El último baile de la Generación Dorada

Los protagonistas de esta leyenda se juntarán por primera vez a veinte años de su épico triunfo en Atenas y Rolling Stone los reunió para que recuerden la saga de básquet, trabajo, talento y amistad que los llevó a lo más alto del deporte argentino

octubre 4, 2024

Manu Ginóbili se golpea el pecho. Del lado del corazón, claro. Desarma el puño y lleva los dedos índice y mayor de su mano derecha, como una tijera cerrada, a la boca. Sostiene el beso durante un segundo y lo larga mirando a cámara. Sonríe. Unos segundos antes, en el extremo opuesto de ese escalón, el más alto del podio olímpico, Rubén Wolkowyski hacía el mismo gesto. Exactamente igual. Golpearse el pecho, tirarle un beso a la cámara, sonreír. Ninguno de los dos sabía qué estaba haciendo el otro porque entre medio había otros diez jugadores que festejaban también. A los gritos, a los saltos, a los abrazos, a los llantos… como les salía. “Porque no hay nadie en el mundo que esté viviendo lo que estás viviendo vos”, le dice Manu Ginóbili a Rolling Stone desde San Antonio, Texas, a 20 años de una de las gestas más impensadas en la historia del deporte mundial. Argentina había ganado la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Atenas 2004, algo que nadie se había atrevido a soñar desde que Estados Unidos decidió armar su selección nacional con jugadores de la NBA en 1992. Y los 12 jugadores responsables de la hazaña hacían equilibrio para no caerse de un podio que apenas podía contenerlos. Nacía así la Generación Dorada.

Pero esa era la última vez que se los vería juntos públicamente. Terminados los juegos olímpicos, cada uno volvió a sus equipos, la mayoría en el exterior. No hubo vuelta triunfal a la Argentina, no hubo recepción al equipo completo. “Solamente llegamos algunos al país. Fue todo muy desbaratado, la verdad”, dice Rubén Magnano, entrenador de aquel equipo. “Por el nivel de la conquista, por lo que implicaba ese equipo, por lo que despertaba ese equipo. Yo siempre pensé que eran merecedores de una actitud inteligente por parte de quienes manejaban eso a nivel nacional. Traer al equipo y que el pueblo lo recibiera”. Tampoco hubo, en todos estos años, un reencuentro oficial. Hasta ahora.
Con un video en el que se emulaba un grupo de WhatsApp, cada uno de los jugadores confirmó su presencia. El 2 de noviembre, el reencuentro será en el Parque Roca para un partido exhibición en el que participarán también otros campeones olímpicos y deportistas destacados del país, así como también, se espera, habrá mucha actividad musical, dado que la productora que organiza el evento es la misma que tiene a Duki como artista principal de su catálogo y otros representantes del género urbano, muchos de ellos amantes del básquet.

El encuentro, con entradas agotadas a las pocas semanas de anunciado, motivó esta tapa de Rolling Stone. Una producción exclusiva que llevó más de dos meses de coordinación para contar con el testimonio de cinco de los grandes protagonistas de la gesta: Manu Ginóbili, Luis Scola, Fabricio Oberto, Chapu Nocioni y Rubén Magnano. Conectados desde diferentes partes del mundo (des San Antonio, Texas, a Córdoba, pasando por Italia), aportaron sus recuerdos y reflexiones para una reconstrucción que tiene mucho de mística, pero nada de idealización. En un presente donde todo es cada vez más veloz y se exigen resultados inmediatos en cada aspecto de la vida, el proceso que llevó a la Argentina a lo más alto del básquet mundial incluyó mucho trabajo, tiempo y derrotas. Y por eso reivindicar su legado se impone más como una necesidad cultural que como ejercicio de nostalgia.

El seleccionado argentino de básquet en el momento de su consagración en Atenas 2004.

“Pasó hace mucho tiempo”, dice Scola. “Pero no es que no haya que contar la historia, al contrario, probablemente tenga más valor”.

Porque si bien la medalla de oro fue la que terminó por bautizar como Generación Dorada a toda una época en la que Argentina estuvo en la élite del básquet mundial, ese hito fue más clímax que punto de llegada o de partida. Manu Ginóbili explotaría en la NBA al año siguiente para terminar con cuatro anillos y una inclusión en el Salón de la Fama del Básquet; Luis Scola se encaminaba a ser el futuro gran capitán de la selección y referente absoluto del básquet argentino; el Chapu Nocioni cumpliría el sueño de jugar en los Chicago Bulls y Fabricio Oberto se uniría a los San Antonio Spurs de Manu para conseguir también su título.

Nada de esto había sucedido aún en 2004 y los doce jugadores llegaban a Atenas como antihéroes de una rara especie, la de los que evolucionan a héroes, preparados para conquistar lo imposible con métodos terrenales. “Trabajo”, repite Rubén Magnano. “Sin miedo a ser reiterativo: trabajo”.
Hasta aquellos años, el lugar que ocupaba la selección argentina de básquet en la alta competencia internacional estaba lejos de ser preponderante. Solo había clasificado a Juegos Olímpicos tres veces, en los lejanos 1948 y 1952, y luego recién en Atlanta 1996, cuando la Liga Nacional ya daba muestras alentadoras de esa planificación de desarrollo federal y profesional iniciada en 1984. Esa “vitrina que alimentó el deseo de jugar al básquet a niños y jóvenes de todo el país”, según la describe Magnano, fue el gran semillero de la Generación Dorada, un plantel de cuyos 12 integrantes solo dos habían nacido en el AMBA.

