[Archivo RS] Diego Capusotto: “la cultura del rock te da un link con lo intelectual y lo político”

En esta entrevista de 2010, el actor anticipaba Pájaros volando, el inminente film de Néstor Montalbano, y reflexionaba sobre el éxito de Peter Capusotto y sus videos, el poder de los medios y el oficio de la actuación

Por  CLAUDIA ACUÑA

septiembre 24, 2023

Fernando Gutiérrez

Este artículo fue publicado originalmente en la edición #148 de ROLLING STONE ARGENTINA, en julio de 2010.

El tipo me habla con la seguridad del que ya se respondió todas las preguntas importantes.

No es firme, sino contundente.
No es formal, sino racional.
No es tímido, pero sí prudente.
No es joda.

A esta altura de su vida y su carrera, Diego Capusotto se ha convertido en algo más que un humorista y esa transformación es algo que merece analizarse en serio.

Es cierto que ahora está parado sobre un fondo de tela verde, con un sombrero ridículo, una camisa floreada y un moño negro, cantando con cara de nabo la siguiente estrofa: “Detrás de las paredes / Que ayer te han levantado / Te he dejado el orto estropeado”.

Pero también es cierto que luego grabará veintiséis versiones de una sola y estúpida palabra que él será capaz de convertir, con rápidos y escrupulosos matices, en veintiséis colores diferentes que pintan todo su arte. Sólo así –con una cosa, pero fundamentalmente con la otra– se puede explicar qué representa realmente este Juanete, “el artista que le puso un poco de picardía al rock nacional”.

Marxrrone.
La mixtura entre Groucho y Marrone.

Es esa capacidad de crear alianzas imposibles lo que define un estilo que ya tiene su nombre: capusottoniano. Y su propio libro de ensayos: Capusotto, realidad política y cultura, en el cual catorce filósofos, sociólogos, investigadores y docentes universitarios lo analizan como lo que es: un fenómeno meteorológico.

Ya veremos cómo y por qué.

Pero ahora estamos lejos de la biblioteca y al lado de los extraterrestres que lo abdujeron en la película Pájaros volando, que pronto estrenará en los cines y con una avant première que incluirá platos voladores. Porque este primer round tiene como escenario la grabación del doblaje de algunas escenas del film que dirige Néstor Montalbano –ex cómplice de Capusotto en Todo x 2 pesos y Cha cha cha– y él ya se calzó los guantes, esperando las preguntas, con una distancia cordial, elegante, que protege su persona de sus personajes y con la que me anticipa que sabe lo que estoy buscando.

Entiendo.
Capusotto es algo serio.
Y para el tipo la clave de esta oración no es su nombre sino ese “algo”.

Fue Michel Foucault el que construyó su teoría sobre la genealogía del lenguaje a partir de un relato de Jorge Luis Borges. Por la risa que le provocaba leerlo y por cómo esa risa sacudía “todo lo familiar del pensamiento”. La función del disparate es ésa, nos señalaba así el filósofo.

Revelar que hay un orden. Y que ese orden no es el único posible.

Capusotto define ese “algo” de manera similar. “El lenguaje humorístico siempre tiene que ver con el disparate que destruye la realidad a partir de una situación inverosímil. Por eso me parece que la tragedia está siempre muy relacionada con el humor. Uno apunta siempre ahí: a reírse de lo trágico. Eso no implica que ande por la vida diciendo: «Uy, qué tragedia». Habrá quien no, pero yo tengo claro que necesito esa fuga para, al menos, no aburrirme.”

¿Qué te aburre?
A veces me aburro de mí. O de no estar haciendo nada trascendente o de hacer siempre lo mismo. También de las estructuras y de saber qué viene.

¿Y cómo evitás que se aburra el espectador “que ya sabe lo que viene”?
Cuando hacés algo que lo emociona o lo saca de ese lugar convencional de estar pasivamente sentado. Cuando vas al hueso de lo emotivo para que pueda fugarse. Cuando lográs que se haga las mismas preguntas que vos.

