[Archivo RS] Rubén Rada: “Antes de irme de este mundo, quiero hacer todo lo que pueda”

El cantante y percusionista uruguayo celebra hoy 80 años. Por eso, rescatamos esta entrevista histórica en la que el ícono de la música rioplatense repasa cinco décadas representando el sonido y la idiosincracia de un país

Por  HUMPHREY INZILLO

julio 16, 2023

Eugenio Mazzinghi

Este artículo fue publicado en Rolling Stone Argentina #192, marzo de 2014.

Rubén Rada vive en el sexto piso de un edificio clásico de los 60 y su balcón, que da al Boulevard Artigas, funciona como un mirador privilegiado de la vegetación y los juegos mecánicos del Parque Rodó de Montevideo. En el living, un sillón de varios cuerpos en forma de L, tapizado en cuero negro, invita a despatarrarse. El resto de los muebles tienen un estilo funcional: sin grandes lujos, el ambiente es acogedor. En las paredes, en las repisas y hasta encima del parquet plastificado, hay fotos, posters, recortes de revistas, Discos de Oro y otros premios que funcionan como la hoja de vida del dueño de casa. Hay un afiche del ídolo de Peñarol Alberto Spencer y muñecos de Ray Charles y Alfredo Zitarrosa; un piano vertical, una trompeta y, al lado de un plasma XL, un tambor fabricado por el luthier y percusionista Lobo Núñez. Entre decenas de premios, sobresale el Grammy Latino a la Excelencia Musical que le otorgaron a Rada en Las Vegas, en la primavera de 2011. La estatuilla, sin embargo, es una réplica. “La original me la olvidé en el taxi que me llevó al aeropuerto. Tuve que pedir que me la repongan”, dice Rada. “Debo ser el primer artista en ganar un Grammy y perderlo el mismo día.”

Este hombre es a Montevideo lo que Gershwin fue a Nueva York o Piazzolla a Buenos Aires: un compositor mayúsculo y revolucionario, que desde que a mediados de los 60, cuando junto a Eduardo Mateo fundó El Kinto y creó el candombe-beat (una fusión hasta entonces inédita entre los ritmos afrouruguayos con el rock británico y la bossa nova), resumió y al mismo tiempo proyectó en sus canciones el sonido y la idiosincrasia de su ciudad. Su obra fue una gran influencia para Los Piojos y otros grupos argentinos de los 90. Su carrera, sin embargo, ha sido sinuosa y combina momentos sublimes (El Kinto, Tótem, Opa) con algunos baches. A lo largo de más de medio siglo, mientras como cantante y percusionista incursionaba en el jazz, el rock, el blues, el soul, el reggae, la música brasileña y ritmos tropicales, Rada nunca descuidó la tecla popular: empezó a trabajar en televisión a principios de los 60 y siempre utilizó la actuación como otro medio para expresarse. De alguna manera, tiene dos personalidades. Por un lado, el compositor potente y complejo, el cantante desgarrador; por el otro, el actor, el personaje, el entrepreneur. Para él, no hay nada peor que la gente se aburra. 

Rubén Rada en la Rambla. Montevideo, noviembre de 2013. (Fotografía de Eugenio Mazzinghi).

Su cabellera, que entre muchos otros peinados supo llevar pinches a lo Bob Patiño cuando editó Alegre caballero en 2002, está completamente negra. “Es que me pinto el techo”, dice, cómplice, mientras guiña un ojo. Y a pesar de que su barba es entrecana, nadie diría que cumplió 70 años en julio. “Yo traté de no darle bola. Todos te dicen: «Estás entero». Pero pasé por una situación medio brava. Unos meses antes de festejar mi cumpleaños, me enteré de que tenía cáncer de próstata.” Rada viajó a Buenos Aires y se sometió a un tratamiento de radioterapia que lo curó en menos de seis meses: “El doctor me dijo: «Si tenés que comprarte un cáncer, comprate éste que es el más barato». Pero de todos modos, fue un golpe duro encontrarme con eso”. 

