La vida no era una moneda; la vida era un sinsentido. Hace cuarenta años todo parecía formar parte de una locura colectiva. En diferentes niveles, la realidad se presentaba bajo una lente que deformaba. La locura mayor fue la de una dictadura que invadió Malvinas, último recurso de una decadencia inexorable. Con más sangre, los militares escribieron el epílogo de una etapa siniestra. Fue el tiro definitivo en el pie de un general borracho. La ilusión de una épica que los perpetuara en el poder duró nada. Entre esa ilusión y la nada, como una cuña, terminó de fraguar la “Trova Rosarina”: un colectivo amorfo de artistas que, tras los mohines de arlequín hippie de Juan Carlos Baglietto, buscaban desesperadamente la canción perfecta.
Antes, en agosto de 1981, hubo un insólito festival en contra de la visita de Frank Sinatra. Allí, entre figuras de la música popular como Luis Alberto Spinetta y el Cuchi Leguizamón, Baglietto sorprendió con algunas viñetas tristísimas, espesas. Como si Roberto Arlt hubiera nacido en Rosario. Fue la primera vez que el gran público escuchó la historia de “Era en abril”, entre otras canciones prosaicas, de planteos de “introducción-nudo-desenlace” prácticamente literarios. La segunda fue en el verano del 82 en La Falda, Córdoba, en un festival que era un derroche de pasiones y odios, una extraña conjunción de paz y amor y virulencia punk. En La Falda, Baglietto disolvió mágicamente la rivalidad entre cordobeses y rosarinos. Fue ovacionado. Las canciones —“Mirta, de regreso”, “Puñal tras puñal”, incluso “Carta de un león a otro”, grabada años después— quedaron flotando en el viento dentro del triángulo urbano desplegado entre Rosario, Buenos Aires, Córdoba.
La locura se precipitó unas semanas más tarde. La marcha de la CGT del 30 de marzo con represión incluida fue, tres días después, en la misma Plaza de Mayo, una marcha multitudinaria en apoyo a la recuperación de las islas. Era, como decía Borges en su famoso poema, “un tiempo que no podemos entender”. Ahora el paisaje se vislumbra como cubierto por una pátina onírica. Como si la sociedad argentina se hubiera deslizado por el agujero de Alicia en el País de las Maravillas —esa Alicia y ese país que alegóricamente retrató Charly García en Serú Girán— y se hubiera encontrado, de pronto, con una Nación abroquelada y dispuesta a dar su merecido al león del viejo imperio británico.
Cada uno de los episodios —el festival anti-Sinatra, La Falda, la guerra— fueron estadíos del nacimiento y revelación de lo que la perspectiva centrista porteña denominó “Trova Rosarina”. A cuatro décadas aquellas canciones desoladas son el perfume de una época de contrastes. Baglietto y su desharrapada troupe provocaron un delirio. Una anécdota subraya el disparate: pocos meses después del suceso del álbum debut, Tiempos difíciles, un productor porteño llevó a Adrián Abonizio y a Fito Páez a un departamento, les entregó un block de hojas y dos biromes y les dijo: “Pónganse a escribir canciones como las del disco. Hay mucha plata”.
Adrián Abonizio: “Todo parecía desfasado. Ante las exigencias de ese productor, yo me puse a escribir un encuentro sexual con una foca. Y un amor con un mecánico de motos. Fito lo único que hacía era deglutir alfajores Havanna y tomar Coca-Cola. Cuando fuimos a firmar los contratos nos asustaron. Nos dijeron que si no le delegábamos una parte de nuestros temas a la editorial los iban a cajonear. Yo estaba enojado. Y Fito, como siempre, con esa audacia que tiene, me dijo: ‘Firmemos, Adrián. Temas nos van a sobrar siempre. Tenemos como para tirar manteca al techo’. Tenía razón: fuimos levemente estafados pero los nombres de estos sujetos no los recuerda nadie”.