¿Cuáles son las preguntas que tenés en común con tu espectador?
Me imagino que un pibe de 30 años, hijo de padres de la década del 60, se preguntará otra cosa que mi generación. Nosotros somos hijos de la dictadura. Nuestros mayores fueron militantes o estaban en el vagón emocional de eso que pasaba en los 70 y que después fue aniquilado.

¿Pertenecer a esa generación es algo que te define?
Sí, desde ya. Y también ser de la generación que a los 18 años terminó yendo a Malvinas para “defender a la patria”. Y la que vio morir ciertos valores que para nuestros padres eran incuestionables. Hemos crecido con la idea de la familia, de la organización, del éxito, de la cultura del trabajo. Con ese proyecto de la familia unida que se descascaró, para después convertirse en una carrera que gana el más vivo o quien negocia mejor. Pasamos del paradigma de “la imaginación al poder” al de “la imagen al poder”.

¿No es ése el paradigma que usás para construir tus personajes?
Sí, pero para destruirlo en la medida que pueda y con un lenguaje limitado, que a veces confunde. Algunos pueden entender lo que subyace, el horror que hay atrás de la risa, y otros pueden ver su liviandad y decir: “Bueno, esto sólo es un programa de humor”.

Diego Capusotto en 1999, cuando habían levantado Todo x 2 pesos. (Foto: Ezequiel Pontoriero/ Archivo La Nación).

¿Y por qué para vos no es sólo eso?
Porque tenemos un sentido de pertenencia con el programa. No estamos trabajando como en una oficina a la que uno va, marca tarjeta, hace lo que tiene que hacer, y si el programa después se levanta, es una pena porque no seguís cobrando. Esto es nuestro. Entonces hay que tratar de cuidarlo y no pensar en términos de efectividad, sino de una cuestión relacionada más al placer que nos da hacerlo. Alguna vez escuché a Alejandro Fantino decir: “Cuando terminamos el programa, nos vamos a casa y listo, se terminó”. Eso me parece un poco perverso, porque representa que vos estás creyendo lo que estás diciendo sólo porque hay un sueldo que te convence.

¿Y cómo funciona en tu caso?
Como el típico juego del niño: un juego que es noble porque se juega con seriedad, porque te lo estás creyendo.

¿Esa es la clave? ¿La fe y seriedad?
La total seriedad de estar creyendo en lo que estoy haciendo. Entonces, el juego no termina cuando te vas a tu casa, sino que acompaña tu vida.

¿De qué manera?
Ese mismo espíritu que uno pone para hacer el programa es el mismo que va a volver en otro, aunque tenga otra máscara, otra escenografía y otra manera de contar. Siempre va a seguir flotando esa especie de señalización de algo que nos molesta y que, por eso, parodiamos o burlamos. Parodiás todo lo que te duele. Y la manera de defenderte de eso y tomar posición es la burla, que es un arma bastante contundente.

¿Como herramienta política?
Todo es política. Si construís algo desde lo que pensás, es política.

Desde ese punto de vista, ¿es político el programa de Tinelli?
Su forma de hacer política tiene que ver, sin duda, con la lectura que hace del concepto de entretenimiento. Alguna que otra vez se torna más explícita, como cuando hizo alguna referencia a la inseguridad o como cuando en el año 95 convocó a Menem. Digamos que no hizo que ganara, pero trabajó para eso.

Lo político, entonces, ¿es el poder de construcción de poder que tienen los medios?
Los medios construyen una voz oficial que va dictando cómo va la cosa y hacia dónde tiene que ir. Hoy son una institución con cierto manto de impunidad. Y su rol es proteger esa institucionalidad y esa impunidad. Por eso hace que te preocupes mucho más si un pibe de una villa mata a un tipo para robarle un auto que si un policía lo liquida con gatillo fácil. Y cuando mata el Estado, trata de que mires para otro lado.