A comienzos de la primavera pasada, Rada editó Amoroso pop, un disco que lo conecta con los años seminales de su carrera, y que incluye una versión de “Todo mal”, una canción que compuso junto al bajista Daniel “Lobito” Lagarde, en 1970, cuando ambos tocaban en Tótem. “Es pop pero negro, psicodélico. No se parece al pop convencional”, explica. Emiliano Brancciari, de No Te Va Gustar, canta en el reggae “Para mí” y Rada lo destaca: “Me gusta mucho el timbre de su voz. Nos conocimos hace muchos años, cuando ganaron un concurso de demos y tocaron en el Velódromo. En ese momento nos hicimos amigos”. 

En la cabecera de la mesa del comedor se impone una pintura de un negro de pelo largo, barba blanca y mirada penetrante. Aunque no existen pinturas ni imágenes, Rada está convencido de que el retratado es Ansina, el militar y poeta que ayudó a Artigas, luego de que el máximo prócer oriental lo comprara como esclavo y le devolviera la libertad. “Para mí, Ansina era un estratega y un guerrero feroz, que peleó por todos nosotros. Era negro y dejó su vida por el Uruguay.” 

La cuestión racial no es menor en la vida de Rada. “Me da una alegría bárbara que me digan «Negro» Rada”, dice. “Pero a principios de los 60, cuando los Fattoruso querían que cantara con ellos en Los Shakers, los productores no me dejaron. Había que mantener la apariencia igual a la de los Beatles.” 

Ansina es, también, el nombre de uno de los barrios fundacionales del candombe y la cultura afro en la capital uruguaya. En esa especie de Harlem montevideano Rada se crió musicalmente. “Yo siento a Africa como mi madre patria, por parte de mi padre. Pero, a la vez, me siento demasiado lejos. Cuando realmente siento que soy africano es cuando toco candombe y respeto la música que viene de mis ancestros.” 

¿Cuáles fueron tus primeros referentes del tambor? 

Mi madre y otra gente amiga me contaba que en el barrio Ansina uno de los mejores repiques, si no el mejor de la historia, se llamaba Raúl Rada y era mi padre. 

¿Llegaste a escucharlo tocar alguna vez? 

Claro, cuando salían los tambores de la calle Ansina. A fin de año, los vecinos ponían colchones viejos en el medio de la calle y armaban una gran hoguera. Ahí calentaban los tambores y arrancaban, por Ansina, para el lado de Cuareim. Yo caminaba escuchando a mi padre, al ladito de él, cuando tenía unos 8 o 10 años. Tomaba bastante y le decían “Traguito”. Y cuando no aparecía, todo el mundo salía a buscarlo por todos los barrios. Porque si no salía él, no arrancaban los tambores. Era un tipo muy importante para las llamadas. 

¿Recordás cuáles eran sus virtudes como tamborero? 

El tempo, el swing y las figuras que tocaba. Mi viejo era el que levantaba la llamada: entraba a tocar, a llamar, entraban a repicar los pianos, subían los chicos…Ahora, hay muchos repiques de fantasía, que tocan para ellos. Mi viejo, en cambio, era un laburador de los tambores. Y además tenía swing. 

¿Llegaste a tocar con él? 

No, porque estuve mucho tiempo sin verlo. De los 2 hasta los 4 años tuve tuberculosis, y la que me cuidó fue mi vieja. Años después, lo reencontré. El vivía con otra señora y fui a verlo varias veces a la casa, conocí a las hijastras y me hice amigo de él. Cuando murió fui al velorio. Estaban todos sus amigos, toda la gente de Ansina. Pero no lloré. Yo había tenido la suerte de volver a encontrarlo, pero no me crié con él, y no se quiere a un padre porque te da el apellido nomás. Lo respeté, fui al velorio y después me dio pena. Tal es así que le dediqué la canción “De este cielo santo”, que grabamos con Tótem

¿Y tu mamá? 

