Ricardo Iorio es uno de los personajes más complejos de la cultura nacional y a la vez se lo puede definir en una frase corta: fue el artista que hizo poesía con la sensibilidad de la clase trabajadora. No eligió cuatro o cinco cuestiones pintorescas para construirle alrededor un imaginario que embelese al joven con inclinaciones sofisticadas, no ensalzó al marginal para chapear credibilidad callejera, no hizo caricaturas: se inspiró con sinceridad en su mundo (“sólo transmito lo que observo, no es una invención de mi mente”, escribió en “En las calles de Liniers”) para darle -al fin- identidad a ese “target” tan poco considerado en el rock argentino que es el hombre suburbano que deja la vida para proveer, pone a su familia por sobre todo lo demás, reniega de la política mientras tiene a Perón y a Evita en un altar, tiene placeres simples (“día domingo lejos de la ciudad, bajo el sol compartiendo entre amigos carne asada, pan, agua y vino”) y no le queda tiempo ni fuerza para lo que en las redes sociales se conoce como white people problems.
Ejemplos de lo dicho sobran en su obra, pero vale como muestra este botón: en 1995, epicentro de la década perdida, con una sociedad encantada por el brillo del latón menemista y la fantasía de primer mundo a punto tal de reelegir por escándalo al innombrable, Iorio hacía debutar a Almafuerte con Mundo guanaco y cantaba sobre un joven que rezaba para quedar efectivo en el trabajo, soñaba con tener obra social y terminaba traicionado y muerto por un “trompa extranjero” que se la llevaba toda afuera. La canción era “El pibe tigre”, y quien quiera saber a través del rock qué pasó de verdad en los 90 en la Argentina deberá empezar por ahí: todos los demás evitaron el tema con abstracciones coloridas o a lo sumo lo abordaron con consignas de panfletismo inofensivo.
Ni la cotidianeidad obrera ni la impronta pesada eran imposturas en la vida de Iorio, que estudiaba en San Justo y vivía en Caseros y hacía todo ese trayecto a pie sólo para encontrar la sala donde ensayaba El Reloj, acaso la primera banda de proto-heavy de la escena nacional. “Siempre íbamos hasta allá, y nos quedábamos en la puerta esperando que salgan para llevarles los instrumentos, algo que nunca sucedió”, contó en la biografía El perro cristiano de Ariel Torres. El grupo de Willy Gardi, Pescado Rabioso y Pappo’s Blues (y, de afuera, “las plateadas cruces de Black Sabbath”) lo moldearon en la música dura como expresión de conflicto real y concreto en una Argentina que no estaba para metáforas y flores.
Así se calzó el bajo, reclutó a Osvaldo Civile, Alberto Zamarbide y Gustavo Rowek y armó V8, la primera banda de metal del país, una patada en los dientes de un rock nacional que seguía enganchado con un flower power atrasadísimo, o copado con Steely Dan, o cuanto mucho descubriendo tímidamente la new wave. “Basta ya de signos de paz, basta de cargar con el morral, si estas cansado de llorar, este es el momento de gritar”, le escupieron en la cara a la multitud del BARock 82 que, incluso después de haber pasado mil noches en calabozos por el crimen de llevar el pelo largo, todavía recibía a Piero con claveles blancos y los chiflaba a ellos. La invitación a sumarse a las “brigadas metálicas” estaba hecha, con previa y célebre advertencia: “Parcas sangrientas… ¡y los hippies que se mueran!”.
V8 cambió de forma e implosionó bajo el peso de los egos (y del evangelismo) y Ricardo pasó a su siguiente proyecto: Hermética, la banda en la que logró perfeccionar su lírica para expresar mejor que ningún otro artista la mencionada problemática del joven trabajador de barrio al que no le llegaban ni las migas de la supuesta bonanza menemista.
Con la H habló de pertenencia (“Soy de la esquina”, “Evitando el ablande”), de política entreguista (“Olvidalo y volverá por más”), de la vida militar forzada (“Del colimba”), de indigenismo (“La revancha de América”) y de todo lo que le tocaba el corazón al pibe ignorado por los medios, por la cultura, por el rock mismo. Ese pibe se lo agradeció: abrazó Ácido argentino (1991) y Víctimas del vaciamiento (1994) como biblias y no los soltó nunca más. Hasta hoy Claudio O’Connor y el Tano Romano (y hasta hace un tiempo Pato Strunz), sus compañeros y luego enemigos íntimos, siguen llenando estadios en todo el país con su autotributo La H No Murió.
Almafuerte, su tercera criatura, fue su proyecto más personal. Ya constituido como prócer, siguió cantando postas sobre el derrumbe que se escondía tras la frivolidad. También se hizo tiempo para coquetear con la estirpe gauchesca y para contribuir con algunas causas nobles: viendo su derrotero ideológico final, cuesta creer que haya recitado Piú Avanti de Almafuerte —el escritor— para el vigésimo aniversario de Madres de Plaza de Mayo. “Hebe de Bonafini se robó hasta las piedras. Es un ser demoníaco”, dijo muchos años después.
En 2000 tuvo su punto de quiebre explícito: aquella entrevista en la que le dijo a Rolling Stone “estoy a favor de todos. Prefiero a los pecadores antes que a los santos, sí. Pero es bueno que haya diversidad religiosa. Eso sí: si vos no sos judío, no me vengas a cantar el Hava nagila en la fiesta judía. Y si vos sos judío no me vengas a cantar el Himno, la concha de tu madre. ¿Me entendés? Cada lechón en su teta es el modo de mamar. Lo que no me gusta es que a mi país traigan guerras intestinas de otros lares. Y eso se evita siendo argentino. Ojalá los políticos se dieran cuenta”. Poco después subrayó su postura antisemita con “Cumpliendo mi destino” de Piedra libre (2001), donde cantó “guardo de un hombre grande, guerrero nacional que hoy tienen preso. Puede haber caballo verde, más no uno de ellos honesto”. El guerrero nacional preso era el carapintada Mohamed Alí Seineldín, y la última frase es apenas un retoque de otra de su autoría: “Es más fácil encontrar un caballo verde que un judío honesto”.
Lo que siguió en su vida fue difícil de digerir para muchos de los que habían hecho de su poesía una bandera. Fotos y apoyos a personajes siniestros (entre ellos Alejandro Biondini, quien años antes había reivindicado a Adolf Hitler en el programa de Mariano Grondona), declaraciones erráticas, autodestrucción y una serie de entrevistas muy poco cuidadas que lo convertían en carne de memes para una generación que lo desconocía como artista.
Los que lo quisimos le atribuimos durante años estos desvaríos a su psiquis golpeada, dejándolo todo para negar lo innegable, hasta que ya no se pudo y hubo que aceptar que Ricardo era así, un monstruo de dos cabezas, héroe y villano, imposible de calificar en épocas de cancelaciones fundamentalistas. Su complejidad era parte de su encanto: horrible e imprescindible a la vez, quedará para siempre en los negros corazones metaleros como el gran poeta obrero, aun con todo lo que se esmeró por agujerear su propio mito.