Desde ese punto de vista crítico, ¿no es difícil ser oficialista?
Sí, porque lo que incomoda y genera contradicción es toda estructura de poder.

¿Cómo acomodás, entonces, tu oficialismo?
Me acomodo de acuerdo a escenarios que suceden. Uno trata de tener una visión crítica y de profundizar lo bueno y señalar las cosas que están mal. Pero también hay un escenario en que hay una oposición con proyección al poder que me resulta obscena. Creo que el Gobierno ha hecho cosas muy interesantes, pero que también comete errores. Es cierto que desde la apertura democrática es con el que tengo más empatía, pero eso no significa que no pueda ser crítico por el cuento ese de ser funcional a la derecha. Sos funcional a la derecha cuando pensás que todos los errores los comete sólo el Gobierno y no hacés una mención a algo que se pone en frente y tiene proyección de poder: esa oposición, que me parece de cuarta.

Hacer tan explícita tu posición política, ¿cómo afecta la relación con tu público?
Nuestra relación con el público está construida a partir de lo que hacemos. Esa es nuestra alianza. No soy un tipo que aparece en un lugar público porque tiene éxito y nada más que eso. Lo mío no tiene la banca de la categorización.

No relaciono la palabra “extravagante” con un personaje como Fort…
Yo lo escuché, no lo estoy inventando. Hay una banda de papafritas que terminan hablando de personajes que son fenómenos mediáticos, no sociales. Y en eso soy terminante: si vos le pedís a ese chabón un autógrafo, sos un subnormal. La estupidez es la única enfermedad que no tiene antídoto. Porque un personaje así tiene para mí la importancia de una pileta de natación vacía.

Junto a Fabio Alberti, Irene Cheung Choi Lin y Adolfo Grispino, el inolvidable Dr. Dyango, en la grabación del último programa de Todo x 2 pesos. (Foto: Juan Manuel Mielniezuk/ Archivo La Nación).

En cuanto a tu etiqueta, tampoco creo que sea la de loco drogadicto…
Ya no. Ahora apareció la del prestigio.

¿Cómo apareció?
Por el lado de la cultura del rock, que te da un link con lo intelectual y lo político. El rock siempre da la sensación de pertenencia a una tribu que cuestiona al mundo conservador.

¿Aún hoy, cuando un ícono como Charly se coloca al lado de Palito?
En el rock ya ha entrado desde el rockero que tiene la limusina y está esperando llenarla de minitas hasta el tipo que se ahoga en su propio vómito y ha hecho cosas muy jugadas y muy al límite. Lo que los diferencia es si tienen algo para decir o no; Charly lo tuvo en su momento. Después, bueno, se enganchó con Menem porque un día le dijo: “Escucho todos tus discos”. Hay algo de ingenuidad, algo infantil en esa actitud. Te sobrepasa el personaje que creaste y se vuelve algo casi pueril, esta cosa de la vanidad, del ego, de la exposición permanente. Hay otros tipos, como Spinetta, que son todo lo contrario. Pero los dos han dicho cosas. Por eso ni me detengo a pensar en Palito, porque eso es tan personal y es difícil entrarle al alma de otra persona que a lo mejor no tiene nada que ver conmigo. Lo que uno termina sacando de ese tarro es si ese tipo dijo algo interesante o no. Me parece que Charly sí y otros no; otros son la mueca de algo que supuestamente traspasa un límite y que, en realidad, no traspasa nada. En el rock ha entrado todo porque se ha convertido en un gran negocio. En ese sentido, si hay algo cercano al rock es el peronismo.

