ni una actitud premeditada. A veces pienso que tengo que estar dispuesto a arruinarlo todo esa misma noche. La música es, sobre todo, expresión. No importan las notas, sino lo que uno pone entre cada una de ellas.”

-¿Vas a usar esa correa en vivo?

-Sí, me la regaló Rocambole hace muchísimos años. Patricio Rey sigue siendo el maestro, el intermediario entre la música y yo.

Skay Beilinson retratado por David Sisso. Buenos Aires, noviembre de 2002.

Este reportaje empezó un lunes por la noche. Cenamos pizzas caseras (Poli sorprendió con una exquisita, de berenjenas, à la George Costanza). Skay me contó su esperanza secreta: lograr que el alma, al haber sido testigo de experiencias enriquecedoras, sea capaz de impregnarse de la belleza de los momentos conmovedores de toda su vida. Lograr que su música plasme esa belleza. Y lograr que sus canciones vuelquen su experiencia de vida. 

A los 12, Skay era Eduardo Beilinson. Un niño que llegaba corriendo a su casa desde el colegio y sintonizaba Radio El Espectador, de Montevideo, que se escuchaba perfectamente en La Plata. El programa se llamaba Beatlemania y pasaba los temas del grupo que marcó el comienzo de la “gran revolución generacional” (Skay dixit). El pequeño Eduardo se enamoró de ese sonido. Estaba terminando la escuela primaria y años antes había aprendido algunas zambas en la guitarra. Pero cuando descubrió los tres acordes de “Twist & Shout” armó un grupo, The Longfellows, con un repertorio basado en los Fab 4 y los Byrds.

El alumno Beilinson se apasionaba con la música y no era afecto a la lectura. Sin embargo, durante el secundario nunca se llevó una materia. Había construido su primera guitarra eléctrica (“el cable que no tenía plug y era una rosca [risas]; los que sepan de guitarras sabrán de qué hablo”, dice). No era de jugar al futbol, ni hacía ningún otro deporte. Prefería ratearse del liceo Víctor Mercante a jugar al billar en tugurios llenos de humo. Algo sabía sobre la explosión del hippismo en el mundo. Pero ni siquiera sospechaba el rumbo que iba a tomar su vida.

Durante el último mes y medio, Skay contó su historia varias veces, en distintos medios. A mí también me la contó. En 1967, yendo a Sudáfrica en barco con sus padres, ganó un concurso tocando la guitarra. El premio era un pasaje a Europa, que un año más tarde se transformó en un viaje iniciático junto a su hermano Guillermo. A fines del 68 llegaron al Barrio Latino de París, y participaron de varias revueltas estudiantiles (resabios del emblemático Mayo Francés), hasta que los deportaron a Londres (“El Che Guevara estaba en las pancartas, y ser sudamericano era peligroso”, recuerda). Allí se encontraron con su otro hermano, Daniel. Se maravillaron con la explosión del hippismo y vieron un show de Jimi Hendrix en el Albert Hall.

-¿Qué recordás del recital?

-La gente bailando sola, como en trance, sobre las butacas. Algo inédito para la época. Hendrix era un ser absolutamente salvaje, que hacía música con un acople. Era la libertad hecha música. Y me mostró una característica fundamental del rock: la gestualidad. Pero Hendrix, si bien marcó un quiebre en la música, era un exponente más de esa cultura que expresaba lo que todos queríamos expresar y que se vivía en la calle todo el tiempo.

-¿Qué pasaba en la calle?

-Podías encontrarte con gente que venía viajando de la India y se ponía a contarle sus historias a alguien que llegaba desde Holanda. Tocaban la guitarra y se ponían a bailar. En una casa tomada funcionaba el Art’s Lab, donde convivían un gurú hindú con un mimo capaz de interpretar universos psicológicos y espirituales. En esa época, la droga era un medio de compartir un momento. Servía para atrevernos a entrar en otra dimensión. No había problemas con la policía al respecto: podías fumar por la calle y nadie se daba cuenta de que era marihuana.