Mamá era brasileña, llegó a Montevideo desde Santana do Livramento a fines de la década de 1930. Mi abuela se había peleado con mi abuelo y se vino con sus cinco hijas, que empezaron a trabajar como empleadas en casas de familia. Así que en casa se hablaba portugués, y mi mamá cantaba en una escola de samba. Mi tía me contaba que faltando 25 días para que yo naciera, ella estaba cantando. Ella fue la que me incentivó a cantar. 

¿Y con quiénes empezaste a tocar candombe? 

Yo me juntaba con mis primos: los Troica. Tocábamos los tambores y cuando no había tambores, tocábamos latas. Yo me disfrazaba de mujer para salir a mangar. Tendría 10 o 12 años, y éramos muy pobres. Vivíamos siete en una habitación. Y desde chico tuve que juntar el mango. Después empecé a salir con las comparsas Añoranzas Negras y Morenada. Con ellos canté por primera vez, a los 10 años, en el Teatro de Verano. 

¿Pasabas muchas horas tocando el tambor? 

En ese momento no tocaba mucho los tambores. Me gustaba más bailar, ser el gramillero. Cuando iba al [conventillo] Mediomundo, donde salían las comparsas, no me dejaban tocar el tambor, porque en esa época había que tocar muy bien. Recién a los 20 años, un señor llamado Julio Gómez me dijo: “Agarre ese repique”. No me olvido más. Fuimos desde Cuareim hasta Ansina. Había que ir y venir, tocando, ida y vuelta. Volví con las manos hechas pelota. “Muy bien”, me dijo. Y después, bueno, me tuve que poner curitas… 

¿En qué momento te diste cuenta de que tenías el talento para hacer canciones? 

Un día, por la calle, escuché “Love Me Do” [canta]. Era una cosa tan distinta, tan increíble, que le pregunté al [bajista] Ringo Thielmann quiénes eran los Beatles. Creo que fueron ellos los que me inspiraron a componer. Antes de eso, encontré a una novia que tenía besándose con su primo. Así que el primer tema que compuse se llama “Susi”: llegué a la casa del Ringo llorando, y él me calmó. Me puso “Georgia en mi mente”, de Ray Charles. Y esa canción me marcó para toda la vida. 

¿Llegaste a tocar en el legendario Hot Club de Montevideo? 

No. Yo era el cantante de los Hot Blowers, pero ni figuraba. Los que tocaban eran [el trombonista] Cacho de la Cruz, [el trompetista] Bachicha Lencina, los Fattoruso… En época yo todavía no había tocado percusión, pero me moría escuchando.

¿Cuál fue la enseñanza más importante que aprendiste ahí? 

A escuchar adentro de la canción: lo que hacía el bajo, lo que hacía la batería… Hugo y Osvaldo [Fattoruso] me enseñaron. A partir de ese momento, se me abrió el oído y apareció un nuevo panorama. 

¿Pero a Hugo y a Osvaldo los conociste en el Hot Club?

No, a Hugo lo conocí antes, cuando entré a cantar en los Hot Blowers. Ellos ya eran famosos: me acuerdo de haberlos visto tocando en los tablados con el padre. Y luego ganaron un concurso de jazz en un grupo que armaron con Pelín [Capobianco, bajista de Los Shakers]. 

¿A quién mencionarías como tu maestro, además de los Fattoruso? 

A Pedro Ferreira, el gran compositor que había dirigido la comparsa Fantasía Negra y que en 1957 fundó y dirigió durante mucho tiempo la orquesta Cubanacan. En los seis meses que trabajé con él aprendí a cantar, componer y, especialmente, frasear el candombe. Gran maestro de todos los tiempos. Pero en ese entonces ya tenías el oficio de cantor… Sí, cantaba de todo: blues, rock & roll, imitaba a Louis Armstrong, hacía temas de Louis Prima… Pero también, con la barra del Hot Club, aprendí a cantar como fraseaba [el saxofonista] Charlie Parker. También escuchábamos mucho a Ella Fitzgerald… 

¿Tomabas clases de música?