Si lo único que importa es lo que tenés para decir, ¿cuál es tu texto?
Lo que digo, principalmente, es lo que hago. Nosotros tenemos luz propia en el movimiento. Porque de nuestras vidas pocos saben. Sólo nos explicamos ahí, en la acción pura, en eso que hacemos y eso que provoca lo que hacemos, que siempre nos sorprende y de alguna manera nos trasciende. Cualquier artista hace su trabajo y después debe desaparecer en los otros, que es lo que más cuesta. Para mí, aunque suene rebuscadamente poético, esta idea de que uno se explica en lo que hace y que después desaparece en la mirada del otro sería el costado que más me interesa de lo que nosotros hacemos.

¿Por qué decís “nosotros”?
Digo “nosotros” por Pedro Saborido y porque este programa sin Pedro no existe y sin mí tampoco.

El primer round ha llegado a su fin con dos desafíos y los dos tienen que ver con los límites que Capusotto resguarda.
Hacer en lugar de decir.
Ser uno, dos, muchos personajes en lugar de una persona. Con uno se protege, quizá, de sus propias etiquetas, que son varias.
Con el otro, de todo lo demás.
Eso es exactamente a lo que me refiero cuando digo “el tipo”.
Ni el hombre, ni el actor.
Con el que acabo de conversar durante más de dos horas es, sin duda, un promedio.

Estamos en el estudio ubicado frente a coto y vecino al shopping Abasto y a la iglesia Jesús a las Naciones, del pastor Juan José Climenti. Las coordenadas son tan literales que ubican a Capusotto en su debido contexto: República Argentina, año 2010.

En el primer piso y en un pequeño espacio de pocos metros se despliega todo el universo del programa de tevé que comenzará a emitirse el lunes 19 de julio, a las 22.30 y durante diez o doce semanas, no más. Allí están todos los habitantes de ese planeta autónomo –nueve hombres y una mujer–, conducidos por Pedro Saborido con órdenes concisas y gestos exactos. El es quien dicta qué planos, qué objetos, qué textos, qué tiempos, qué todo. En el centro mismo de esa agitación se planta Capusotto, en actitud zen.

Entre los dos dibujan una extraña y sincronizada coreografía que nunca, jamás, incluye un solo intercambio de miradas y pocas, escasísimas palabras. Todo entre ellos ya ha sido dicho, en la etapa previa y de creación, de la que sólo el dúo participa y de la que nace todo lo que allí se registra. “La confianza es total. Sé que Pedro tiene todo claro y controlado. Entonces no interrumpo su trabajo ni con la mirada. Sé que puedo entregarme a la suya porque no sólo ve lo que está sucediendo en ese momento, sino que sabe cómo funcionará luego en la edición. El tiene ese talento, esa capacidad de ver en el momento el todo. Y yo me dedico a lo que tengo que hacer, que es a poner el cuerpo y a que pueda aparecer algo ahí que pueda transformar para bien eso que pensamos juntos antes y que ya está perfectamente organizado”, dirá Capusotto luego para explicar esa extraña ceremonia con la que Saborido zurce, con breve sorbos, las imágenes que luego irá hilvanando en cada programa.

Durante dos días y por un par de horas observé el rito y su austero contexto. Me queda claro, entonces, que esa estética es producto de una ética: hacer todo con nada. O mejor dicho: crear con nada, todo. No es magia, sino profesionalismo lo que permite entonces la multiplicación de los planos, que son hijos pródigos de ese ingenio tan argento que Saborido sintetiza con una frase escupida en plena faena: “Por algo me dicen el George Lucas de Gerli”.

Esa combinación, en su caso, incluye una eficiencia de MacGyver y un toque de ese apodo que le puso su equipo y que hoy le calza como un guante: Unabomber. Aunque en este caso lo que estallan no son bombas, como las que solía enviar por correspondencia aquel terrorista estadounidense, sino petardos.

Literalmente.

Saborido los arroja al set, sin aviso, sin explicaciones y sin siquiera reírse luego por la humorada. Queda claro también que Saborido es otro tipo serio.