“Los clubes de barrio son la célula madre de todo”, concluye el entrenador, oriundo de Villa María, Córdoba, y que estuvo vinculado a la selección desde 1992.

Pero los procesos no son lineales. Las continuidades se rompen y las reconstrucciones presuponen hacerle frente a una crisis primero y al futuro después. En 1999, el recambio de la selección no estuvo exento de cimbronazos. Argentina llegaría al torneo en Puerto Rico, que habilitaba dos plazas para los Juegos Olímpicos de Sídney 2000, con un plantel diezmado. Históricos como Marcelo Milanesio, Diego Osella y Esteban De La Fuente se habían dado de baja, dejando al básquet argentino con algo más que una incertidumbre. Era el momento para que buena parte del equipo U22, que dos años antes había perdido una semifinal de Mundial contra Australia, ganando por tres puntos a menos de 47 segundos del cierre, ahora diera el paso en la selección mayor. Aunque la transición se había acelerado más de lo previsto, lo que comenzaría a gestarse era la construcción de un héroe colectivo.

“Parecía que el básquet argentino había muerto, reinaba el pesimismo”, recuerda Luis Scola desde las oficinas del club de básquet italiano Pallacanestro Varese, del que es CEO. Por aquel entonces Luis se sumaba al plantel con apenas 19 años. “Descubrimos que no, que había futuro. El 99 es el inicio, según mi forma de ver”. De los 12 jugadores que fueron a Puerto Rico, nueve formaron parte del plantel dorado de 2004.

Nada se construye sin derrotas. Y Argentina las tuvo. El futuro que se divisaba en 1999 implicaba encarar un presente de lucha, con la posibilidad de momentos agridulces. En el Preolímpico de Puerto Rico, el tercer lugar los dejó afuera de Sídney 2000, pero sentó precedentes. Se les había ganado a los ticos por primera vez en la historia y el triunfo ante Brasil vengaba de alguna manera la derrota sufrida apenas un mes antes en el Sudamericano jugado en Bahía Blanca. De allí al Panamericano de Canadá y un cuarto puesto que sirvió más para completar una tríada de competencias internacionales que le dio rodaje a un equipo repleto de jóvenes.

Andrés “Chapu” Nocioni, hoy comentarista de la NBA para ESPN, todavía no había cumplido 20 y empezaba a entender su relación con la derrota: “Me frustraba, me hacía cambiar los planes de cómo entrenar, cómo jugar, pero no le tengo miedo a la palabra”. También empezaba a construir su lugar, como el jugador temperamental y revulsivo que explotaría aún más después de Atenas, en Pekín 2008, con Ritual, de Los Piojos, sonando en sus auriculares antes de cualquier partido. Su arco narrativo puede resumirse en dos partidos contra Lituania con apenas un mes de distancia. En julio de 2008, Argentina jugó contra los lituanos un amistoso en Ourense que Scola define como “un papelón”. Se llegó a estar perdiendo por 30 puntos y el equipo se llenó de faltas técnicas. Nocioni no terminó ni el segundo cuarto, expulsado por dos faltas antideportivas.

Un mes más tarde, Lituania fue el rival en los Olímpicos en “la final por el bronce”, como le dice Nocioni. Incluso cuando se corrige y dice que no fue una final, el inconsciente lo traiciona y repite “la final por el bronce”. Porque así lo vivió él, como una final en la que brilló en ataque y defensa. En un tiempo muerto del partido, Ginóbili, ausente por lesión, le pidió a Chapu que no presionara al base rival porque era más rápido de lo que parecía. Chapu, por supuesto, lo fue a presionar. Le robó el balón y se la volcó en la cara.

La derrota como motivación y el trabajo como disciplina. Argentina se moldeaba a sí misma como lo que Fabricio Oberto llama “un optimizador continuo”. El hecho de que la mayoría de los jugadores se conocieran desde selecciones juveniles ayudaba al proceso, sumado a un rodaje individual que ya se proyectaba hacia las mejores ligas de Europa y desde las que todos traían novedades. “Nos levantábamos la vara constantemente”, dice Ginóbili. “Era algo colaborativo, uno que cambió la dieta, otro trajo una nueva forma de trabajo, un suplemento, lo que sea. Se formó algo que era internamente competitivo”. En Oberto, a quien todo le surge como una metáfora de supervivencia en algún paisaje inhóspito, la palabra “tracción” es recurrente. “La derrota te lleva a un lugar oscuro, pero hay que traccionar en el barro. Si necesitábamos algo para vivir, girábamos todos para ese lado y no había otra prioridad”.

Pero acá nadie idealiza. No se intenta vender el mito de que se trataba de “amigos en un viaje de egresados”, como dice Scola. “Los buenos equipos acomodan sus cosas y logran funcionar en busca del bien común, pero no es que el equipo estuvo exento de egos. Nadie venía y decía: ‘Bueno, tranquilo, vos sos mejor’, en una especie de altruismo. Las cosas se fueron llevando naturalmente como en todos los equipos, y eso trajo conflictos”.

Para que un jugador entre en la rotación, otro tiene que salir; para que un jugador gane protagonismo, otro tiene que perderlo. En ese tetris de individualidades en pos del bloque perfecto, solo quedaban en pie aquellos capaces de ser competitivos sin ser egocéntricos. Aunque muchos se consideraban y aún se consideran amigos, Nocioni habla de que lograron formar “un vínculo que es más importante que hasta la amistad misma”. Después de ese 1999 iniciático, quedaba mucho por recorrer hasta el oro de 2004 y más aún hasta el grupo de WhatsApp que los 12 integrantes tienen hoy.