Skay recibió un llamado de sus padres, preocupados por el nuevo rumbo que había tomado la vida del joven Eduardo. Negoció, entonces, su regreso a la Argentina. Trajo un amplificador Marshall, una guitarra Grestch, un wah- wah y un distorsionador. Volvió a La Plata cargado de discos de Hendrix, Cream, Pink Floyd y Vanilla Fudge. Su concepción del mundo y de la vida ya era diferente. Dejó el colegio, abandonó para siempre la seguridad burguesa y la contención de su familia de clase media acomodada y partió a la aventura. Conoció a Poli y, junto a ella, su hermano Guillermo y una comunidad ambulante de delirantes inició un periplo que lo llevó a vivir en: a) un terreno baldío en la ciudad de las diagonales; b) un campo en Pihué, donde intentó vivir de la caza con arco y flecha; c) una casita en Tolosa; d) la selva salteña, y e) San Rafael, Mendoza. Además, se hizo amigo de los miembros de La Cofradía de la Flor Solar, un grupo hippie de La Plata que contaba entre sus miembros al maestro Rocambole -responsable de la imagen gráfica de Los Redondos y también del nuevo proyecto de Skay- y músicos como Kubero Díaz, Morcy Requena y Manija Paz. Formó el grupo Diplodocum Red & Brown (llegó a grabar un simple en 1970) y visitó, en ocasionales paseos por Buenos Aires, el Instituto Di Tella (fue Marta Minujín quien lo bautizó Skay). Esos años le dejaron una infinidad de historias, anécdotas y experiencias increíbles. Dice que prefiere expresarlas a través de la música. Pero me contó muchas. 

-¿Cómo era la relación con los eventuales vecinos del terreno baldío?

 -Muy buena, porque no hacíamos cagadas. El verdulero, por ejemplo, en vez de tirar la mercadería que le sobraba, nos la daba a nosotros. Y Poli, maestra absoluta de la administración, hacía comida para todos. El drama era la policía. Porque no sabían si éramos guerrilleros o qué. Cuando hacían allanamientos, no sabían si buscar falopa o buscar armas.

 -¿Qué se tocaba en los fogones? 

– A mí me gustaba afinar la guitarra en un acorde y hacer una especie de ragas hindúes. Eran zapadas interminables donde cantábamos todos. Eran juegos musicales; con el tiempo terminamos llamándolos folklore universal. No era rock. Era, simplemente, jugar con la música. 

 -¿Militaban en política?

-No. Muchos amigos nuestros, sí. Tenía afinidad con ellos, pero los veía muy rígidos. Yo pertenecía a una banda de hippies que proponía una revolución posible: atreverse a despojarse de lo que es la propiedad privada. Ese es un acto revolucionario. Parece fácil, pero hay que hacerlo.

En su nuevo papel de letrista, Skay apeló a la técnica de la prueba y del error. Para impregnarse de la dinámica poética, leyó viejos libros de Henri Michaux y Omar Kayam. Pero sus gustos literarios son bastante eclécticos: elogia la calidad de José Saramago y la ironía de Kurt Vonnegut, el autor de Las Sirenas del Titán. (Foto: David Sisso).

Skay lo hizo. Su bagaje consistía, por entonces, en su mochila con uno o dos pantalones, algunas remeras y una bolsita con amuletos, caracoles y piedritas. Y la guitarra, infaltable. De ese modo comprobó que es verdad el dicho “no es más rico el que más tiene, sino el que menos necesita”. Y lo aplicó a su vida. Y a la música.

Luego de irse de su casa, Skay cortó el contacto con sus padres durante unos siete años. Su situación era un reflejo de una lucha generacional. Con el tiempo, sin embargo, recompuso la relación que ahora, dice, es maravillosa: “Los descubrí como personas. No tengo el rol de hijo, ni ellos el de padres. Nos volvimos más comprensivos”.

-¿Escuchan tus discos?