“En el rock ha entrado todo, porque se ha convertido en un gran negocio. En ese sentido, si hay algo cercano al rock es el peronismo”. (Foto: Fernando Gutiérrez).

Esa seriedad por duplicado es quizá la que fue capaz de crear algo “distinto” que construyó “no sólo una reflexión más interesante sobre los tiempos que corren, sobre la televisión que se mira y los lenguajes que se hablan en esta sociedad fragmentada, escindida, desquiciada, sino también una percepción muy sutil acerca del modo en el que nuestro presente hereda las facetas más dolorosas de nuestro pasado. Se trata de un fenómeno cultural extraordinariamente complejo y rico, denso, que se ha convertido en un hecho fundamental de la cultura argentina, con una audiencia bastante reducida en el canal estatal y una audiencia multiplicada varias veces a través de los mecanismos de la tecnología informática, otra circunstancia que le da una fuerza muy novedosa”, señala la eufórica introducción a los ensayos que analizan los íconos del planeta Capusotto, seleccionados de acuerdo con el clima que domina en cierta generación de la intelectualidad local.

Sin duda, la estrella de este universo es Bombita Rodríguez. Es el protagonista de cinco de los doce capítulos y eje del análisis de Horacio González, el director de esa Biblioteca Nacional que aloja a la escuadra oficialista denominada Carta Abierta (que esta temporada tendrá su referencia en el programa, cuando irrumpa un nuevo personaje, Piqui Piqui, “un idiota que produce furor entre la gente, al punto tal que se convierte en candidato a Presidente. Los que lo critican se nuclean en el grupo Carpa Abierta”, me contará luego Capusotto). Pero también desfila por esas páginas Micky Vainilla, el cantante nazi-pop (analizado como un “viaje hacia nosotros mismos, hacia el interior de nuestra sociedad posmenemista”); el Emo (que revela “la sumisión de estos colectivos sociales, llamados indulgentemente tribus urbanas, a los valores mercantiles”); Luis Almirante Brown, el hombre que propone Artaud para millones; y el doctor Juan Estrasnoy, el educador violento que quiere exterminar a los malhablados (“demuestra la impotencia de la educación argentina como tangente mediadora” entre dos clases paralelas encarnadas por el cheto y el fierita “que ni se hablan ni se escuchan”).

Saborido me cuenta que escuchó en directo estas conceptualizaciones, cuando los invitaron a participar de una conferencia en la Universidad Nacional de General Sarmiento, a la cual pertenecen los compiladores del libro. Muy serio dirá: “Está muy claro para nosotros de qué habla el programa, pero también que no queremos teorizar al respecto”.

Se entiende, entonces, que para ellos la gracia es no tener que explicar el chiste, porque si no, no hay chiste ni gracia. Su preocupación, en todo caso, a esta altura de los análisis y el trayecto, es otra: “Conservar el amateurismo”. Por eso se imponen, dice, la gimnasia de tener en cada programa dos personajes nuevos. “No todos llegan a buen puerto, pero el hecho de estar obligados a meter cosas nuevas siempre nos aumenta la capacidad, no sólo de seguir moviendo la mollera, sino también encontrar algo que esté bueno. Es casi estadístico. En ese tirar cosas nuevas, también está el miedo de gastar lo que ya tenemos, de aburrir, de no sorprender. En el humor, el límite entre algo brillante y algo pelotudo es muy finito. Es uno de los géneros con más riesgo al papelón. Y todo nuestro trabajo se organiza en función de evitar ese momento.” Es una pena que semejante lección no haya sido analizada por ningún académico.

El tercer round se da frente a una pantalla de computadora donde me proyectan la película protagonizada por Capusotto. Trato de sortear las distracciones que representan ver a Víctor Hugo Morales representando a Dios, confirmar que Antonio Cafiero es un excelente actor o admirar el vestuario de Luis Luque, convertido en una cruza de Hugo Moyano con Hare Krishna.