Abonizio es el autor de “Mirta, de regreso”; Fito Páez, el de la mayoría de las canciones que empezaban a conocerse aún antes de ser grabadas. El otro éxito instantáneo, “Era en abril”, de Jorge Fandermole, era una historia de amor y muerte que en las voces alternadas de Silvina Garré y su pareja de entonces, Baglietto, echó a rodar la idea de que se trataba de un lamento confesional. En su melodrama, la canción descollaba. Con un arpegio de guitarra acústica y una flauta pastoril, inofensiva, se narran las peripecias de una pareja que pierde a su hijo durante el embarazo. Ante el dolor, llegan a barajar el suicidio (“estamos pensando, sería mejor/ El marcharnos tres que quedarnos dos”). Salió de la imaginación de un Fandermole de 15 años. “No tiene nada que ver con una experiencia personal o cercana”, dice el autor de “Oración del remanso”. El impacto fue total. La belleza melódica y armónica se potenciaba con el tratamiento de temas tabú como el aborto, aunque fuera natural, y el suicidio.
Silvina Garré: “La mayoría de la gente pensaba que era una historia real. Y podría haber sido. Juan y yo éramos pareja y justo cantábamos una canción con una temática que fácilmente sugería que era una experiencia personal. Muchos se acercaban para contarnos que habían pasado por algo similar”.
La canción caló hondo en la sociedad, a tal punto que una fundación que se dedica a asistir a padres que pierden hijos prematuramente fue bautizada “Era en abril”. En su estructura metafísica, de preguntas que parten de la más profunda experiencia de maternidad (“No busques, hermano, el camino mejor, que ya tengo el alma muda de pedirle a Dios/ ¿Qué hacemos, ahora, mi dulzura y yo/ con dos pechos llenos, con dos pechos llenos de leche y dolor?”) se escucha como la contracara de la pieza de Abonizio. “Mirta, de regreso” destila una aridez tumbera, con final abierto. Fue la catapulta de un compositor extraordinario, casi la versión simétrica tanguera del pulso poético de Fandermole, inclinado como un sauce al folclore y la música de río.
“Mirta, de regreso” es un cuento de poco más de cuatro minutos sobre un hombre que sale de la cárcel después de tres años. Va al encuentro de su mujer y, ante la evidencia de que le ha sido infiel, se dedica a contarle sus peripecias entre rejas y las sensaciones de estar libre. Sobre el final, Abonizio cambia la conjugación de la segunda persona a la primera, y en una mezcla de epílogo y monólogo interior baraja volver a las correrías. “Salgo a la verja, parece que ha llovido/ En la estación retumba el Estrella del Norte/ Vení a verme cuando salgas, me dijo el Turco/ Comés todos los días y no hay problemas de laburo/ Solo algunas noches salís a trabajar…”.
Al igual que “Era en abril”, “Mirta…” sacudió el inconsciente colectivo. Como ocurrió con tantas canciones populares —de “Como la cigarra” a “Solo le pido a Dios”—, algunos versos fueron resignificados. En aquellos años, frases como “La moda ha cambiado un poco, Mirta/ Ya no hay ni un pelo largo, todos parecen soldados/ Me siento parado en un cementerio/ Me recibió el frío y un nuevo gobierno…”, remitían inequívocamente a la dictadura y, en pocos meses, a la Guerra de Malvinas.
Si “Era en abril” provocó perplejidad en esa difusa frontera de lo verosímil y lo verdadero, con “Mirta, de regreso” Abonizio vivió experiencias inversas.
Adrián Abonizio: “Muchas Mirtas me dijeron que eran ellas las de la historia; muchos Turcos también. Era gente que conocía. A todos les hacía saber que sí, que estaba inspirado en sus personas. Una mentira piadosa a veces es curativa y no ofende. El realismo mata la magia”.
La Trova Rosarina es la flor de un pantano. Durante los años pesados de la dictadura, Rosario vio multiplicarse bandas y solistas que entre la inconsciencia y el desafío a la autoridad crearon una escena cultural proteica y alternativa. Estaba todo mezclado: sonaban a rock sinfónico, pop, folclore, tango, canción de autor. El antecedente más cercano tal vez sea la música de un hijo dilecto de la ciudad, Litto Nebbia, que en pocos años pasó del beat de Los Gatos a la feroz melancolía de “El otro cambio, los que se fueron”. Pero todo es más complejo: una confluencia de azar, bares y salas emblemáticas como el Café de las Artes, el Bar Savoy, el Café de la Flor, Artaud, y talentos individuales. Como dice el libro La rosa trovarina, de Adrián Abonizio: “Cualquier rastreo que se haga sobre la Trova rosarina nos puede llevar a un sitio equivocado, a la naciente de un río inexistente. También cualquier conjetura sobre denominaciones como ‘movimiento’ o ‘trova’. Ni sus mismos autores podrían asegurar que fueron un desprendimiento de lo que en Rosario se dio a conocer como ‘Canto popular’. O un afluente de cabotaje del rock nacional. O un espejo deformante del tango. Podría conjeturarse que, sin ser definitivamente ninguna de esas variantes, las contiene todas”.