Nunca estudié una mierda, y me arrepiento millones. Pero no tenía cabeza. Dios me hizo a fuego lento. Cuando otros me pasaban por arriba, yo venía atrás. Llegué a crecer mucho, pero tarde. Yo siempre la veía pasar. Todo el tiempo. 

¿Y cómo hacías para componer? 

Yo tengo una facilidad natural para crear melodías. Me pongo a cantar y salen. Así que me busqué parceiros que se encargaran de construir y armonizar el tema. El primero fue Eduardo Mateo, pero después, como no toco el piano, siempre busqué manos sabias: algunas veces fue Hugo Fattoruso, otras Daniel Homer, otras Ricardo Nolé, otras Nicolás Arnicho, y últimamente Gustavo Montemurro

¿Te acordás de la primera vez que viste a Eduardo Mateo?

A Mateo lo conocí en la calle Rivera y Luis Alberto Herrera, frente a donde ahora está el Montevideo Shopping. El iba pasando con la guitarra y nos saludamos. Me conocía de los Hot Blowers. El tocaba bossa nova y samba con un grupo que se llamaba Los Ases Cariocas. Y nos quedamos charlando, divagando, hasta que me dice: “¿Por qué no nos juntamos un día de estos?”. Así que al día siguiente le estaba tocando el timbre en su casa de Estivao y Ortiz. Serían las diez y media de la mañana, y ese día compusimos ocho temas. Durante los siguientes cinco años nos vimos prácticamente todos los días. Debemos haber hecho, potables, cien temas. A la mayoría nunca los llegamos a grabar. 

¿Cómo era la dinámica con Mateo a la hora de componer?

Por lo general, yo proponía la melodía; Mateo las daba vueltas armónicamente y musicalmente. La primera canción que hicimos con Mateo fue “Qué me importa”. Y cuando me mostró “Mejor me voy”, yo agregué la estrofa que dice “tal vez te guste mucho pasar tus horas solo” y una parte con claras referencias de Piazzolla. Era todo de memoria, no teníamos grabador. Mateo siempre estaba creando cosas y nunca tuvo un buen instrumento, eh. Tenía una guitarra que se llamaba “el palo” y con ella hicimos “Qué me importa” y millones de canciones. “Muy lejos te vas”, por ejemplo, la hice después de dar un par de pitadas de marihuana por primera vez. Fumé y empecé a reírme y no paré. Yo siempre estaba muy arriba, cantando y rompiendo las bolas. 

¿De dónde salía tanta alegría habiendo tenido una infancia tan difícil? 

Es algo que viene conmigo, que llevo en los genes. Para mí, ese histrionismo es un don. Muchas veces, en casa, estoy triste o soy agreta. Pero cuando voy en un micro de gira, con el Lobo Núñez hacemos cualquier disparate para que todo el mundo esté feliz.

¿Se daban cuenta de que con el candombe-beat estaban creando algo revolucionario tanto en lo teórico como en lo estético? 

Para nada. Nosotros escuchábamos a los Beatles todos los días. Eramos fanáticos. Muchas veces, componíamos en inglés y después le poníamos la letra en castellano. En ese momento festejábamos cumpleaños con mortadela, pan y agua. 

Por esa época llegaron al Solís con los Conciertos Beat…

Esos conciertos fueron increíbles. Los organizó el productor Bernardo Bergeret, y a él tenemos que agradecerle que nos haya dado esa identidad. Nos divertimos como locos. 

Pero, a mediados de 1968, dejás El Kinto y te vas a tocar con el tecladista Mike Dogliotti a Perú. ¿Por qué? 