El básquet es tanto un deporte de tiempos como de espacios. Si el fútbol es la dinámica de lo impensado, acá, cuanto más puede ajustarse un equipo a la dinámica de lo pensado, mejor. Son 24 segundos para resolver una jugada, los próximos 24 segundos le corresponden al rival para hacer lo suyo, y así sucesivamente. Las tácticas se vuelven clave, desde el armado de un sistema que se sostenga todo el partido hasta las jugadas preparadas para momentos específicos. Salir de fondo, salir de costado, tirar el último tiro, abrir un cuarto, cerrarlo, salir de un tiempo muerto. Todo puede planificarse en una pizarra. Para eso, los cinco jugadores en cancha tienen que estar alineados y entender su rol, si uno se mueve adonde o cuando no debe, lo diagramado corre peligro. Como todo deporte, puede estar lleno de secretos aunque en su esencia no tenga muchos.

“El partido dura 40 minutos, tiene 80 posiciones, la pelota es una y los aros son dos, eso no va a cambiar”, repite Scola y su enunciado suena a un mantra que parece tener en la cabeza como un conocimiento milenario. Con los mismos fundamentos y determinación con los que entraba a la cancha, razona y declara.

Como si se tratara de un mecanismo de simplificación y de no perder el foco, en la entrevista con Rolling Stone insistirá en no desviarse demasiado de Atenas 2004. Un mantra similar repite cuando habla de la conformación de un equipo: “Si tenés doce jugadores con talento, cinco van a ser titulares, pero siete no. Y dos o tres no van a jugar ni un minuto. Y uno va a tener la pelota en la mano la mayor cantidad de veces. Y otro va a tirar la mayor cantidad de tiros”. Entre 2001 y 2004, la selección argentina de básquet manejó esas verdades esenciales como ningún otro equipo en el mundo y a eso le sumó mucho (muchísimo) talento. Pero eso no siempre alcanza.

Alcanzó y sobró en el Sudamericano de Valdivia, Chile, de 2001. Argentina le ganó a Ecuador por 60 puntos, a Uruguay por 8, a Perú por 63, a Colombia por 42, a Chile por 42, a Paraguay por 36, a Venezuela por 14 y a Brasil dos veces, primero por 4 y después por 7. Campeones invictos para volver a ganar el torneo después de 24 años. También alcanzó y sobró en el Premundial de Neuquén, otra vez en 2001. Argentina le ganó a Uruguay por 40 puntos, a los juveniles de Estados Unidos por 39, a Venezuela por 17, a Brasil por 10, a Islas Vírgenes por 11, a Panamá por 28, a Canadá por 9, a Puerto Rico por 25, a Canadá otra vez, ahora por 21, y a Brasil también otra vez, ahora por 19. También campeones invictos, ahora además con pasaje al Mundial de Indianápolis.

Argentina jugaba un básquet sólido, estructurado a partir de una defensa aguerrida que le permitía correr en ataque siempre que fuera posible. El armado de un plantel con tantos jóvenes permitía posesiones rápidas y vistosas. Cuando no se podía correr, los jugadores que manejaban la bola se encargaban de encontrar al mejor compañero disponible, liberado generalmente por una cortina bien puesta. Cada uno no solo aceptaba su rol, lo disfrutaba. “Es como que comenzás a ver la matrix”, dice Fabricio Oberto desde su Córdoba natal, recién llegado de un viaje de placer por Milán. Y él fue de los primeros en verla. En el proceso de gestación del equipo, pasó de ser primera opción en ataque, unos años atrás, a ser el encargado de poner bloqueos para que otro anote. Manu ya era el gran talento ofensivo del equipo y él se había convertido en lo que se llama jugador de rol, porque así lo requería el grupo. Algo de lo que jamás renegó y de lo que se ríe continuamente cada vez que comenta partidos de la NBA por ESPN (“Voy a tirar un ganchito… o pesadilla”, bromea sobre la exhibición del 2 de noviembre). Gregg Popovich, su entrenador en San Antonio Spurs y uno de los más grandes de la historia del básquet, lo definió alguna vez como “el mejor peor jugador” que haya visto. Llegó a ser uno de los jugadores más dominantes de la Liga Nacional, pero siempre estuvo dispuesto a hacer lo que fuera mejor para el grupo, desde que comenzó a jugar a los 7 años hasta su retiro prematuro a los 35 por una arritmia cardíaca.
“Rebotes, Fabri, rebotes”, se repetía de chico cuando escuchaba que eso pedía el entrenador. “Tengo que correr, tengo que correr”, si lo que se pedía era acelerar el ritmo de juego. “Que tus compañeros te reconozcan que hiciste un gran partido cuando las estadísticas no lo muestran, ese es el mayor halago, es para hacer un cuadrito”.

Superados los escollos regionales, llegaba el Mundial de Indianápolis de 2002, primera gran prueba de fuego a nivel mayores para la camada. “Todo dejaba entrever que estábamos por buen camino”, explica Magnano. “Pero siempre se me pasó por la cabeza un gran interrogante: qué iba a pasar cuando nos enfrentáramos a las potencias de Europa e incluso a Australia”. Y para resolver el interrogante con la respuesta deseada, solo conocían una vía: sí, el trabajo. “No se trata de llegar listos sino de llegar preparados. La preparación es la verdadera motivación. Desde el primer día de trabajo empezás a motivarte”.