No es ése el desafío, no.

Se trata de establecer si Capusotto logró vencer la maldición de Olmedo, que convirtió al cine en su verdadero cementerio.

Reconozco, entonces, esa sutileza que lo mantiene a salvo. El, que tantas veces es un bufón exagerado, se mantiene en un tono contenido, ajustado a un personaje que se parece mucho a muchos otros que interpreta, pero sólo como un pariente cercano. Y en esa posibilidad de calibrar la dosis necesaria de Capusotto de acuerdo con la historia que se narra, encuentro al actor y de qué está hecho. Una alquimia de miradas, pequeños gestos y actitudes que no se notan, pero están, como hilvanes disimulados en los pliegues de un vestuario. 

“Parodiás todo lo que te duele. La manera de defenderte de eso y tomar posición es la burla, que es un arma bastante contundente”. (Foto: Fernando Gutiérrez).

El último round tiene premio.

Quizá por el diluvio.
O por Barracas, que para él es barrio y no escenario.
O porque la paciencia es una virtud barata y provechosa.
Es cierto que la charla comienza con el tono y la distancia reglamentaria, que acepto sin chistar.

¿Qué harías si no pudieses trabajar de actor?
No puedo pensar eso porque tengo un nombre que, de alguna manera, ya está instalado. No pertenezco al circuito marginal de la cultura o de la expresión. Sé positivamente que cuando no hagamos televisión, buscaremos otros espacios, como el teatro, que nos permite seguir juntándonos con las mismas voluntades, aunque seguramente con otras expectativas.

¿En qué sentido?
Va a haber un productor que va a pensar que vamos a meter mucha gente porque ya tenemos registrado un nombre. Pero el armado lo vamos a hacer siempre nosotros. La idea seguirá siendo nuestra. Algo es seguro: me va a servir más, humanamente, hacer un personaje en cine o en teatro, aunque su éxito sea fallido, que estar en televisión con algo que no me guste.

¿De dónde viene esa contundente seguridad que te noto tanto cuando grabás el programa como en esta charla?
Creo que esa seguridad que vos notás tiene que ver con que para mí la idea es mucho más superadora que el trabajo personal. Quiero decir: nunca estoy pensando en la propia actuación, sino en la idea. Esa es la convicción que hace que no haya histerias respecto de cuánto tengo que brillar o cuánto dejo de brillar con respecto a otro trabajo que hice. Tengo en claro que, en algún momento, esto que es Peter Capusotto hay que pararlo, incluso para poder retomarlo. Siempre fue así. Cuando formé parte de Cha cha cha o de Todo x 2 pesos, también. Hay un momento en el que la idea que te llevó a hacer algo se empieza a deshilachar, y tenés que estar atento a ese momento. Parte de la estrategia que hemos tenido con este programa está motivada precisamente en que no nos pase eso. Y la manera de lograrlo es justamente eligiendo hacer sólo diez o doce programas por temporada. En esas cosas, tengo seguridad.

¿Nunca hiciste nada de lo que te arrepintieras?
No me gusta hacer publicidades. En general, se hacen sólo por plata. Y puedo hablar por todos los actores o actrices que hacen publicidad. Es lo único que no me ha gustado. No me arrepiento, porque sé por qué lo hice, pero es algo que no tiene ningún valor para mí. Ni en el sentido estético ni como aporte al oficio.

¿Por qué?
Porque es algo que está más vinculado a la mentira, a lo falso, que es lo contrario de la actuación. Es cierto que en algún momento, por el año 93, ganaba más con eso que por hacer Cha cha cha. Pero también es cierto que hice algunas, pero podría haber hecho muchísimas más y me negué. El publicitario es un mundo que no me cae muy simpático. Esa cosa de la pretensión estética para vender un chocolate a mí me pone un poco nervioso.