Se amontonan nombres de bandas que hoy resuenan míticas, como Irreal, Pablo, el Enterrador, El Banquete, con movidas como Amader (Agrupación de Músicos de Rosario). Esquivaban la represión, hacían su música y escudriñaban lo que pasaba en Buenos Aires. Fito Páez repite una y otra vez cómo le impactó el recital de La Máquina de Hacer Pájaros del 7 de agosto de 1976, en el teatro Astengo: “Fue el primer concierto que vi en mi vida. No volví a ser el mismo”.
Aquel concierto que organizó en agosto de 1981 la revista Humor fue la visibilización de esa escena, la punta del témpano. El rótulo de la movida estuvo inspirado en el de la Nueva Trova Cubana, que de una manera clandestina empezaba a dominar los gustos de un público no necesariamente rockero, algo politizado, universitario. Los rosarinos no eran ajenos a la estética refinada y poética de Silvio Rodríguez y Pablo Milanés. Si los caribeños matizaban sus cancioneros con son, filin y bolero, los rosarinos dejaban deslizar marcas de tango y folclore. Ahí estaban, como guardia imperial de ese saltimbanqui de jardinero y gorra de abuelo que cantaba de maravillas, el genio compositivo de Fito Páez, Adrián Abonizio, Jorge Fandermole, Rubén Goldín, Lalo de los Santos, más la dulce voz de Silvina Garré, y el aporte de músicos como Fabián Gallardo, José Aguilera, Sergio Sainz.
El Obras que craneó el director de la publicación, Andrés Cascioli, debía ser “nacional, popular y federal”. Julio Avegliano, manager de Facundo Cabral, se había sorprendido por el nivel de Baglietto en shows y zapadas que había visto en Rosario, en el Café de la Flor y en el teatro Lavardén. Pensó en él para el festival de Obras. Le comentó a Cascioli y aprobó. Baglietto dijo que sí, pero con la condición de que fueran con todo el grupo. Era sólo intérprete, es decir, un bicho raro: el rock se caracterizaba por la figura del cantautor. En la conciencia de Baglietto de sus limitaciones como compositor abreva parte del suceso de “los rosarinos”. Supo ubicarse en el rol de vocalista y performer. Y darles pista a los compositores. Entre ellos destacaba Fito Páez. En su nervio, urgencia y juventud, incluso en el calco de ademanes de Charly García.
Baglietto: “El talento de Fito asombraba por la calidad compositiva, pero también por su corta edad. ¡Escribió canciones como ‘Puñal tras puñal’ a los 16 años!”.
Abonizio: “Fito estaba para más. No había debutado en Primera y ya pedía la Selección. Era una esponja, chupaba todo lo que andaba dando vueltas y componía frenéticamente. Se acopló rápido al equipo. Veíamos en él a un pibito alucinante que, con naturalidad, mostraba unos temas impresionantes. Mentía generosamente vidas que no había vivido. Ahora lo puedo ver: estaba naciendo un poeta”.
Fabián Gallardo: “Vivimos juntos en Buenos Aires y, en Rosario, nuestras casas quedaban a una cuadra de distancia. Nos juntábamos en su altillo o en la cocina de lo de mis viejos a tocar y a sacar temas de Spinetta y de Charly. Recuerdo los cuadernos con su letra, que era super prolija. Desde chico te dabas cuenta de su talento”.
Goldín: “Lo conocí cuando él tenía 14 en un concurso donde éramos jurado con Juan Baglietto. Ya pelaba con su banda. Ganó y nos vino a saludar. ‘Soy fan de Pablo, el Enterrador, es la mejor banda’, me dijo. Luego en El Banquete compartimos muchos buenos momentos y aprendizajes. Siempre tuvo talento y la capacidad de preguntar cosas. Sí, era una esponja total”.