Por hambre. El Kinto era un grupo que no trabajaba. Tocábamos muchas veces a la semana en el boliche Orfeo Negro, pero no nos pagaban: solamente comíamos de garrón. Me divertía y aprendía muchísimo, pero nunca veíamos un mango. Entonces aparece Dogliotti, con una oferta de laburo de mil dólares por mes. Nos fuimos a Perú con [el baterista] Santiago Ameijenda. Cantaba canciones en francés, en italiano, algún tema en portugués y boleros. La idea era volver con casi toda la guita. Así que como la sardina era baratísima allá, nos pasábamos comiendo sardinas con cebolla, y a veces algún tomatito. Al final volvimos con guita, pero por el aliento era recomendable que no pasaras cerca de nosotros. 

Al regreso de ese viaje, específicamente la tarde del 26 de julio de 1969, compusiste “Las manzanas”. ¿Qué te acordás de ese día? 

Pasé por el teatro El Galpón, y estaban ensayando el espectáculo Musicasión. Entonces, Horacio “Corto” Buscaglia me dice: «¿Por qué no te componés un temita?». Me fui a divagar un rato por la rambla. Agarré para abajo, por la calle Magallán hasta la playa Ramírez, y llegué todo transpirado. Anoté algo. Subí por la calle Minas, volví y me junté con Mateo. En el fondo de El Galpón compusimos “Las manzanas”. Esa noche tuve que cantarla tres o cuatro veces. Fue el primer gran éxito del candombe-beat.

¿Por qué fue tan exitosa esa canción? 

Porque es muy simple y muy divertida. Como “El orangután”, de Chico Novarro, por ejemplo. Es muy pegadiza: la terminan cantando los niños y todo el mundo… 

¿Cómo sonaba Tótem? 

El Tótem te volaba la cabeza. También tenía letras potentes, para pensar. Como “Mi pueblo”, compuesta por [el guitarrista] Eduardo Useta; “La lluvia cae para todos igual”, que la hizo [el otro guitarrista del grupo] Enrique Rey; “Orejas” de [el percusionista] Chichito Cabral. Y con el Lobito Lagarde hicimos “Dedos”… ¡Era una cosa disparatada! Ahora, el Tótem te volaba la cabeza, pero El Kinto te arrancaba el corazón. El Kinto era una cajita de música: te quedabas con la melodía. Era una belleza, una cosa nueva y refrescante. 

Junto al guitarrista Eduardo Useta, el bajista Lobito Lagarde y el percusionista Chichito Cabral, circa 1971. (Foto gentileza Fernando Peláez).

¿Qué recordás del show de Tótem en el B. A. Rock de 1971?

Nos chiflaron y nos tiraron de todo. Al final, toqué un blues haciendo firuletes con la voz, diciendo cualquier disparate en la letra. Recién ahí me aplaudieron. Entonces, hice un corte de manga y nos fuimos. Todavía me siguen pidiendo perdón algunos que estuvieron ahí. 

En julio de 1972, con Tótem, volviste al teatro Solís para un show histórico, a la sala llena, unos 500 colados que entraron de arrebato a los pasillos y más de 2000 espectadores que no pudieron acceder. 

¡Fue increíble! Yo entré con un pantalón y chaleco negro, cuellito mao y telitas de lana tejidas en todo el traje. Además, había diseñado un bastón con un palo bien largo de árbol, y lo llené de tachuelas de pandereta. Parecía un brujo. Yo ya había tocado en el Solís con Morenada, con Pedro Ferreira, con los Hot Blowers… Pero con el Tótem estaba haciendo lo que yo quería: candombe con una potencia descomunal. Y todo gracias a Eduardo Useta, que armó la banda, se ocupó de todo y consiguió un manager. Cuando me llamó, yo estaba actuando en la versión argentina de [la ópera-rock] Hair… 

En ese momento, en Uruguay, ya eras una cara conocida en la televisión por tu participación en el programa de entretenimientos El show del mediodía. ¿Cómo llegaste ahí? 