-Yo se los he ido regalando. A veces, cuando me dicen que les gustan, yo mucho no les creo (se ríe). Ellos disfrutan más del jazz o de la música clásica. Pero, en fin, supongo que son esas cosas que le dice un padre a su hijo.

“Gran parte de aquellos compañeros de aquellas experiencias terminaron siendo los primeros Redondos. Para mí, los Redondos no arrancan en el momento de conocerlo al Indio, sino que son una consecuencia de toda esa experiencia previa, que venía de la autogestión”, dice Skay.

La historia cuenta que Carlos Solari, Guillermo Beilinson, Skay y una banda de forajidos comenzaron a hacer canciones para musicalizar un film en súper 8.

En esos primeros ensayos, Skay era el director musical, pero los arreglos eran lo de menos: “El Indio me había dado un silbato, para poner un poco de orden en los cortes y en los solos” (se ríe).

Fue en Salta, en 1977, cuando los músicos de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota tocaron por primera vez con ese nombre. De esas épocas, Skay recuerda que la música era un acto catártico: “Morían muchos amigos y conocidos alrededor, y nuestras vidas no estaban aseguradas. Entonces decíamos: «Nos encontramos hoy, vamos a festejar hoy». Cada seis meses, Poli buscaba un lugar y yo armaba la banda. Nos juntábamos para saber que estábamos vivos. Eran momentos intensos y muy divertidos. Después de esa época siniestra, empezamos a tocar más seguido y entró un dinero que nos permitió grabar. Ahí vimos que era un camino posible”.

La lista de músicos que tocaron convocados por el espíritu de Patricio Rey resulta casi inabarcable. La historia redonda, también.

Con el Indio, seguramente, nos vamos a volver a encontrar. En principio, como personas. Porque nunca tuvimos notorias diferencias musicales -dice Skay. 

Para el que no lo sepa, en noviembre de 2001, los Redondos se tomaron un año sabático (que pueden ser dos, o tres). Y fue entonces cuando Skay decidió atravesar el Mar de los Sargazos. Odisea que encaró, básicamente, a remo (la tan mentada tracción a sangre).

-Tu disco solista parece un regreso a las fuentes. ¿La música de edición era un mambo del Indio?

-El propuso trabajar de ese modo. A mí el proyecto me entusiasmó, porque significaba navegar en lugares poco conocidos. Probablemente, mi pulso es más rockero que el del Indio. Y es cierto que estaba extrañando el pulso humano. Este disco creo que lo rescata.

-Ante esta eventual separación, muchos esperan que hables mal de él… 

-Todas las personas tenemos cualidades fastas y nefastas. De las cualidades nefastas del Indio no me interesa hablar; no viene al caso. Pensamos diferente en muchos aspectos y tenemos actitudes diferentes ante la vida. Pero lo único real es lo que sentimos: vamos a parar por un tiempo y ver qué pasa. No terminamos peleados, no nos agarramos a trompadas, no nos odiamos. Hay un enorme cariño entre nosotros. Sólo que estamos necesitando un poco de aire. Y el aire es tiempo. Así de sencillo. Conflictos hubo a lo largo de toda la relación, pero nunca nos distanciaron. Al contrario, hemos convenido siempre en limar determinadas cosas para seguir con un plan que nos parecía atractivo a los tres. Llegó un momento que sentimos que… ¿Volver a hacer qué? ¿Otro disco? ¿Repetir las mismas máquinas? Yo quería grabar de una manera; el Indio, de otra… Pero son anécdotas menores.

-¿Y no es rara la distancia con un amigo?

-Son amistades que pasan por otro lugar. No se cultivan por compartir las veinticuatro horas del día. Con mis mejores amigos nos vemos esporádicamente. Cada uno ha enriquecido su vida y tiene cosas para aportar. Las distancias mentales, de alguna manera, son enriquecedoras para la relación.

-¿Te da curiosidad el disco del Indio?

-Sí. Pero, sinceramente, no sé nada. Los periodistas dicen que está grabando. Quizá solamente está dedicado a criar a su hijo. Si hace algo, será muy interesante, supongo. A mí me gustan su manera de componer, de escribir y de cantar.