Los doce héroes de la medalla de oro en Atenas 2004. Gloria eterna para el deporte nacional.

Las dudas de Magnano se disiparon de inmediato. Argentina le ganó primero a Venezuela y luego a equipos que estaban a más de un océano de distancia. A Rusia por 19 puntos, a Nueva Zelanda por 17, a China por 24 y a Alemania por 9.

“Ah, ¿estos boludos están pensando que le vamos a ganar a Estados Unidos?”, le escuchó Scola decir a alguien del equipo. Esa era la forma de pensar de cualquiera que tuviese que enfrentarse a una selección norteamericana formada por jugadores de la NBA. Cuando el entrenador designaba las marcas, los jugadores se hacían chistes entre ellos. “Pará que agarro una moto así lo alcanzo”. Sentían que era, en algún punto, ridículo estar dentro de la misma cancha. Aunque en el recuerdo de Nocioni aquella vez fue similar (“En realidad entramos hasta, entre comillas, riéndonos de la situación, haciendo algunas bromas de pibes sabiendo que… bueno, ¿qué sé yo?, porque además era muy joven”, cuenta), el resto asegura que para Argentina los chistes se terminaron cuando el equipo entró a la charla técnica ese 4 de septiembre de 2002 y Magnano repartió las marcas.

Así lo recuerda Scola: “Alguno hizo una especie de mueca, como queriendo empezar una broma, los entrenadores lo ignoraron completamente y pasaron a otro comentario y alguno por ahí volvió a intentarlo y a la tercera hubo como un silencio, una mirada implícita. Vamos a jugar a ganar”.
“Uno no espera una charla de vestuario para motivar”, dice Magnano sobre aquella previa. “Lo único que hace es estimular y recordar. Afianzar esa preparación dando muchísimas responsabilidades a cada uno. Como cuerpo técnico, nutrirnos iba a ser la herramienta para ayudarnos a competir contra Estados Unidos. Ese respeto por la preparación, que lo hacíamos con todos, va despertando a los jugadores y es como recuperar la memoria de lo que habían hecho desde el primer día de trabajo. Argentina no había perdido ningún partido hasta ahí. Después, indudablemente hay aspectos tácticos, que tienen un grado de importancia dentro del esquema. Pero básicamente no hacés otra cosa que pasarle confianza a cada jugador para que ejecute. El verdadero lubricante que tuvimos fue nutrirnos de eso, no con versos baratos”.

Aunque el equipo de Estados Unidos no contaba con un plantel demoledor como en otras oportunidades, tenía a Reggie Miller, campeón del mundo en 1994 y oro olímpico en 1996, y a estrellas de la NBA de la talla de Jermaine O’Neal, Paul Pierce, Ben Wallace y Shawn Marion, por ejemplo. Además, jugaban de locales. Por entonces, del lado argentino solo Pepe Sánchez y Rubén Wolkowyski habían pasado por la NBA, ambos con roles discretos.

Poco importó. Argentina le metió 34 puntos en el primer cuarto para irse 13 arriba. Antes del descanso, amplió la ventaja a 16, una ventaja que no es definitoria pero sí es considerable en el básquet FIBA. Sin embargo, había que aguantar. Del otro lado estaba la máxima potencia histórica del deporte, que jugaba todos los partidos de menos a más. Ganarle a Estados Unidos no era siquiera una fantasía hasta aquel campeonato. La lógica siempre iba a estar de su lado. Scola cuenta que incluso durante el transcurso y viendo que se podía, que se iba a dar, pensó: “Qué lástima estar haciendo tan buen partido para perder”. No se perdió. 87-80 fue el resultado final. Ganarle a Estados Unidos. Y en su país. Se había hecho historia. Pero faltaba más.

En cuartos de final y en semis, la selección le ganó a Brasil y Alemania respectivamente. La única vez que se había llegado a una final había sido en 1950, en el primer Mundial de Básquet de la historia, disputado en Argentina. Aquella vez, participaron 10 equipos, todos los partidos se jugaron en el Luna Park y Argentina se quedó con el oro.

8 de septiembre de 2002. “Argentina empieza a acercarse a la medalla de oro en el campeonato mundial. Argentina puede ser campeón del mundo”, dice el relator a falta de 2:30 en el último cuarto, con la selección ganando por 8 puntos. Un minuto más tarde, Yugoslavia, que ya contaba con cuatro títulos mundiales, había descontado la ventaja a solo 3. Ahora es el comentarista quien dice: “Hay olor a tiempo suplementario acá…”. A falta de menos de 6 segundos, el partido está empatado en 75. Y entonces, no una, sino dos polémicas. Hay pelota dividida, todos se tiran de cabeza y el árbitro le cobra falta a Scola, que lo saca de partido y además manda a Vlade Divac, leyenda del básquet yugoslavo, que en esos años brillaba en la NBA, a la línea de tiros libres. Divac falla los dos, Oberto baja el rebote y encuentra a Hugo Sconochini, que corre la cancha, se eleva en bandeja y con menos de un segundo por jugar es derribado con falta. Una falta que el árbitro no cobra. El partido va a tiempo extra, como había anticipado el comentarista.

Flashbacks de aquel Mundial U22 en Australia. Argentina convierte apenas 2 puntos en los cinco minutos del suplementario. Yugoslavia es campeón mundial y Argentina, aunque con mucho para celebrar, tenía que asimilar otra derrota. Esa vez no alcanzó.