Porque me llevó Cacho de la Cruz, que era el conductor. Y por la época de El show el mediodía también actué en Telecataplum. Hacía imitaciones y personajes cómicos. Trabajábamos con una sola cámara, y ahí aprendí justamente a mirar a cámara. Eso me sirvió para toda la vida. 

Pero llegó el golpe militar y te tuviste que exiliar… Exacto, viajé a Buenos Aires y armé S.O.S. (Sonido Original del Sur) junto a otro uruguayo, el saxofonista Héctor “Finito” Bingert. 

Grabamos un disco con esa formación, pero también tocábamos temas del Hit Parade en el Sheraton, como banda estable, y salimos en algunos cruceros que pasaban por las Islas Malvinas y llegaban a la Antártida. Pero enseguida me las tomé para Europa. 

Caminando por el centro de Montevideo, look hippie, 1974. (Foto Gentileza Fernando Peláez).

¿Cómo llegaste allá? 

El productor Eric van Aro, que había estado casado con la cantante italiana Caterina Valente, estaba en pareja con la hermana de [el trompetista] Benny Izaguirre. Así que él nos armó una gira para tocar temas esos temas del Hit Parade, pero en Alemania y Suiza. Mientras tanto, grababa canciones y melodías en un grabador portátil y les mandaba los casetes por correo a Hugo y Osvaldo, que estaban en Estados Unidos y habían grabado el primer disco de Opa

Vos te sumaste a Opa recién en su segundo disco, Magic Time, de 1977. Sin embargo Goldenwings (1976), el álbum debut, incluía algunas canciones tuyas, como “African Bird”… 

Claro, Hugo había incorporado al repertorio “African Bird”, de S.O.S. Y también “Muy lejos te vas”, que era de la época de El Kinto. Y cuando estaban por grabar Magic Time me mandaron un pasaje para ir a Estados Unidos: lo primero que hicimos fue arreglar esas canciones, como “Mind Projects”, “La cumbia de Andrés” y “Malísimo”

¿Qué crees vos que representó la aparición de un grupo como Opa? 

Creo que con Opa la música uruguaya se puso el smoking. Hugo, en ese momento, era respetado por todos en Estados Unidos, incluso por Herbie Hancock. Y Osvaldo también.

 

¿Y musicalmente Opa qué representa para vos? 

La hermandad. Fue un reencuentro con mis hermanos. Ya habíamos tocado todos juntos en los Hot Blowers pero el contexto ahora era otro. El Hugo, además de ser un monstruo con las teclas, es uno de los mejores cantantes del Uruguay. Su forma de cantar es superior a la mía. Métricamente, sólo Mateo cantó así. Puede escuchar una síncopa y entrar a cantar en cualquier lugar del tema, es impresionante. Y tocar con Osvaldo siempre fue maravilloso. A él le compuse la canción “Amigo mío”, que está en mi primer disco solista, Las manzanas

A fines de los 70 compusiste, de nuevo en Buenos Aires, el “Rock de la calle”… 

Claro. Había formado La Banda, con Benny Izaguirre, [el pianista] Jorge Navarro y [el saxofonista] Bernardo Baraj, entre otros. Esa canción fue un hit, pero ni ellos, ni la banda que armé después en los 80, querían tocarlo. 

¿Por qué? 

Y… porque estábamos tocando cosas más difíciles y sofisticadas: era un retroceso tocar un tema tan simple. 

