Había una vez en Hollywood una estrella cuya placa en el Paseo de la Fama era toda una atracción turística. Ahora, sin embargo, Elisabeth Sparkle (Demi Moore) conduce un programa de tele de fitness tipo años noventa. Hasta que su odioso y sexista jefe, Harvey (Dennis Quaid) —seguro que el nombre no tiene ningún significado real o simbólico, en absoluto, decide reemplazarla por una modelo más joven y más sexy. En la ciudad de los Ángeles, una mujer hermosa en sus veinte tiene el mundo a sus pies. En sus cincuenta, es invisible.
La sustancia, de Coralie Fargeat, da por sentada esta dolorosa estación en el ciclo vital de las celebridades, pero el blanco de su brillante sátira de horror no es solo el sistema que premia a la juventud y la belleza por sobre todo, sino también los jugadores dispuestos a cualquier cosa para permanecer en él. Sparkle se desliza hacia el duro fondo de su carrera cuando alguien de pronto le pasa un número de teléfono, un pendrive y una nota que dice “Esto me cambió la vida”. “Esto” es un programa de rejuvenecimiento conocido solo como La sustancia, que promete renovarte completamente. Desesperada, Sparkle se anota, pero lo que no sabe es que La sustancia literalmente producirá una nueva versión de ella, una versión veinteañera (Margaret Qualley), que emergerá completamente formada, de la espalda de la Elisabeth 1.0.
La directora francesa, cuya película anterior, Revenge (2017), combinó el thriller de venganza feminista con el discurso de clase, tiene la habilidad de tomar elementos familiares y amigables para darlos vuelta y jugar con la toxicidad del mundo real. No es de extrañar que la impresionante Elisabeth 2.0, que se ha autoapodado Sue, convierta a cada hombre que se le cruza en ese lobo de la lengua afuera de los dibujitos animados de Tex Avery (la película adopta la mirada masculina embobada hasta el punto de que cada plano de las curvas de Qualley te hace sentir cómplice de su comportamiento depredador). Tampoco es precisamente un shock cuando Sue aprovecha a pleno cada oportunidad que puede sacarle a la Sparkle original. Nunca subestimes cómo se altera el equilibrio de poder cuando entran en juego los bajos instintos de un montón de tipos tontos y calentones.
Lo que sí resulta un shock es la manera alegre en que La sustancia toma esa gráfica escena del “nacimiento”, para alcanzar niveles cronenbergianos de incomodidad, y sigue duplicándose en el horror corporal a medida que todo se va a la banquina. Se establece desde bien temprano que, mientras que las dos Sparkles no comparten una conciencia, siguen siendo la misma persona. Además de la estricta adhesión a un plan que involucra bolsas de alimento intravenosa e inyecciones diarias de “estabilizador”, ambas Sparkles deben cambiar de lugar cada siete días. De no hacerlo, bueno… las cosas se pondrán feas. Y cuando Sue estira su turno más de la cuenta después de conducir su primer especial de Año Nuevo… vaya si se ponen feas.
Una vez que la película se convierte en un enfrentamiento entre las Sparkles, y Fargeat le da a su elenco un escenario adecuado para desbarrancar a gusto —si esta extraordinaria performance no dispara una gran reinvidicación de Demi Moore, es porque Dios no existe— esta vuelta de tuerca a El retrato de Dorian Gray se descontrola en grande. Ni siquiera ciertos baches lógicos (si la Sparkle mayor no puede compartir las indulgencias de la más joven, ¿qué gana con todo esto?) le restan emoción al espectáculo de estas dos mujeres rasgando estándares imposibles de belleza. La sustancia no terminará con la fijación social con la juventud ni curará el sexismo de Hollywood. Pero te recordará que, en la carrera contra tu propio pasado, siempre sos tu peor enemigo.