“La pasamos muy mal”, dice Oberto sobre los momentos posteriores a la final. “Tengo imágenes de estar en el túnel, Yugoslavia festejando y nosotros todos sentados en el piso llorando. Tendría que aprender a pintar y hacer un cuadro de esa imagen, era dantesco. ¿Cómo pueden estar las dos sensaciones tan opuestas en un mismo túnel? Te juro que no había nada, había cosas de utilería de la cancha y de un lado parecía que estaban todas las mesas lindas para ir a tomar algo y del otro lado, todas las bolsas de basura y nosotros tirados ahí al medio”.

El recuerdo de Nocioni no es muy diferente: “Al principio fue un mazazo, parecía un velorio. Después caímos en que habíamos salido subcampeones del mundo y empezamos a alegrarnos”. Para ese entonces, Nocioni no había cumplido 23 años, y en perspectiva entiende que la edad fue un factor clave. En medio de esa final, de hecho, discutió con Pepe Sánchez y la cosa escaló. “Nos peleamos a tal punto que los dos pedimos el cambio y nos fuimos a sentar al banco. Cada uno por su lado, los dos con cara de culo… en la final de Indianápolis nada menos”. Para la cena, habían arreglado las cosas y hoy se ríen de esa pelea. “Entendimos el vínculo, fueron cosas de la edad y de la situación”.

Para Oberto, lo que no fue fácil de olvidar fue la actuación del árbitro, a quien evita nombrar. “Para no traer el nombre y decir ‘che, si del otro lado hubiera pasado, ¿cobrabas igual?’. Esa es la forma en que siempre he analizado: juguemos todos con la misma vara porque ahí se comienza a perder todo. El equipo ha asumido siempre la responsabilidad de tener que salir y decir ‘el otro equipo fue mejor’, siempre fue esa la forma de comunicar”.

Manu Ginóbili debutaría ese año en la NBA y con la derrota en Indianápolis empezaba lo que hoy recuerda su etapa de “obsesión mayor” por la búsqueda del triunfo. “El lapso 2002-2006 era mi prime, mi momento de ganar y demostrar con la selección”, dice. “En ese momento no era muy buena mi relación con la derrota, creo que no estaba preparado para perder porque no había ganado lo suficiente. Me costó aceptarla. Te diría que una década más. Pero era mi naturaleza, tuve que trabajar mucho para pensarlo, racionalizar, leer y un poco de introspección también. Fue decir: ‘Mierda, mirá dónde estoy parado y cómo puede ser que no la pase bien simplemente por no ganar. A veces simplemente el otro es mejor que yo’. Extrañamente, cuando empezás a ganar empezás a aceptar la derrota de una manera distinta, pero de entrada es como que tenés esa necesidad y esa desesperación. Y en ese momento la teníamos, teníamos la desesperación por ganar algo con la selección. Neuquén no era suficiente: estábamos para algo único”.

Manu Ginóbili enfrentando al seleccionado de los Estados Unidos, en los JJ.OO. de Atenas 2004. FOTO: Chris McGrath/Getty Images.

En su libro Once anillos, Phil Jackson, once veces campeón de la NBA, seis con Michael Jordan y cinco con Kobe Bryant, afirma que una dinastía solo puede construirse si los jugadores están dispuestos a dejar los egos de lado. Un equipo que es solo talento puede salir campeón una vez, pero difícilmente pueda extenderse en el tiempo si no se entiende al básquet como un juego en equipo. “Los equipos que hacen cosas importantes de verdad tienen eso, porque es muy difícil conseguir cosas sin talento y es muy difícil que un equipo lleno de talento funcione si no se aceptan roles que pueden llegar a ser más chicos de lo que te corresponde”, completa Scola. Y la selección argentina tenía todo para establecerse a futuro. El Juego Olímpico de 2004 estaba a la vuelta de la esquina y llegaban dispuestos a hacerse cargo del papel de candidatos. “Nos pusimos mucha presión. No éramos candidatos fijos, pero sí estábamos en el grupo de esos cuatro que tenían grandes chances de ganar medalla olímpica”.

Otra vez el trabajo, entonces. Ahora para cambiar de piel. Los jugadores sabían que los rivales iban a dar un plus contra ellos; siempre se le quiere ganar al favorito, ser noticia, dar la sorpresa. Parte del crecimiento implicaba un esfuerzo que traería una mejora y así aspirar a lo que Rubén Magnano llama “ampliar el campo de acción”. El Ginóbili obsesionado por ganar quería que Argentina fuera algo más que una anécdota en la historia del básquet: “Si solo hubiese sido Neuquén e Indianápolis, habría sido muy fugaz. Un flash muy potente, pero breve”.

Para empatar la intensidad de los rivales que buscaban sorprender, el equipo intensificó las prácticas. “Afuera los escudos”, cuenta Oberto. “Con espadas y solos. A entrenar mucho más duro, a golpearnos, a chocar, a poner un bloqueo más fuerte. El equipo se endurecía y salía para adelante. Si vos no entendés la motivación que le generás al otro equipo, no entendiste nada”.