El lapso que fue de aquel Obras de Humor a la edición del disco debut en abril de 1982 tuvo un vértigo endemoniado. Pasó de todo: en el país y en el grupo. Como opina Silvina Garré, estuvieron ubicados “en el momento y el lugar justos”. Todo mutaba: la música y el contexto político. La guerra aceleró procesos. A lo largo de 1981 se sumaron formas de resistencia a un régimen que daba señales de agotamiento. En marzo Roberto Viola había reemplazado en la presidencia a Jorge Rafael Videla, y esa jugada ajedrecística de dictadores expresó en la misma movida debilidad y apertura. Varios y muy distintos acontecimientos venían esmerilando el blindaje totalitario: el Premio Nobel de la Paz otorgado a Adolfo Pérez Esquivel, las rondas de las Madres, el ciclo Teatro Abierto, los conciertos masivos de Serú Girán, por supuesto las caricaturas de tapa y ciertas notas puntuales de Humor. En los recitales de Serú Girán ya se cantaban con otra actitud —en el escenario y en las tribunas— temas como “Canción de Alicia en el país” y “José Mercado”. El miedo persistía, pero se respiraba otro aire. Ya en 1982 y con Leopoldo Fortunato Galtieri al frente del Poder Ejecutivo, Mercedes Sosa volvió del exilio, desafió la censura y realizó en febrero trece conciertos históricos en el teatro Ópera.
El rock argentino vivía su propia revolución, un desplazamiento de forma y fondo: los grupos de los años 70 aparecían envejecidos. A la manera de la tensión desatada a mediados de esa década en Gran Bretaña entre los elefantes del rock sinfónico y el punk, de los sótanos brotaban bandas con afán parricida. Con sonidos más directos, asimilando ritmos del punk, la new-wave, el glam y el funk, Los Violadores, Virus, Sumo y tantas más venían con una misión: poner el rock patas para arriba, barrer con todo. En esa escena vital y móvil, la Trova Rosarina explotó desde un sitio lateral, como un producto equidistante entre la tradición y la novedad.
Goldín: “El under porteño era hermoso. Yo iba a algunos lugares a ver a esas bandas: Los Twist, después Miguel Zavaleta con Suéter, artistas como Batato Barea y Los Melli… Vi a Sumo, Virus, Soda. Pero años antes, a mis 15, fui a ver a Los Gatos, a Invisible, Aquelarre, Pescado, Vox Dei, Arco Iris, Polifemo, Color Humano. Todo eso me formó”.
Baglietto: “Veíamos esa escena con asombro y entusiasmo. Eramos como músicos extranjeros en Buenos Aires tratando de que nos consideraran como pares”.
A través del productor Jorge Portunato, la EMI se interesó. El disco salió en el medio del “Vamos ganando” de la revista Gente. Le iban a poner “Tiempos de guerra”, quedó el más genérico Tiempos difíciles, como la célebre novela de Charles Dickens. La foto de tapa —un homenaje al afiche de El pibe, de Chaplin— era un comentario iconográfico que intentaba explicar de qué trataba el disco: clásico, sí, acaso anacrónico, en blanco y negro. El disco es un baldazo de canciones bellísimas, bien producidas, serias. Páez aportó cinco de los diez temas: “Aunque mañana no estés”, “La vida es una moneda”, “Puñal tras puñal”, “Sobre la cuerda floja” y “La música del Río de la Plata” (letra compartida con Baglietto). Las otras eran “Los nuevos brotes” (letra de Juan Monfrini y música de Rubén Goldín) y “Dulce pájaro” y “Sin Luna”, ambas de Goldín. En los créditos figuraban: Juan Carlos Baglietto (voz y guitarra acústica), Silvina Garré (coros), Fito Páez (piano, teclados, coros y arreglos), Rubén Goldín (guitarra eléctrica, voz y arreglos), Sergio Sainz (bajo eléctrico), Luis Ceravolo (batería), José “Zapo” Aguilera (percusión), Manolo Juárez (piano y arreglos en “Los nuevos brotes”) y Chango Farías Gómez (percusión en “Los nuevos brotes”).
El éxito despertó, como suele ocurrir, algunos comentarios que intentaban socavar lo que había logrado un grupo de músicos, hasta diez segundos atrás, olímpicos desconocidos. Los acusaban de tristes.
Abonizio: “Siempre me pareció una categoría zonza. Creo que se criticó la densidad, que no es otra cosa que profundidad. Mientras criticaban nuestra ‘tristeza’ yo me arremangaba pensando en escribir temas mejores, sabedor de que lo hacía en una colonia vigilada como la Argentina. A la distancia, los entiendo. Querían rápidamente borrar las marcas de la dictadura bailando. Nosotros a esas marcas no las borrábamos: las hacíamos relatos”.