El guitarrista Ricardo Lew, que tocó con Astor Piazzolla, Mercedes Sosa, Roberto Goyeneche y Lalo Schifrin, entre otros, me contó que la que tenías en los 80 era la mejor banda que integró en su vida… 

Era un quinteto asesino: Ricardo Nolé en teclados, Beto Satragni en el bajo, Osvaldo Fattoruso en la batería y Lew. Lo que disfruté con ellos fue algo increíble. Esperábamos que llegara el fin de semana para salir de gira y cagarnos de la risa. Fueron los años más divertidos de mi vida. Eran todos músicos de jazz, y lo que tocábamos era muy complejo. Venían a vernos tremendos colegas, como Charly García, David Lebón, Oscar Moro (que a veces se subía a tocar con nosotros), Quintino Cinalli, Lito Epumer y Javier Malosetti. Era un grupo admirado por los músicos, y eso significa que estábamos haciendo algo interesante. 

¿Y por qué se desarmó ese grupo? 

Porque la gente dejó de venir. No le encuentro otra explicación. Me acuerdo que hicimos un concierto en el teatro Alvear y no vino casi nadie. Se hacía muy difícil seguir. Y me tuve que ir de Argentina. 

O sea que esos tres años que viviste en México, a principios de los 90, fueron una especie de exilio económico y artístico… 

Estaba igual que Gardel en Anclado en París: tenía que vender canciones para vivir. Entonces, si le colocaba una canción a [Manuel] Mijares vivía dos meses. También trabajaba como percusionista de Tania Libertad. Y en ese momento, Joan Manuel Serrat me tentó para sumarme a su banda. Pero yo me había comprometido con Tania y mantuve mi palabra. 

Pero a mediados de los 90 volviste a Montevideo. ¿Por qué?

Porque extrañaba a Peñarol y los tambores. Y porque mi disco Montevideo se iba a editar en Uruguay. Ese disco salió por el sello Big World, del productor norteamericano Neil Weiss

¿Cómo surgió esa colaboración? 

El contacto con Neil lo hizo [el guitarrista de jazz uruguayo] José Pedro Beledo, que vivía en Nueva York. En un principio, él iba a ser el productor artístico, pero Hugo [Fattoruso] apareció en Nueva York y Weiss se volvió loco con Hugo. Yo todavía vivía en México, pero viajé varias veces a Nueva York para grabar con Hugo y músicos muy importantes como Bakithi Kumalo y Hiram Bullock, que tocaban en la banda estable del Late Night Show de David Letterman. Montevideo salió en un momento clave: la explosión de la world music. E, increíblemente, vendió más de 10 mil copias en Uruguay. 

En 1996, cuando volviste a Montevideo, estuvieron a punto de rearmar Tótem… 

Exacto, Useta había conseguido una empresa que ponía el dinero para rearmar Tótem. El plan era ensayar quince días y dar un concierto en Montevideo. Enrique Rey vivía en Venezuela y estaba tan emocionado con el reencuentro, que mientras esperaba para tomar el avión, y según cuenta la esposa, de la emoción le dio un infarto y se murió. Por respeto a él y a su familia, nunca rearmé Tótem. Nos pesó mucho eso… 

¿Cómo encontraste la escena uruguaya a mediados de los 90? 

Me reencontré con tipos que son mis ídolos: Urbano Moraes, Jorge Galemire, Hugo Fattoruso, Fernando Cabrera, Mandrake Wolf y El Príncipe. Ellos hicieron una música maravillosa en este país. Hacía poco que había muerto Mateo, que para mí es el Picasso de la música.

¿Y Jaime Roos? 

Un talentoso increíble. Conocí su música a fines de los 70, cuando vivíamos con Hugo Fattoruso y su hijo, el Ciruela, en West Palm Beach. Hacíamos asados, escuchábamos a Jaime y llorábamos como locos. Soy un gran admirador de la música de Jaime. Hizo cosas maravillosas y, además, fue el tipo que mejor manejó la parte profesional en Uruguay. Armó su banda y no salía a tocar si no estaban las condiciones ideales para hacerlo. También hizo brillar a grandes cantores, como el Canario Luna. ¡Las canciones que le compuso Jaime son increíbles! 

En los últimos diez años estuvieron distanciados con Jaime. ¿Por qué? 