La selección argentina de 2004 se construyó bajo la disciplina del cambio constante. Demostrarle al rival que podían imponer su juego o adaptarse a las circunstancias. “Es como que tenés otra materia más rendida”, dice Oberto. “Si tenés 12 jugadores que se adaptan continuamente o que entran y te meten un triple sin haber jugado en todo el torneo, ahí es cuando el rival dice: este equipo es un dolor de cabeza, los pibes se adaptan, de repente te corren, de repente no te corren”. Argentina jugaba siempre igual en un aspecto: la intensidad. “Parecía que ganábamos por 20 y capaz era solo por 3. A veces estábamos más de 10 puntos abajo y el equipo seguía, esperando el momento. Nunca tuvo una desconexión”.
En Grecia se escriben las tragedias y las épicas. Y Argentina fue por la segunda opción. “Llegábamos al estadio saltando y bailando”, dice Scola. “Todo el camino íbamos con esa energía. Después, la calma en el vestuario para la charla y, antes de salir a jugar, teníamos ese momento nuestro, que era como nuestro haka, que era saltar, chocarnos y de ahí salíamos medio desaforados, prendidos de energía”.
El grupo manejaba los tiempos hasta en eso, en una combinación de desparpajo y disciplina que ya eran marca registrada del estilo de juego.

El primer partido con Serbia (exYugoslavia) ya ofrecía la posibilidad de tener revancha por la final en Indianápolis. Si dos años antes el árbitro no cobró la falta contra Sconochini en la última jugada, ahora Ginóbili iba a evitar depender de terceros. La famosa palomita sobre la chicharra se festejó como un campeonato. De ese desahogo surgió también el gif de Rubén Magnano corriendo agitando los brazos por el medio de la cancha que se ve en el video promocional del reencuentro de la Generación Dorada. Argentina 83-Serbia 82. Una victoria clave para arrancar con el pie derecho y proyectar una clasificación que evitara a Estados Unidos antes de las semifinales. Así se tendrían dos chances de conseguir una medalla. La fase de grupos incluyó victorias ante China y Nueva Zelanda y derrotas con España e Italia, esta última sin demasiado ruido porque ya se había clasificado a la siguiente ronda con el objetivo de evitar al Dream Team asegurado.

“El partido clave fue contra Grecia”, coinciden todos. Cuartos de final contra el local, una selección con trayectoria y en busca de hacer historia ante su gente. “Si perdíamos contra Grecia, se acababa el sueño, volvíamos calientes a casa. Hubo varios momentos en los que dijimos: acá básicamente es plata o mierda”, dice Manu. Oberto completa: “Me acuerdo de las caras de estar listos. Nos dieron medio litro de agua y teníamos que cruzar el desierto y dar la vuelta al mundo”.

De hecho, en verdad se pareció mucho a una expedición al desierto. Argentina anotó apenas 7 puntos en el segundo cuarto y después del descanso los griegos llegarían a ganar por 11. Una verdad repetida hasta el cansancio sobre la Generación Dorada afirma que los 12 jugadores argentinos estaban en condiciones de hacer la diferencia. Y eso nunca fue dicho como un gesto de complacencia para con los suplentes. Walter Herrmann no había jugado ningún partido de los Juegos Olímpicos hasta ese momento. Había quedado fuera de la rotación, así que pasaba gran parte del tiempo en el gimnasio y en natación. Su perfil solitario (“un entrenador me dijo que podría haber sido tenista”, dijo alguna vez) lo ayudó a llevar la situación con naturalidad. Si no había jugado en fase de grupos ni siquiera en los partidos que no definían nada, la lógica indicaba que tampoco vería acción en los partidos de eliminación directa. Pero Magnano acudió a él en plena crisis, cuando volverse sin medalla era una posibilidad real. Herrmann entró a la cancha dispuesto a cambiar la dinámica del partido a pura explosión, y dio inicio a una remontada que se sostuvo hasta el final, con triunfo argentino.

“Cuando Rubén me miró, y me dijo que entrara, pensé que el partido ya estaba perdido, pensé que había tirado el partido, que lo había dado por perdido”, dijo Herrmann en una entrevista de época publicada en el sitio de la Confederación Argentina de Básquet. Allí mismo, Magnano completa: “Fue con su desparpajo que le dio oxígeno al equipo, con muchísimas tomas de decisiones que terminaron en canastas, y nos desahogó en un momento muy duro. Dio muestra de su hombría para tomar sus minutos y dárselos al equipo”. En perspectiva, Manu Ginóbili lo describe como el game changer de la jornada.
Argentina empezaba el 26 de agosto de 2004 una travesía de tres partidos en tres días consecutivos para llegar al podio. “Ese partido contra Grecia de hecho fue muy cuesta arriba y para mí marca un poco que nos sacamos una mochila”, dice Scola. “Ahí la gente empezó a ilusionarse. Y nosotros nos dijimos: ‘Ahora podemos ser peligrosos’”.

27 de agosto. Semifinales contra Estados Unidos. Argentina los había vencido dos años antes, pero repetir la hazaña es más difícil que conseguirla. Y más en un Juego Olímpico, donde los norteamericanos no conocían otra cosa que llevarse el oro, casi como un trámite. De 1992 a 2004, habían subido siempre a lo más alto del podio. Después de 2004, lo harían también. En el equipo que se presentó en Atenas estaban, entre otros, Tim Duncan, Allen Iverson y los por entonces jóvenes LeBron James, Dwyane Wade y Carmelo Anthony.

“Yo fui un poco escéptico”, recuerda Manu. “Pero sabiendo que si jugábamos nuestro partido perfecto, había chance”. De eso se trataba históricamente jugar contra Estados Unidos, de saber que aún en tu partido perfecto, lo lógico era perder.

Aunque aquella vez, otros en el equipo lo veían más posible. “Entramos a ganarles”, dice Nocioni. “Mentalmente estábamos a otro nivel que ellos. Podríamos haber jugado 60, 70 minutos y el partido se ganaba igual. Estados Unidos en ningún momento supo qué hacer para ganarnos”.