Uno de los personajes nuevos de esta temporada está relacionado con eso: con lo que representa el consumo…
Consumo no deja de ser una humorada que juega con lo que representó Sumo. Que aparece con la canción “Mañana en el Abasto” y su contrapunto actual, el shopping. Esta especie de líder del consumo es la antítesis del líder que representaba Luca Prodan. Algún idiota podrá pensar que es una parodia a Sumo, pero es su antítesis. La parodia, en todo caso, está dirigida a señalar en qué te convierte la publicidad, a un intento por destruir esos valores que sabemos que son falsos y que el humor está denunciando.

¿Un humor de protesta?
El humor es eso.

También es esperanza: un chiste siempre necesita de alguien que se ría.
Sí, no hay duda. Pero me conformo con que sea alguien medianamente perceptivo, nada más. Nunca se sabe quién está del otro lado. Porque del otro lado, hay muchos. Esa es la parte nihilista del humor: no saber nunca si tiene sentido. Es una pregunta que uno permanentemente se hace en la vida.

¿No hay certezas?
La certeza que tenemos es la de saber a quién atacar, pero porque en la vida sabemos a quién atacar. Y el programa no está separado de la vida.

¿Cuál es el blanco?
El poder. El poder de la palabra, de las instituciones, de la educación, en el sentido de cómo nos condicionan para vivir con consignas falsas. Es nuestra forma de decir: “Conmigo, para eso, no vas a contar”.

¿De descontrolar el control?
Exacto. Esa figura me gusta. Es la figura del tipo que se está escabullendo de eso que sabe que es mentira. Bueno: la idea es que no lo puedan agarrar y que ese tipo resista, desde la burla. Me parece que la burla es un arma poderosa.

Capusotto dice “tipo”, y suena la campana.

El juego terminó, y el premio por haber participado es dejarme espiar al padre orgulloso que habla de su hija de 11 años, que estudia batería, participa de la murga Los Descontrolados de Barracas y actúa en la obra de teatro comunitario El casamiento Anita y Mirko.

Me dice, también, que el lugar desde donde sigue mirando el mundo es esa esquina de Milton y Bacacay en la que paraba con su barra de amigos. Que muchas veces pasaba por ahí un patrullero que los levantaba “como si nada” y que esa impunidad es su recuerdo más vívido de la dictadura. Que sigue en contacto con algunos de esos amigos, pero que prefiere no pensar la vida en términos de “¿viste cuando teníamos 15 años?”. Que perdió a sus dos hermanos, esos que le revelaron todas las respuestas. Uno era más grande que él y murió a los 35. Otro era más chico y se fue a los 32. Que estudió batería, pero nunca llegó a armar una banda. Que tiene facilidad para cantar, pero no para tocar la guitarra. Pero que se dio cuenta recién a los 24 años de para qué estaba en la vida, cuando en el taller de teatro le hicieron por primera vez improvisar un monólogo y cómo con sólo pararse, logró que todos sus compañeros se mataran de risa. Que ahí se dio cuenta inmediatamente de la diferencia, pero también de la conexión, que había entre el escenario y su esquina. Como si Milton y Bacacay fuera el Aleph, el agujero desde donde se puede espiar todo lo que hay en el mundo, y el escenario, el hueco desde el cual avizorar todo aquello que no.

El hombre, en cambio, recién asoma cuando se atreve a contar cómo conoció a su mujer, María Laura. “Era amiga de una chica que salía con el Gordo Casero. Trabajaban juntas en la agencia Walter Thompson, en la administración. Un día, el Gordo, jodiendo, le dice:

–Te voy a presentar a alguien.
–Bueno, pero que sea de Racing.
–Entonces te presento a Capusotto.

Y así fue.”

En el bar Oliverio y con la excusa de un recital de la banda Halibour que Casero formaba por entonces con Javier Malosetti, Lito Epumer y el Mono Fontana. Intento imaginar la escena y, entonces, lo veo.

No al tipo: a él.

Ahora, imaginátelo vos.