-¿Y el resto de los Redondos

-Tampoco nos volvimos a ver. Se terminó un capítulo y lo mejor es que las cosas decanten solas. No estamos peleados ni nada. La mejor manera de enfrentar el próximo capítulo es que cada uno haga su propia experiencia y vaya hacia donde su corazón se lo dicte. Cuando llegue el momento, veremos quiénes estamos para encarar el próximo viaje.

-¿Cómo te imaginás el reencuentro de los Redondos?

-En este momento ni lo pienso. Me tomé el año sabático muy en serio. Y estoy entusiasmado con mi nuevo proyecto. 

-Si la cosa te funciona bien en todos los niveles: musical, humana y económicamente, ¿los Redondos son un capitulo cerrado?

-No creo. Con el Indio nos debemos, al menos, un par de canciones. Lo que no sé es cuándo ni cómo ni dónde. Tal vez hagamos un dúo. Pero puede ser en Córdoba, en Katmandu o en Buenos Aires.

“Los Redondos eran mi banda. También la del Indio, claro. De afuera se puede ver distinto. Pero yo no soy el guitarrista. De alguna manera, yo también soy Patricio Rey.” (Foto: David Sisso).

La primavera porteña está que estalla y Skay propone seguir el reportaje al aire libre. Tomamos un taxi, entonces, hasta el Rosedal de Palermo. Allí, a la altura del Patio Andaluz -una construcción de principios de siglo adentrada en el Parque- empezamos a caminar. A esa altura, el semáforo de la Avenida del Libertador dura muy poco para los peatones, los autos vienen muy rápido y lo recomendable es cruzar a los saltos.

Skay me cuenta que, aun en el casco urbano, a veces camina extremadamente lento y puede tardar cinco minutos para hacer una cuadra. Hace un lustro, muy cerca de su casa, su andar le pareció sospechoso a un patrullero. Skay no llevaba documentos y casi marcha preso. Absurdo, ¿no? No se sorprende: “La policía, a juzgar por cosas mucho más graves que han pasado en la puerta de los recitales, no ha dado muestras de jugar a favor de uno. Bah, a favor de nadie”.

Skay me cuenta que fuma Gitanes rubios a rabiar, que le gusta mucho la bebida y que, de cuando en cuando, comete algún que otro exceso. Para compensar, dice, sale a correr por allí varias veces por semana. En realidad, alterna entre el trotecito y la caminata. Le pregunto si lo reconocen. Me cuenta que una vez escuchó un “¡Aguante, Skay!”. Era León Gieco, enfundado en un pasamontañas. Otro día se cruzó con Horacio Embón. Ninguno de los dos dijo nada. Skay, por su timidez Y Embón, porque no debe tener la más puta idea de quién es Skay.

Skay, dice, disfruta especialmente la primavera: le gusta contemplar la naturaleza (se fascina frente a un enorme gomero, de esos que tendrán unos doscientos años) y escuchar el canto de los pájaros. Además de hacer un poco de ejercicio fiísico, en Palermo encuentra el ámbito ideal para realizar las que él llama sus “meditaciones”. “Es un momento para estar conmigo y escuchar la brisa golpeando las hojas de los árboles. Puedo quedarme un buen rato reflexionando sobre alguna cosa que me interese. Para eso también soy autodidacto. He leído algunos libros al respecto, pero nunca tuve una disciplina ni adherí a una escuela en particular. Me fui dejando llevar, guiado por mi corazón y mis ansiedades.”

En esos momentos de introspección, Skay intenta reubicarse en otra dimensión de la realidad. “Sí. Yo sé que existen realidades que suceden simultáneamente. Me pasó y pude comprobarlo. Una realidad es la cotidiana, que vivimos ordinariamente. Podés pasar por acá y no reparar en ese árbol. Sin embargo, es un ser que está vivo y que ha sido testigo del tiempo. Estuvo bajo noches de lluvia, noches de estrellas, floreció, dio sus frutos, cayeron sus hojas, pasaron los años…. Generalmente atravesamos la vida sin reparar en todo lo que existe. En cambio, si la vemos desde otro lugar, la realidad se completa y se hace más amplia.”