Scola también lo vivió de una manera similar: “Al de Atenas ya lo recuerdo como un partido normal, como jugar contra cualquiera, eso sí me acuerdo. Y lo viví así: fui al partido totalmente convencido de que se ganaba o que se lo podíamos ganar”. Argentina ganó 89 a 81 y le proporcionó al básquet estadounidense la peor derrota de su historia. Tanto que para el Juego Olímpico siguiente, el Dream Team pasó a llamarse el Redeem Team. Del equipo de los sueños al equipo de la redención. Argentina literalmente obligó a Estados Unidos a reestructurar su seleccionado.

28 de agosto. Final contra Italia. Argentina llegaba como candidato, los jugadores lo aceptaban y debían demostrar que después de las derrotas dolorosas habían aprendido a ganar. “Estamos en el lugar donde queríamos estar”, pensó Manu en ese momento. “No veía en mi cabeza la forma de que perdiéramos contra Italia ese partido”. Todos estaban en la misma. Oberto completa: “El equipo entendió perfecto que éramos los candidatos. Muchas veces los equipos no quieren agarrar esa presión, porque suma, ¿eh? Esa mochila puede ser tu Titanic”.

Y Argentina jugó así todo el partido. Con tanta determinación que en el último cuarto llegaron a estar perdiendo por un punto y casi ni lo notaron. “Yo sentía que este partido no lo podíamos perder”, dice Scola. “Lo cual es un poco raro porque el otro día me cayó un clip del partido y yo me acordaba de un partido dominado y sin embargo en un momento vamos perdiendo por un punto, por dos, y yo no me acordaba, tuve una sensación de que no lo perdíamos nunca”. Oberto recuerda el factor decisivo de ese partido: “Hasta los triples del Puma [Montecchia] estaban ahí. Vos decís ‘¿cuándo se rompe este partido?’”.

El partido finalmente se rompió. Pepe Sánchez, Emanuel Ginóbili, Alejandro Montecchia, Fabricio Oberto, Walter Herrmann, Gabriel Fernández, Hugo Sconochini, Luis Scola, Leonardo Gutiérrez, Andrés Nocioni, Carlos Delfino y Rubén Wolkowyski subieron a lo más alto del podio con medalla de oro, ramo de flores y corona de laureles, mientras la bandera argentina se sostenía en lo alto y el himno argentino sonaba en todo el estadio. Llegaba a su clímax la Generación Dorada. A la que Scola define como “12 historias distintas, se pueden escribir 12 libros contando cómo lo vivió cada uno”.

Apenas unas horas antes, la selección Sub 23 de fútbol había conseguido un oro olímpico, la primera para el país desde 1952. Era lo que habían ido a buscar, lo que se esperaba de ellos. Otra historia, otras presiones, otros méritos. Para el básquet se cumplía lo que ni se había soñado. Pero que se creía posible por tantos años de trabajo, talento y egos relegados. “Nosotros soñábamos con un ojo abierto”, dice Oberto. “No es que te creés un cuento de hadas”. De hecho, para un jugador de básquet argentino de esa generación, jugar en la NBA era más posible que ganar un oro olímpico.

“Yo tiraba al aro diciendo ‘soy Scottie Pippen’, que era la mano derecha de Jordan”, dice Nocioni. Mi sueño era jugar en los Chicago Bulls. No voy a venir con la historia de que de chico soñaba una medalla olímpica, porque no teníamos ni idea de lo que era eso. Y no voy a venir a predicar que los sueños se cumplen y se hacen realidad porque eso es lo peor que le podés decir a un niño, porque le ponés una expectativa demasiado alta a la vida. Lo que no tenés que perder nunca es el objetivo, que tal vez no lo consigas, pero te puedo asegurar que vas a estar más cerca que si no lo intentás”.

Para Manu Ginóbili, se cumplía también algo impensado, construir su camino como uno de los deportistas más grandes de la historia argentina. Vendrían títulos en la NBA y reconocimiento de todo el mundo, pero el punto de quiebre, hacia afuera y hacia adentro, fue Atenas. “Es lo que me consolida y me hace un cambio interno”, dice. “Inflar el pecho, saber que podía ser el líder en puntos del equipo ganador. Fue decirme: ‘Entonces sí lo tengo, está en mí’. Antes había muchas dudas, no estaba seguro”.
Pero fue la selección como equipo la que aprendió a ganar. Aunque el oro no volvería a repetirse, sí se consolidaron resultados durante los próximos años. “Perder es parte de la ecuación, como la muerte está en la ecuación de la vida”, dice Oberto. “Y siempre es mejor si lo tenemos en cuenta”. Scola, por su parte, agrega otra verdad-mantra: “Aprendés a ver las cosas como un grupo de eventos. No como un tiro, sino como un partido, no como un partido sino como un campeonato, no como un campeonato sino como una carrera. A intentar un conjunto de cosas que al final te definen mucho mejor. Ver el cuadro completo. Mientras más grande es la muestra, más acertado, más cerca de la realidad vas a estar”.

