Hace unos 45 años, el Festival de Cine de Cannes invitó a Francis Ford Coppola a llevar su último proyecto en marcha para una proyección especial del tipo “work in progress”. La producción de la película ya había alcanzado un estatus mítico en términos de Ley de Murphy: reemplazos de actores de último momento, tormentas catastróficas, cambios de guion en tiempo real. Coppola había invertido gran parte de su propio dinero en el proyecto, ya que los grandes estudios se habían mostrado reacios a financiar algo que parecía una gran locura. El director se había jugado su reputación y su fortuna en ello. Si ganaba la apuesta, habría demostrado que sus detractores estaban equivocados. Si perdía, bueno… perdía todo.
Así que, a regañadientes, después de muchos intercambios y de una súplica personal del delegado general del festival (y futuro presidente), Gilles Jacob, Coppola aceptó estrenar su película en Cannes. Y se fue con la Palma de Oro. La película era Apocalypse Now.
La historia emitió hace ya mucho su veredicto sobre la película de guerra de Coppola, y aquella entusiasta recepción en el festival francés es una parte clave de su leyenda. Ahora nos queda por ver si Megalopolis, la última película que el director de 85 años ha traído a la reciente edición de Cannes merecerá o no la misma repercusión una vez que la vea el resto del mundo. Lo que resulta evidente es que Megalopolis no es menos ambiciosa, extensa o impresionante que aquella obra consagratoria de Coppola. En todo caso, hasta se la podría considerar una apuesta mayor.
Megalópolis traza lo que sería el último suspiro de un imperio ficticio basado libremente en la antigua Roma y de sorprendente parecido con el Circo Máximo contemporáneo y desmoronado de Estados Unidos. Es un proyecto de ensueño conceptual que el cineasta ha perseguido durante casi la mitad de su vida. Y en 2024, esta película personal, profunda y perversamente optimista sobre cómo avanzar hacia la utopía, con un presupuesto autofinanciado de 120 millones de dólares, parece un puto unicornio.
Es el tipo de película que Cannes ama estrenar, exhibir y tenderle la alfombra roja. Es el trabajo de un artista genuino que busca su verdad de la manera más extravagante posible. Que digan lo que quieran sobre este gran gesto de filtrar las lecciones de historia de Edward Gibbon a través de una lente oscura, pero esa es exactamente la película que Coppola se propuso hacer: intransigente, excepcionalmente intelectual, descaradamente romántica; satírica, pero notablemente sincera en su idea de pugnar por un mundo no sólo nuevo y feliz sino también mejor. ¿Parece por momentos como si estuviera destilando décadas de lecturas y conversaciones de café en dos horas de film? Sí. ¿Valió la pena esperar tanto el resultado? Por dios, sí.
Todo comienza en las calles salpicadas de rascacielos de la Nueva Roma, una metrópolis Art Deco que parece destinada a superar a la Vieja Roma en términos de decadencia. Hay una lucha por el alma de la ciudad entre el alcalde Franklyn Cicero (Giancarlo Esposito) y el visionario César Catilina (Adam Driver). El primero quiere mantener a los ricos ricos, a los poderosos en el poder, y a la élite gobernando una y otra vez. Cesar, por su parte, es un arquitecto que cree que el cambio no sólo es inevitable, sino también beneficioso (para él, por supuesto, pero para la sociedad en general). Catilina es un cruce entre Robert Moses, Howard Roark, algunos de los multimillonarios tecnológicos menos tóxicos y Calígula. Dada la cadencia de Driver y la obstinada búsqueda del personaje, diríamos que ahí también hay mucho del propio Coppola.
Ambos personajes están envueltos en dinámicas familiares que complican su capacidad para impulsar sus intenciones sin charlas sensacionalistas ni escándalos políticos; pero, claro, parafraseando a un hombre sabio: nunca se toma partido en contra de la familia. La hija de Cicero, Julia (Nathalie Emmanuel, incondicional de la franquicia Game of Thrones/Fast & Furious), es una figura fija en los clubes nocturnos de la ciudad; sus actividades después de hora son la crema de los chismes de New Rome. Franklyn y su esposa, Teresa (Kathryn Hunter), la aman, pero también se avergüenzan un poco. En cuanto a César, es parte de un clan que incluye a un primo agitador llamado Clodio (Shia LeBeouf, que aporta un escándalo de primer nivel) y su tío, el famoso banquero Hamilton Crassus III. Este veterano titán de la industria es vacilante, grosero, obsesionado con el sexo, conservador al extremo; ama la lucha libre y luce un peinado llamativamente rubio. ¿En quién podría estar inspirado? Sólo diremos que resulta poéticamente justo que lo interprete Jon Voight.