Cuenta que fue en Pihué, entre lecturas grupales de Krishnamurti, donde tuvo una revelación: “Fue una iluminación. Tomé conciencia de que yo era una vidita más, igual que una planta que estaba al lado mío. Igual que una mariposa que se posó cerca. Igual que el cielo. Y que estábamos todos viviendo un único instante de la eternidad. Por un instante intuí lo que podía ser la eternidad”.

 -¿Volviste a tener esa experiencia?

-De alguna manera, sí. Pero también he aprendido que las experiencias reveladoras son únicas e irrepetibles. Después de muchos años descubrí algunas claves. Por ejemplo, si tomás conciencia de los ruidos que tenés en la cabeza y logras sacártelos por un rato, en el canto de un pájaro podés reconocer una vida. Y de ahí ir adonde quieras. Porque ese mismo pájaro está en este planeta Tierra, que sólo es un planeta en medio del Sistema Solar, en medio de la galaxia y del universo…

Se disculpa por lo escueto de la explicación, y reconoce que todos los que han tratado de explicar una experiencia místico-religiosa han fracasado en el intento.

Dice que empezó a fumar porro cuando tenía 16, pero es muy pudoroso a la hora de hablar de drogas: “En ese momento se me estaban abriendo un montón de puertas en la cabeza. Y en ese sentido, con sorpresa e ingenuidad, [la droga] me ayudó a entrar en mundos que desconocía. En esos tiempos, no estaba la cultura del reviente. Era una experiencia. No se trataba de fumar hasta quedar tarado. Era como entrar en una dimensión y ver cuál era el aprendizaje que uno podía rescatar de esa experiencia, para aplicarlo después a la vida cotidiana”.

Con el tiempo, comenzó a beber, pero siempre en situaciones sociales. “Tampoco soy un borracho…” (se ríe). Dice preferir el alcohol porque con el faso entra “en un viaje demasiado introspectivo”. Ahora fuma muy cada tanto; en esos casos, puede quedarse horas tocando la guitarra. 

-¿Y otras drogas?

-Como todos, he pasado en algún momento por el infierno de la cocaína. Y es así: o quedás atrapado o pasás. La merca tiene esa cosa medio engañosa. He visto mucha gente que se ha quedado muy prendida y se ha hecho mierda.

-Entonces no es posible tener una relación, digamos, armónica…

-Yo creo que cada experiencia es individual. No sé si es aplicable a otro lo que me pasó a mí. Las drogas me sirvieron hasta cierto momento. Hice experiencias con ácido, pero fueron pocas. Y, curiosamente, no pude tocar. Era demasiado el vértigo. Pero, de todas maneras, creo que las drogas no son lo más importante. Me sirvieron para abrir puertas, reconocer que hay otros mundos y otras dimensiones posibles. La gran aventura es vivir. Vivir me parece mucho más rico que la experiencia con la droga. Y hay un modo para llegar a esos estados de manera natural.

Si hay algo que caracteriza a Skay y a su compañera es la cultura de bares. Dice Skay: “El bar es un lugar neutro, que les pertenece a todos y a ninguno. No es la casa de nadie y nadie está obligado a ser anfitrión. Además, es muy fácil hacer rancho aparte”.

En Mar del Plata, en el sexto piso del hotel donde están alojados los músicos, está la confitería. El sitio ha sido rebautizado como “El Imaginario Beach”, una suerte de sucursal marplatense del café cultural de Buenos Aires donde paran La Negra y Skay. Tiene una imponente vista del Club de Pescadores, de la Bristol y del mar (el Argentino, no el de los Sargazos). Es viernes por la tarde y faltan seis horas para el gran debut. Allí, en una mesa de las grandes, Poli y Rocambole comparten un café con los parroquianos del bar de Bulnes y Guardia Vieja: Martín, Sebas, Mariano, Adriana, Jazmín, Alejandro y Sebastián (ambos de la banda Zumbadores) vinieron hasta aquí a ver los shows. Skay llega de la prueba de sonido final, nos cuenta que ajustaron los últimos detalles de los temas que tienen bases programadas, saluda a todos amablemente y parte a dormir la siesta.

