En 1994, Quentin Tarantino generó un impacto sin precedentes cuando su obra Pulp Fiction se estrenó en las salas de cine. No pasaría mucho tiempo para que la cinta de estructura fragmentada, diálogos ingeniosos y referentes a la cultura popular generara cientos de imitaciones. Una de ellas fue Killing Zoe, de Roger Avary, amigo de Tarantino y coguionista de Pulp Fiction. El motivo por el cual la cinta de Avary se ha perdido en el olvido y la de Tarantino perdura en nuestra consciencia radica en que Pulp Fiction es una cinta que explora y comenta sobre temas oscuros y violentos. Killing Zoe es, sencillamente, una película nihilista.
El nihilismo cuestiona o niega el significado, valor o relevancia de lo tradicional y sostiene que no existe una realidad objetiva o un propósito trascendental. Asimismo, cuestiona los principios y valores morales establecidos, argumentando que no hay fundamentos objetivos para determinar lo que está bien o mal. Según esta perspectiva, la moralidad es solo una construcción humana sin una base absoluta. Pero el aspecto más polémico de esta visión de mundo radica en la falta de sentido o propósito en la vida humana.
Aunque algunos acusaron a Pulp Fiction de poseer una mentalidad destructiva o pesimista, lo cierto es que llega a ser una cinta esperanzadora, ya que sus trágicos protagonistas buscan enfrentar y superar la falta de sentido para encontrar un propósito auténtico en la vida, así sea en una vida criminal. Esta misma afirmación bien se podría aplicar a la cinta Rodrigo D: No futuro del cineasta colombiano Víctor Gaviria.
Estrenada cuatro años antes que Pulp Fiction, Rodrigo D, cinta heredera del neorrealismo italiano y el cine de realismo social de Buñuel, abordó sin concesiones temas oscuros como la violencia, la marginalidad y la desigualdad y retrató con ayuda de unos actores naturales, la cruda realidad de una juventud marginal y su falta de perspectivas en un contexto marcado por la muerte y la desesperanza. Anhell 69, el primer largometraje de Theo Montoya bien puede pensarse como un Killing Zoe.
Esta mezcla entre documental y argumental nos muestra a Víctor Gaviria conduciendo una carroza fúnebre en donde yace muerto Montoya. Algunos pueden interpretar esta escena como un referente perverso que habla sobre la relación entre un maestro y su discípulo. Pero también se puede interpretar la escena como la de un director maduro y vital que lleva atrás a otro más joven, pero sin vida.
El nihilismo puede verse como una oportunidad para crear significado y valor de manera libre, sin restricciones impuestas por las tradiciones o dogmas preestablecidos, o como un desafío para enfrentar y superar la falta de sentido y encontrar un propósito auténtico en la vida. Rodrigo D es una cinta en apariencia nihilista, pero que está cargada de ideas y en el fondo, como todo lo que hace Gaviria, nos habla sobre la esperanza en unos tiempos violentos. Por el contrario, Anhell69 aparenta ser un trabajo lleno de vida, esperanza e ideas, pero en realidad es de un nihilismo decadente.
En su cinta, Montoya nos habla de un proyecto cinematográfico en ciernes, el cual es una especie de película ciberpunk queer, protagonizada por un grupo de personas que en un futuro cercano e incierto se dedica a la espectrofilia, parafilia que se define como la atracción sexual hacia los fantasmas.
La cinta nos muestra a unos espectros tremendamente parecidos a los de El tío Boonmee que recuerda sus vidas pasadas, la obra maestra del director tailandés Apichatpong Weerasethakul, y los combina con escenas de la vida underground de Medellín que evocan a la cinta vampírica El ansia de Tony Scott, a la también nihilista Las noches salvajes del fallecido Cyril Collard, y a los ambientes sórdidos y decadentes del cine de Gaspar Noé, que por cierto es un director con una filmografía agreste, oscura y violenta, pero cargada de ideas.
Montoya nos cuenta que en el proceso de audición para su cinta de ciencia ficción distópica, se encontró con una serie de jóvenes marginales como él y decide contar sus historias usando la voz de cada uno de ellos, ya sea en entrevistas o en las descripciones que ellos dan frente a la cámara, algo que nos recuerda al estupendo documental colombiano Alis de Clare Weiskopf y Nicolás Van Hemelryck, en el que diez niñas sin hogar nos hablan de sus vidas, sus tragedias, sus sueños, sus traumas y sus anhelos, haciendo uso de un personaje inventado.
Al final, nos enteramos de que estos jóvenes actores naturales, todos partícipes de la comunidad LGBTI y aspirantes a participar en el proyecto fílmico de Montoya, han dejado este plano terrenal ya sea porque fueron víctimas de la violencia, de los excesos o de la enfermedad. Inclusive el director nos confiesa que se enamoró perdidamente de Camilo Najar, uno de esos “niños perdidos”.
Con voz en off, Montoya nos dice que “En Medellín no se ve el horizonte”. Lo cierto es que su película tampoco lo muestra. El resultado es una cinta tan oscura como los tiempos que vivimos. Oscuridad más oscuridad solo lleva a más oscuridad.