Veinte años después, la Generación Dorada tendrá su primera reunión desde aquel hito. De los 12 jugadores, sólo Carlos Delfino continúa en actividad. La mayoría hoy reparte sus hobbies entre el paddle, la pesca, la bicicleta y el tenis. Y cada uno vive el retiro a su manera. “La vida se ralentiza muchísimo”, dice Scola, hoy al frente de la gestión del Pallacanestro Varese en Italia. “Y no me gusta, me parece que no pasa nunca nada. No estoy mal, jugar al básquet fue una vida increíble y ahora estoy haciendo otras cosas, pero la parte que menos disfruto es el ritmo que tienen las otras cosas”. Por raro que parezca, Nocioni, el jugador que hizo de la adrenalina su arma, dice tener asimilado el presente después del retiro. “Yo lo asumí de muy joven, siempre me lo cuestioné”, cuenta. “Muchas veces lo hablábamos en la mesa redonda de la selección. Nos lo cuestionábamos y al cuestionártelo automáticamente lo estás asumiendo. Yo encuentro adrenalina en las pequeñas cosas, soy muy presente con mis hijos, me gusta mucho la pesca… voy a un café y hablo con el viejo más anticuado del café o con el más joven. Siempre encuentro algo que me interese o me llame la atención. Trato de leer, de escuchar audiolibros o podcasts que sean de innovación, de tecnología… y todo eso me genera curiosidad, me genera interés y me llevo bien con eso”.

Oberto lo extiende a todos sus compañeros y habla de una “ramificación” de lo que se aprendió durante los años de la Generación Dorada. “Todos están en algo, todos están traccionando”, dice. “Es un legado que impactó en los otros equipos en los que jugamos y también en las situaciones que vivimos después”. Y entonces, a él, un fanático del grunge que formó su banda New Indians con la que tocó en Seattle junto a Jeff Ament, bajista de Pearl Jam, ahora le surge una metáfora musical: “Sempre estoy trabajando con mi voz y todo, y cuando estábamos con la banda, estaba ahí tratando de ladrar mejor y todo te lleva a tus influencias, a lo que viviste con el básquet, a todos los cantantes que viste, y de repente encontrar tu voz. Creo que el equipo de 2004 encontró su voz”.

Sobre el reencuentro en Parque Roca, Oberto reconoce que la idea lo emociona: “Me agarra en este momento donde digo… no sé si no va a ser uno de esos golpes bajos que te dan, tantos años pasaron… Nunca estuvo todo el equipo junto y en esta reunión homenaje, que es que te mimen un poco… Porque el equipo siempre dio vuelta la página, nunca fue un ‘ok, se logró’. Éramos muy competitivos. Nunca me imaginé estar en una cancha después de tantos años. Y entender que no somos los mismos, pero que hay un factor que no sé si todavía terminamos de asimilar”.

Manu Ginóbili ganó el 72% de los partidos que jugó en la NBA. Es el mayor porcentaje de victorias para cualquiera que haya jugado más de mil partidos en la liga de básquet más importante del mundo. Hay jóvenes en Estados Unidos que llevan su nombre, o su apócope, por él. La camiseta número 20 de los Spurs que inmortalizó se puede ver en cualquier cancha de básquet amateur de todo el mundo. Pero Manu se conecta desde San Antonio, donde ahora es asesor de los Spurs, el equipo con el que salió cuatro veces campeón de la NBA, para hablar con Rolling Stone, con la misma puntualidad con la que un año antes entró a la habitación de un hotel en Connecticut para hablar sobre su entrenador y compañero de equipo que estaban por hacer su ingreso al Salón de la Fama del Básquet, a donde él ya había ingresado en 2022.

Podría rastrearse la cantidad de entrevistas que ha dado con remeras lisas, sin inscripciones ni logos; podría rastrearse la articulación amable de sus frases en esas mismas entrevistas, como si estuviera explicando algo al mismo tiempo que descubriendo otra cosa; y podría rastrearse también todas las veces que le sonrió a cámara desde 2004 hasta la actualidad. “Si tiro una palomita me rompo todo”, dice entonces con otra sonrisa. “¿Quién va a querer ver a 12 viejos que ya no se pueden mover jugando al básquet?”, dice que pensó cuando le comentaron sobre la posibilidad de este homenaje. “Pero después entendés que es una demostración de apreciación y respeto por ese camino recorrido. Y cuando ves que se agotó en una semana, es cuando decís: ‘Ah, bueno, entonces esto fue fuerte en serio’”.
Sin saber lo que había dicho Scola sobre la historia de la Generación Dorada como 12 historias distintas, Manu retoma la idea textual: “Quiero escuchar las historias de lo que le estaba pasando a cada uno en ese contexto. No todos sabemos lo que nos pasó como grupo, pero hay 12 historias, es más… 13 o 14 porque cada uno tuvo su rol, los entrenadores, el asistente que tuvo que preparar el estudio sobre el equipo rival… Tengo mucha curiosidad por tener esa charla y encontrar la forma de que surja. De manera transparente y honesta”.

Pasaron muchos años. La Generación Dorada es el resultado de 12 jugadores que se cargaron un proyecto colectivo en búsqueda de elevar la vara y lo llevaron a lo impensado. Algo que hoy, por contextos varios, parece impensado de repetir. Pero también era impensado antes de 2004. Construir primero y soñar después. Bancarse derrotas, fortalecer vínculos, sumar victorias, no perder el foco. Buscar una alquimia para llegar a eso que Manu llama “una espectacular coincidencia”.

El básquet consiste en embocar, más veces que tu rival, una pelota de 24 centímetros de diámetro en un aro de 45. “En un segundo podés cambiar el destino de toda una organización”, dice Scola. Y Ginóbili completa: “A veces es injusto. Te toca un partido en el que no la metés en el momento clave y te vas recaliente. Pero eso también permite historias como esta, ¿no?”.

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