Fue en el viejo Imaginario (el que estaba en la calle Honduras) donde, zapando, Skay conoció a Javier Lecumberry. Lecu es uno de los dueños del bar y alma pater del grupo La Doblada. Las charlas hasta la madrugada, regadas de abundante fernet con cola, los convirtieron en amigos entrañables. Lecu me contó que, hasta el momento de conocer a Skay, no sabía demasiado de los Redondos y que la convocatoria para sumarse a la nueva banda fue muy emocionante (“Me vino una especie de taquicardia”, confiesa).

Con Claudio Quartero, su nuevo bajista, a Skay también lo une una relación afectuosa. El hijo de Poli dice que, aunque su parentesco no es sanguíneo, a Skay lo siente en el corazón: “Es como mi hermano. Fue mi mentor: me regaló mi primera guitarra y mi primer bajo y, musicalmente, es un referente”. Sabe que ha hecho méritos suficientes para ocupar un lugar en la banda. Y siente que los cuatro discos de su propio grupo, La Saga de Sayweke, se ven legitimados por esta convocatoria. Skay lo destaca no sólo como bajista, sino también como arreglador.

A Daniel Colombres y a Oscar Reyna, Skay los conoció hace muy poco. No hay lazo afectivo: son músicos profesionales. Sin embargo, se percibe una admiración mutua y una amistad en potencia.

Dice Daniel: “Skay es uno de los pilares del rock argentino. He tocado con muchos artistas reconocidos, pero con él tengo una sensación de felicidad que hace tiempo que no sentía”. 

Dice Oscar: “Su personalidad como guitarrista es fantástica. Toca tres notas y lo reconocés. Además, me impresiona su calidez humana”.

Dice Skay: “El Negro es un baterista de la hostia, de los mejores que tuve conmigo. Y además es un tipo muy gracioso. Oscar resultó una gratísima sorpresa: es un guitarrista muy versátil y con mucha información de música extra rock”. 

Para su banda, Skay sólo tiene elogios: “A las dos semanas de en ensayar, los temas ya estaban sonando muy bien”. La alquimia empezó a funcionar, arriba y abajo del escenario.

La magia está.

El Teatro Roxy de Mar del Plata es casi subterráneo. Tiene un superpullman con unas 300 butacas y una platea libre de asientos, apta para todo pogo, donde ben más de mil personas. La gente grita por los Redondos y todos los trapos hacen referencia a Patricio Rey. Algunos, incluso, dibujan la figura del Indio. El público, ansioso, aplaude la salida a escena de los músicos. Los parlantes lanzan la grabación de “Kazoo”, el único tema del disco que no sonará en vivo. Quartero sale a escena con un gorro bombín, y Lecu, con un tapado. Oscar Reyna arenga, y muy bien, a la monada. Skay es una revelación como cantante (su interpretación de las “Memorias de un perro mutante” es soberbia y fulminante), y a la hora de dirigirse a la gente lo hace con una voz que recuerda a un villano de dibujitos animados. “Oda a la sin nombre” es, de los nuevos, el tema que más alza el nivel de pogo, a la altura de los temas de los Redondos. Para cerrar, elige repetir “Lágrimas y cenizas”. 

Al otro día, me encuentro con Skay en la confitería. Está cansado y contento: 

-Fue una noche muy linda. Estuvimos bien conectados. Tocamos con feeling y mucha inspiración -resume.

Le pregunto por las banderas con la cara del Indio:

-Son inevitables. Vengo de una banda, de mi banda, y mi compañero de equipo era el Indio. La gente nos asocia. Y el Indio, de alguna manera, está en mi corazón. Hay toda una historia atrás. Yo no me caí del cielo.

Publicada originalmente en RS 57, diciembre de 2002.

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