La prohibición de pasar música en inglés fortaleció aún más el repertorio. Las radios difundían “La vida es una moneda” junto a temas antiimperialistas de Rubén Blades, como “Tiburón”, o junto al primer himno gay, “Puerto Pollensa”, de Marilina Ross, en la voz de Sandra Mihanovich. La presentación del disco en Obras el 14 de mayo encontró a la Trova rosarina en su punto caramelo.
Goldín: “Llegamos en una combi y había unas 30 personas en la vereda de Obras. Nos miramos y dijimos: ‘No vino nadie’. Era gente que no había podido entrar… ¡Y ofrecía su reloj o su campera a cambio de una entrada! Ingresamos por un costado del estadio y vimos que estaba repleto. Era como Disneylandia: luces, excitación, alegría y nervios. Ahí me di cuenta de que algo grande se venía. En el show Juan nos invitaba a cantar algo solitos, Fito hacía ‘Del 63’ y yo ‘Mi amor es rojo’”.
Baglietto: “Recién con el paso del tiempo nos dimos cuenta de la verdadera dimensión de lo que estábamos viviendo. La efervescencia era enorme, y en alguna medida también nos confundía”.
En agosto de 1982 Julio Avegliano —el Brian Epstein de la Trova— murió en un accidente de auto camino a Zapala y potenció esa confusión. El disco Tiempos difíciles no paraba de vender; esas dos palabras juntas constituían también una definición de situaciones y conflictos internos. El reverso de las mieles del éxito: celos, temas de dinero, vértigo, drogas. “No fue fácil el éxito. En un momento se nos partió la cabeza de tanto porro y cocaína”, contó Baglietto. Lalo de los Santos —que falleció en 2001— detalló el estado de indefensión en el que se encontraron imprevistamente a Sergio Arboleya para el libro La Trova Rosarina: “La muerte de Julio Avegliano cortó muchas cosas, ya que él no solo creía en Juan sino que además quería llevar adelante un proyecto inspirado en la experiencia de los cubanos”.
No pudo ser, pero a fuerza de calidad la Trova Rosarina se multiplicó. Baglietto siguió editando discos y todos firmaron buenos contratos para sacar trabajos solistas. Quedaron claras las diferencias de los temperamentos artísticos de cada uno. Y también, a la distancia, las opiniones acerca de las circunstancias que potenciaron aquella irrupción: ni más ni menos que una guerra.
Baglietto: “No fuimos el resultado de una guerra. Las guerras no inventan la música, ni hacen que los personajes que las interpretan existan a partir de ellas. Estuvimos parados en un momento en que se dio una coyuntura que, gracias a la poca creatividad de los militares, se vio favorecida con la difusión masiva de esa música…”.
Abonizio: “Me dio pudor y vergüenza. ¡Grabamos en un sello inglés que mandaba explosivos contra nuestros soldados! Ese acto fue incontrolable y en el descargo diría que no nos dimos cuenta. Pero les debemos a los muchachos de Malvinas nuestras disculpas. Hoy ni lo pensaría: mandaría a la mierda a ese sello. Es una paradoja extraña y dolorosa que aún me hace ruido en las tripas”.
A cuarenta años, la Trova Rosarina celebra lo que fue y lo que es: un movimiento incesante hecho de canciones y poesía, que es muchas cosas a la vez. Ninguna liviana. Una corriente con remolinos, turbia y tonificante como el río Paraná, que acaricia los bordes de un puerto que, como escribió Lalo de los Santos en su “Tema de Rosario”, representa al mismo tiempo “el arte y su condena”.
Concierto aniversario
El viernes 22 de este mes, en el teatro Ópera, se celebran los 40 años de la edición de Tiempos difíciles. El álbum se transformó en disco de oro apenas un mes después de su salida y fue la carta de presentación inmejorable de la Trova Rosarina. Va a ser interpretado en forma íntegra por Juan Carlos Baglietto, Silvina Garré, Rubén Goldín, Jorge Fandermole, Adrián Abonizio y Fabián Gallardo, junto con otros clásicos como “El témpano”, “Una vuelta más” y “Tratando de crecer”.