Por boludos. Nos dejamos llevar por chismeríos, hasta que un día, el año pasado, nos juntamos y arreglamos el asunto. Pero en ese tiempo yo nunca hablé mal de Jaime, y él tampoco habló mal de mí. Al contrario. Tengo un gran respeto por Jaime: por sus letras, por su forma de componer. Me encanta lo que hace. 

Por esa época tuviste mucha exposición extramusical: protagonizaste la película uruguaya El Chevrolé y actuaste en Gasoleros, la serie de Pol-ka… 

Y también conduje un ciclo muy exitoso, El teléfono, en Canal 12 de Uruguay. Más allá de que son cosas que siempre me gustaron, nunca fui una persona de ahorrar. Y la única vez que ahorré fue haciendo esos programas de tele. Tenía 55 años y, por primera vez, pude comprarme una casa. 

¿Por qué elegiste a Cachorro López para que en el 2000 produjera Quién va a cantar? 

Porque las canciones que triunfan son menos complejas de las que yo hago. A Cachorro le pedí que me enseñe cómo vender discos. Me dijo: “Traeme las canciones y no vengas por el estudio”. Es que yo suelo hacer introducciones instrumentales muy largas, entonces mientras empiezo a cantar, la gente ya cambió de radio. 

De todas las canciones que escribiste, ¿con cuáles te quedás? 

Como balada, elijo “Malísimo”, que es una canción perfecta, en letra y música. Por la música me quedo con “Montevideo”, que hicimos con Hugo Fattoruso. Por el sentimiento, “Terapia de murga”, que la escribí pensando en Patricia, mi esposa. Y “Las manzanas”, porque con esa canción me hice famoso en Uruguay. Desde ese momento, la gente me quiere. 

¿Cómo es para vos ser el referente de todo un país? 

Es fuerte, claro. Por eso me tengo que portar bien. Es una tontería, pero llevo el peso de mi raza arriba de mis hombros. No hay un artista negro que sea tan popular en el Río de la Plata: eso me da rabia. Me gustaría que haya más grones acompañándome ahí arriba. Yo sé que las macanas que haga las paga mi país. Por suerte, no hice muchas. Pero si vos puteás a alguien en la televisión, por ejemplo, dicen “cosa de negros”. Si le pasa a un hombre blanco, no dicen “cosa de blancos”. Es una cuestión de marketing. Y también me da rabia. 

¿Qué es lo que te motiva, a los 70 años, a tomarte un avión para tocar frente a un público desconocido? 

Ser músico. Por momentos pienso que soy un ser humano, pero después me doy cuenta de que soy músico. Y eso es irracional. A veces pienso “no quiero tocar más”. Pero nos llaman de México, por ejemplo, para una presentación importante. Entonces digo: “Hago este viaje y después paro”. Los años se sienten. 

¿El cáncer te hizo pensar en la muerte? 

Yo nunca le di bola a la muerte. Pero ahora sí me preocupé un poco. Cuando arranco a tocar, a componer y a grabar discos, se me pasa. Antes de esto, ya estaba apurado para realizar todas las cosas que no había hecho antes en mi vida. 

¿Y cuáles eran esas cosas pendientes? 

Cuando estaba enfermo, me prometí volver a grabar lo antes posible. Quería grabar con mis hijos y por eso armamos Lujuma: Lucila y Julieta, que son cantantes, y Matías, que es el guitarrista de los Kuryaki. Ese disco va a salir este año. Con el disco de tangos y candombes clásicos que estoy haciendo con [el guitarrista] Nicolás Ibarburu quiero entrar en la historia. Pero también tengo ganas de grabar rock, blues y hasta boleros con un proyecto que tenemos con [el tecladista] Gustavo Montemurro: “Rodolfo y Omar”. Es el ataque que tengo: antes de irme de este mundo, quiero hacer todo lo que pueda. Sé que dentro de veinte años, la música que haga ahora la van a seguir escuchando. Tengo ganas de joder hasta después de muerto.

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