Gracias a un material que ha desarrollado, conocido como Megalon, Cesar está listo para darle a la Nueva Roma su brillante paraíso: Megalópolis, “una ciudad con la que la gente puede soñar”. El alcalde y sus compinches, entre los que se incluyen Jason Schwartzman y un gruñón Dustin Hoffman que necesita desesperadamente una pastilla, piensan que hay que detener a este genio. Julia, en cambio, cree que él es el futuro y acepta trabajar como su publicista, asistente y, eventualmente, ser algo más.
Alrededor de todo esto circula como un buitre Clodio, que también desea a Julia y siente envidia de César. Y también está Wow Platinum (Aubrey Plaza), una insípida reportera de Wall Street que solía ser la amante de César, ahora es la esposa de Hamilton y está dispuesta a destruir a su ex como sea. Y Vesta Sweetwater (Grace VanderWaal), una estrella del pop que está subastando su virginidad con fines benéficos. Y los irritados bárbaros a las puertas de la Nueva Roma. Y el espíritu de la difunta esposa de César, que muchos creen que fue envenenada por su marido y cuyo fallecimiento lo atormenta. Y el hecho de que César tiene la capacidad de detener el tiempo. Y, y, y…
Coppola llena tanto la pantalla como la narrativa de Megalópolis hasta el límite, tirando referencias de todo tipo, desde Plutarco hasta Emerson y Dingbat News (el periódico hecho a mano que Sofia Coppola y algunos amigos crearon, de adolescentes, para los empleados de la productora del padre). Cada proyección de esta película debería incluir un pequeño curso sobre la historia de la decadencia y caída del Imperio Romano y The Shape of Things to Come (el libro que inspiró a Coppola a perseguir esta ballena blanca cinematográfica durante años) y el propio libro del director, Live Cinema and Its Techniques del director. Megalopolis es, en ese sentido, una especie de buffet libre intelectual de donde servirse los contenidos que se deseen entre una amplia variedad.
Coppola es, ante todo, un narrador de historias, seguido de cerca por el cineasta. Y en este proyecto claramente se sirve de una gran cantidad de efectos visuales para transmitir la idea del artista que busca una especie de renacimiento estético. El coro griego de Laurence Fishburne se acerca sigilosamente en un flashback teñido de azul, como sacado directamente de D.W. Griffith; deslumbrantes efectos de última generación conviven con trucos cinematográficos más bien clásicos. César puede congelar digitalmente todo lo que le rodea durante un segundo y un segundo después mirar con amor a Julia a través de una toma que recuerda al cine mudo. Durante la proyección para la prensa en Cannes, un actor “en vivo” interactuó con un Driver filmado, frente al auditorio. Hay guiños a casi todos los trabajos anteriores del autor, desde dramas de gánsteres hasta juegos de sombras góticos. La forma engendra contenido. Coppola ve a este “hombre del futuro poseído por el pasado” no sólo como un héroe sino, probablemente, como un espíritu afín.
Hay quienes apreciarán la sensación de embriaguez que genera Megalópolis y su constante cambio. Y hay quienes pueden considerar ingenua la insistencia de Coppola en que el Jardín del Edén puede existir mediante por voluntad dialéctica (“Mientras haya preguntas y un diálogo… esa es la utopía”, dice Caesar al final de la película). Sin embargo, no podemos considerar ingenuo a un cineasta de 85 años que ha sufrido una gran pérdida y experimentado un gran amor, que ha pasado toda su vida pensando en los héroes de la historia y en villanos y en pensadores, y que está dispuesto a arriesgarlo todo por una última obra maestra. Quizás simplemente se estén aferrando al concepto revolucionario de no ser cínico o ceder a la idea de que ya es demasiado tarde. Quizás todavía tengamos esperanza de encontrar nuestra mejor versión colectiva. Tal vez haya vida en las formas de arte que perseguimos en busca de iluminación, aparte de entretenimiento.
Coppola termina su película con los sonidos de un bebé y el tictac de un reloj, señales que sugieren tanto el renacimiento como el paso del tiempo que no se detiene, nos guste o no. Luego, por si acaso, añade una coda al estilo Capra, que corre el riesgo de ser cursi, pero que de algún modo parece extrañamente apropiada. Coppola ya dijo que está desarrollando otra idea para otro proyecto, pero uno casi espera que se despida con este canto de cisne. Porque es una declaración final, una síntesis de los sueños de toda una vida. ¿Y qué es el cine sino un lienzo para soñadores? Si Megalópolis gana mil millones de dólares o nada, no tiene importancia. Mientras haya gente que ame las películas que realmente tratan sobre cosas y piensen en los últimos 6.000 años de civilización, habrá público para obras como esta.